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09 septiembre 2009

EL ANTICRISTO


Friedrich Nietzsche
EL ANTICRISTO[LT1]

1

Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos; sabe­mos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte. “Ni por mar ni por tierra encontrarás un ca­mino que conduzca a los hiperbóreos”; ya Píndaro supo esto, mucho antes que nosotros. Más allá del Nor­te, del hielo, de la muerte; nuestra vida, nuestra feli­cidad... Hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado la manera de superar mile­nios enteros de laberinto. ¿Quién más la ha encontrado? ¿El hombre moderno acaso? “Estoy completamente desorientado, soy todo lo que está completamente desorientado”, así se lamenta el hombre moderno... De este modernismo estábamos aquejados; de la paz am­bigua, de la transacción cobarde, de toda la ambigüe­dad virtuosa del moderno sí y no. Esta tolerancia y largeur del corazón que todo lo “perdona” porque todo lo “comprende” se convierte en sirocco para nosotros. ¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las vir­tudes modernas y demás vientos del Sur!... Éramos demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para nosotros ni para los demás; pero durante largo tiem­po no sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvi­mos sombríos y se nos llamó fatalistas. Nuestro fatum era la plenitud, la tensión, la acumulación de las energías. Ansiábamos el rayo y la acción; de lo que siempre más alejados nos manteníamos era de la felicidad de los débiles, de la “resignación”... Nuestro ambiente era tormentoso; la Naturaleza en que consistimos se oscurecía, pues no teníamos un camino. La fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una meta...

2

¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en el hom­bre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo.
¿Qué es malo? Todo lo que proviene de la debi­lidad.
¿Qué es felicidad? La conciencia de que se acre­cienta el poder; que queda superada una resistencia.
No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino aptitud (virtud al estilo rena­centista, virtù, virtud carente de moralina).
Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les debe ayudar a perecer.
¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el cristianismo...

3

El problema que así planteo no es: qué ha de reem­plazar a la humanidad en la sucesión de los seres (el hombre es un fin), sino qué tipo humano debe ser des­arrollado, potenciado, entendido como tipo superior, más digno de vivir, más dueño de porvenir.
Este tipo humano superior se ha dado ya con harta frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción, nun­ca como algo pretendido. Antes al contrario, precisamente el ha sido el mas temido, era casi la encarna­ción de lo terrible; y como producto de este temor ha sido pretendido, desarrollado y alcanzado el tipo opuesto: el animal doméstico, el hombre‑rebaño, el animal enfermo “hombre”; el cristiano...

4

La humanidad no supone una evolución hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en la forma como se lo cree hoy día. El “progreso” no es más que una noción moderna, vale decir, una noción errónea. El europeo de ahora es muy inferior al europeo del Rena­cimiento; la evolución no significa en modo alguno y necesariamente acrecentamiento, elevación, poten­ciación.
En un sentido distinto cuajan constantemente en los más diversos puntos del globo y en el seno de las más diversas culturas, casos particulares en los que se ma­nifiesta en efecto un tipo superior: un ser que en com­paración con la humanidad en su conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales casos excep­cionales siempre han sido posibles y acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.

5

No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha librado una guerra a muerte contra este tipo huma­no superior, ha execrado todos los instintos básicos del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al Maligno: al hombre pletórico domo el hombre típica­mente reprobable, como el “réprobo”. El cristianismo ha encarnado, la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los ins­tintos de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres inte­lectuales más potentes, enseñando a sentir los más al­tos valores de la espiritualidad como pecado, extravío y tentación. El ejemplo más deplorable es la ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba corrompida por el pecado original, cuando en realidad estaba co­rrompida por el cristianismo.

6

¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se me ha revelado! Descorrí el velo de la corrupción del hom­bre. Esta palabra, en mis labios, está por lo menos al abrigo de una sospecha: la de que comporte una acu­sación moral contra el hombre. Está entendida ‑insis­to en este tema- carente de moralina; y esto hasta el punto que para mí esta corrupción se hace más patente precisamente allí donde en forma más consciente se ha aspirado a la “virtud” a la “divinidad”. Como se ve, yo entiendo la corrupción como décadence; sostengo que todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su aspiración suprema son valores de la dé­cadence.
Se me antoja corrupto el animal, la especie, el in­dividuo que pierde sus instintos; que elige, prefiere, lo que no le conviene. La historia de los “sentimientos sublimes”, de los “ideales de la humanidad” ‑y es posible que yo tenga que contarla‑ sería, casi, también la explicación del porqué de la corrupción del hombre. La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder, aparece la decaden­cia. Afirmo que en todos los más altos valores de la humanidad falta esta voluntad; que bajo los nombres más sagrados imperan valores de la decadencia, valo­res nihilistas.

7

Se llama al cristianismo la religión de la compasión. La compasión es contraria a los efectos tónicos que acrecientan la energía del sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece pierde fuerza. La compasión agrava y multiplica la pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida. El sufrimien­to mismo se hace contagioso por obra de la compa­sión; ésta es susceptible de causar una pérdida total en vida y energía vital absurdamente desproporciona­da a la cantidad de la causa (el caso de la muerte del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro aún más importante. Si se juzga la compasión por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace más evidente su carácter antivital. Hablando en términos generales, la compasión atenta contra la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Preserva lo que debiera perecer; lucha en favor de los deshere­dados y condenados de la vida; por la multitud de lo malogrado de toda índole que retiene en la vida, da a la vida misma un aspecto sombrío y problemático. Se ha osado llamar a la compasión una virtud (en toda moral aritocrática se la tiene por una debilidad); se ha llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen de toda virtud; claro que‑y he aquí una circunstan­cia que siempre debe tenerse presente‑desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, cuyo lema era la negación de la vida. Schopenhauer tuvo en esto razón: por la compasión de la vida se niega, se hace más digna de ser negada; la compasión es la práctica del nihilismo. Este instinto depresivo y contagioso, repito, es contrario a los instintos tendentes a la preser­vación y la potenciación de la vida; es como multi­plicador de la miseria y preservador de todo lo mise­rable, un instrumento principal para el acrecentamiento de la décadence; ¡la compasión seduce a la nada!... Claro que no se dice “la nada”, sino “más allá”, o “Dios”, o “la vida verdadera”, o “nirvana, redención, bienaventuranza”... Esta retórica inocente del reino de la idiosincrasia religioso‑moral aparece al momento mucho menos inocente si se comprende cuál es la ten­dencia que aquí se envuelve en el manto de las pala­bras sublimes: la tendencia antivital. Schopenhauer era un enemigo de la vida; por esto la compasión se le apareció como una virtud... Aristóteles, como es sa­bido, definió la compasión como estado morboso y pe­ligroso que convenía combatir de vez en cuando me­diante una purga; entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de vista del instinto vital, debiera buscarse, en efecto, un medio para punzar tal acumula­ción morbosa y peligrosa de la compasión como la re­presenta el caso Schopenhauer (y, desgraciadamente, toda nuestra décadence literaria y artística, desde San Petersburgo hasta París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que reviente... Nada hay tan malsano, en medio de nuestro modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en este caso médico, mostrarse impla­cable, empuñar el bisturí, es propio de nosotros; ¡tal es nuestro amor a los hombres, con esto somos nos­otros filósofos, nosotros los hiperbóreos!

8

Es necesario decir a quién consideramos nuestro an­típoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas venas corre sangre de teólogo; a toda nuestra filosofía... Hay que haber visto de cerca la fatalidad, aún mejor, haberla experimentado en propia carne, haber estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas en esta cuestión (el libre‑pensamiento de nuestros se­ñores naturalistas y fisiólogos es a mi entender una broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos de lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de la “soberbia” en todas partes donde el hombre se siente hoy “idealista”, donde en virtud de un presunto origen superior se arroga el derecho de adoptar ante la realidad una actitud de superioridad y distancia­miento... El idealista, como el sacerdote, tiene todos los grandes conceptos en la mano (¡y no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opo­ne a la “razón”, los “sentidos”, los “honores”, el “bie­nestar” y la “ciencia”; todo esto lo considera inferior, como fuerzas perjudiciales y seductoras sobre las cua­les flota el “espíritu” en estricta autonomía; como si la humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra: la santidad, no hubiese causado hasta ahora a la vida un daño infinitamente más grande que cualquier cata­clismo y vicio... El espíritu puro es pura mentira... Mientras el sacerdote, este negador, detractor y enve­nenador profesional de la vida, sea tenido por un tipo humano superior, no hay respuesta a la pregunta ¿qué es verdad? Se ha puesto la verdad patas arriba si el abogado consciente de la nada y de la negación es tenido por el representante de la “verdad”...

9

Yo combato este instinto de teólogo; he encontra­do su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud torcida y mendaz ante todas las cosas. El pathos derivado de ella se llama fe: cerrar los ojos de una vez por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de la falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las cosas; se vincula la conciencia tranquila con la pers­pectiva torcida; se exige que ninguna óptica diferente pueda tener ya valor, tras haber hecho sacrosanta la suya propia con los nombres de “Dios”, “redención” y “eterna bienaventuranza”. He sacado a luz por do­quier el instinto de teólogo; es la modalidad más di­fundida, la propiamente solapada, de la falsía. Lo que un teólogo siente como verdadero no puede por menos de ser falso; casi pudiera decirse que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado instinto de conservación prohíbe que la realidad sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno. Hasta donde alcanza la influencia de los teólogos está puesto al revés el juicio de valor, están invertidos, por fuerza, los conceptos “verdadero” y “falso”; lo más perjudi­cial para la vida se llama aquí “verdadero” y lo que eleva, acrecienta, afirma, justifica y exalta la vida se llama “falso”... Dondequiera que veamos a teólogos extender la mano, a través de la “conciencia” de los príncipes (o de los pueblos), hacia el poder, no dude­mos de que en definitiva es la voluntad antivital, la voluntad nihilista, la que aspira a dominar y la que se encuentra en juego...

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Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la filosofía está corrompida por la sangre de teó­logo. El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado original. Definición del protestantismo: la hemiplejía del cristianismo y de la razón... Basta pronunciar la pa­labra “Seminario de Tubinga” para comprender qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana: una teolo­gía pérfida... El suabo es el mentiroso número uno en Alemania; miente con todo candor... ¿Cuál es la cau­sa del regocijo que el advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos alemanes, cuyas tres cuar­tas partes se componen de hijos de pastores y maes­tros? ¿Cuál es la causa de la convicción alemana, que todavía halla eco, de que a partir de Kant las cosas andan mejor? El instinto de teólogo agazapado en el erudito alemán adivinó lo que volvía a ser posible... Estaba abierto un camino por donde retornar subrep­ticiamente al antiguo ideal; el concepto “mundo ver­dadero” y el concepto de la moral como esencia del mundo (¡los dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un escepticismo listo y ladino volvían a ser, ya que no demostrables, sí irrefutables... La razón, el derecho de la razón, había decretado Kant, no alcanza tan lejos... Se había hecho de la realidad una “apa­riencia”; se había hecho de un mundo enteramente ficticio, el del Ser, la realidad... El éxito de Kant no es más que el éxito de un teólogo; Kant, como Lute­ro, como Leibniz, fue una cortapisa más de la probi­dad alemana, demasiado floja de suyo.

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Diré aún dos palabras contra el moralista Kant. Toda virtud debe ser la propia invención de uno, la íntima defensa y necesidad de uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que no está condicio­nado por nuestra vida, la perjudica; cualquier virtud practicada nada más que por respeto al concepto “virtud”, como lo postulaba Kant, es perjudicial. La “vir­tud”, el “deber”, el “bien en sí”, el bien impersonal y universal; todo esto son quimeras en las que se expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo chinesco a la königsberguiana. Las más fundamen­tales leyes de conservación y crecimiento prescriben justamente lo contrario: que cada cual debe inventar­se su propia virtud, su propio imperativo categórico. Un pueblo sucumbe si confunde su específico deber con el deber en sí. Nada arruina de manera tan pro­funda a íntima cualquier deber “impersonal”, cual­quier sacrificio en aras del Moloc de la abstracción. ¡Cómo no se sintió el imperativo categórico de Kant como un peligro mortal!... ¡El instinto de teólogo llevó a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida tiene en el placer que genera la prueba de que es un acto justo; sin embargo, ese nihi­lista de entrañas cristiano‑dogmáticas entendía el pla­cer como objeción... ¿Qué arruina tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que medie una ne­cesidad interior, una vocación hondamente personal, un placer?, ¿cómo autómata del “deber”? Tal cosa es nada menos que la receta para la décadence, hasta para la idiotez... Kant se convirtió en un idiota. ¡Y fue el contemporáneo de Goethe! ¡Esta araña fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el filósofo ale­mán!... Me cuido muy mucho de decir lo que pienso de los alemanes... ¿No interpretó Kant la Revolución francesa como el paso de la forma inorgánica del Es­tado a la forma orgánica? ¿No se preguntó él si había un acontecimiento que no podía explicarse más que por una predisposición moral de la humanidad, así que quedaba demostrada de una vez por todas la “tenden­cia de la humanidad al bien”?; ¿y no se dio esta res­puesta: “este acontecimiento es la Revolución”? El instinto equivocado en todas las cosas, la antinatura­lidad como instinto, la décadence alemana como filo­sofía; ¡he aquí Kant!

12

Abstracción hecha de algunos escépticos, que repre­sentan el tipo decente de la filosofía, el resto desco­noce las exigencias elementales de la probidad inte­lectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se comportan como las mujeres: toman los “senti­mientos sublimes” por argumentos, el “pecho expan­dido” por un fuelle de la divinidad y la convicción por el criterio de la verdad. Por último, Kant, con candor “alemán”, trató de dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de conciencia intelectual, un carácter cien­tífico mediante el concepto “razón práctica”; inventó expresamente una razón para el caso en que no se de­bía obedecer a la razón, o sea cuando ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del “tú debes”. Considerando que en casi todos los pueblos el filó­sofo no es sino la evolución ulterior del tipo sacer­dotal, no sorprende este legado del sacerdote, la sofis­ticación ante sí mismo: Quien tiene que cumplir san­tas tareas, por ejemplo la de perfeccionar, salvar, re­dimir a los hombres; quien lleva en sí la divinidad y es el portavoz de imperativos superiores, en virtud de tal misión se halla al margen de toda valoración exclusivamente racional; ¡él mismo está santificado por semejante tarea, él mismo es el exponente de un orden superior!... ¡Qué le importa al sacerdote la ciencia! ¡Él está por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha dominado el sacerdote! ¡Él determinaba los con­ceptos “verdadero” y “falso”!

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Apreciemos cabalmente el hecho de que nosotros mismos, los espíritus libres, somos ya una “transmu­tación de todos los valores”, una viviente y triunfante declaración de guerra a todos los antiguos conceptos de “verdadero” y “falso”. Las conquistas más valio­sas del espíritu son las últimas en lograrse; mas las conquistas más valiosas son los métodos. Durante mi­lenios todos los métodos, todas las premisas de nues­tro actual cientifismo han chocado con el más pro­fundo desprecio; con ellos se estaba excluido del trato con los “hombres de bien”, se era considerado como un “enemigo de Dios”, un detractor de la verdad, un “poseído”. Como espíritu científico se era un tshan­dala... Hemos tenido que hacer frente a todo el pathos de la humanidad, a su noción de lo que debe ser la verdad, de lo que debe ser el culto de la verdad; has­ta ahora, todo “tú debes” estaba dirigido contra nos­otros... Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro modo de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le parecía desde todo punto indigno y des­preciable. Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha sido en el fondo un gusto esté­tico lo que durante tanto tiempo ofuscaba a la huma­nidad; ésta exigía a la verdad un efecto pintoresco, y asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte es­tímulo sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo que desde siempre era contrario a su gusto... ¡Oh, qué bien adivinaron esto esos pavos de Dios!

14

Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más modestos en toda la línea. Ya no derivamos al hombre del “espíritu”, de la “divinidad”; lo hemos reintegrado en el mundo animal. Se nos antoja el ani­mal más fuerte, porque es el más listo; una conse­cuencia de esto es su espiritualidad. Nos oponemos, por otra parte, a una vanidad que también en este punto pretende levantar la cabeza; como si el hombre hubiese sido el magno propósito subyacente a la evo­lución animal. No es en absoluto la cumbre de la crea­ción; todo ser se halla, al la do de él, en idéntico pel­daño de la perfección... Y afirmando esto aun afir­mamos demasiado; el hombre es, relativamente, el animal más malogrado, más morboso, lo más peligro­samente desviado de sus instintos, ¡claro que por eso mismo también el más interesante! En cuanto a los animales, Descartes fue el primero en definirlos con venerable audacia como machinas; toda nuestra fisio­logía está empeñada en probar esta tesis. Lógicamente, nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo hizo aun Descartes; se conoce hoy día al hombre exacta­mente en la medida en que está concebido como ma­china. En un tiempo se atribuía al hombre, como don proveniente de un orden superior, el “libre albedrío”; ahora le hemos quitado incluso la volición, en el sen­tido de que ya no debe ser interpretada como una facultad. El antiguo término “voluntad” sólo sirve para designar una resultante, una especie de reacción indi­vidual que sigue necesariamente a una multitud de es­tímulos en parte encontrados, en parte concordantes; la voluntad ya no “actúa”, ya no “acciona”... En tiempos pasados se consideraba la conciencia del hom­bre, el “espíritu”, como la prueba de su origen supe­rior, de su divinidad; para perfeccionar al hombre, se le aconsejaba retraer los sentidos al modo de la tortuga, cortar relaciones con las cosas terrenas y des­pojarse de lo que tiene de mortal, quedando entonces lo principal de él, el “espíritu puro”. También en este rcspecto hemos rectificado conceptos; la conciencia, el “espíritu” se nos aparece precisamente como síntoma de una imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo, y yerro, como esfuerzo en que se gasta innecesariamente mucha energía nerviosa; ne­gamos que nada pueda ser perfeccionado mientras no se tenga conciencia de ello. El “espíritu puro” es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los sentidos, lo que tiene de mortal el hombre, nos equi­vocamos en nuestros cálculos; ¡nada más! ...

15

Ni la moral ni la religión corresponden en el cris­tianismo a punto alguno de la realidad. Todo son cau­sas imaginarias (“Dios”, “alma”, “yo”, “espíritu, del libre albedrío”, o bien “el determinismo”); todo son efectos imaginarios (“pecado”, “redención”, “gracia”, “castigo”, “perdón”). Todo son relaciones entre seres imaginarios (“Dios”, “ánimas” “almas”); ciencias na­turales imaginarias (antropocentricidad; ausencia total del concepto de las causas naturales); una sicología imaginaria (sin excepción, malentendidos sobre sí mis­mo, interpretaciones de sentimientos generales agra­dables o desagradables, por ejemplo de los estados del nervus sympathicus, con ayuda del lenguaje de la idiosincrasia religioso‑moral, “arrepentimiento”, “re­mordimiento”, “tentación del Diablo”, la proximidad de Dios”); una teleología imaginaria (“el reino de Dios”, el “juicio Final”, “la eterna bienaventuranza”). Este mundo de la ficción se distingue muy desventa­josamente del mundo de los sueños, por cuanto éste refleja la realidad, en tanto que aquél falsea, desvalo­riza y repudia la realidad. Una vez inventado el con­cepto “Naturaleza” en contraposición a “Dios”, el tér­mino “natural” era por fuerza sinónimo de “execrable”; todo ese mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo natural (¡a la realidad!), es la expresión de una profunda aversión a lo real. Pero con esto queda ex­plicado todo. Sólo quien sufre de la realidad tiene ra­zones para sustraerse a ella por medio de la mentira. Mas sufrir de la realidad significa ser una realidad malograda... El predominio de los sentimientos de desplacer sobre los sentimientos de placer es la causa de esa moral y religión basadas en la ficción; mas tal predominio es la fórmula de la décadence...

16

La misma conclusión se desprende de la crítica del concepto cristiano de Dios. Un pueblo que cree en sí tiene también su dios propio. En él venera las condi­ciones gracias a las cuales prospera y domina, sus virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su senti­miento de poder, en un ser al que puede dar las gra­cias por todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un dios para ofrendar... En base a tales premisas, la religión es una forma de la gratitud. Se está agradecido por sí mismo; para esto se ha menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar, estar en condiciones de ser amigo y enemigo; se lo admira por lo uno y por lo otro. La castración antinatural de la divinidad, en el sentido de convertirlo en un dios exclusivo del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de ideas. Se necesita del dios malo en no menor grado que del bueno, como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y la humanidad... ¿De qué serviría un dios que no conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia y la violencia?, ¿que a lo mejor hasta fuera ajeno a los ardeurs inefables del triunfo y de la destrucción? A un dios así no se lo comprendería; ¿para qué se lo tendría? Claro que si un pueblo se hunde; si siente desvanacerse para siempre su fe en el porvenir, su esperanza de libertad; si la sumisión entra en su conciencia como conveniencia primordial y las virtudes de los sometidos como condiciones de existencia, por fuerza cambia también su dios. Éste se vuelve tímido, cobarde, medroso y modesto, acon­seja la “paz del alma”, la renuncia al odio, la indul­gencia y aun el “amor” al amigo y al enemigo. Mora­liza sin cesar, penetra en las cuevas de todas las vir­tudes privadas y se convierte en dios para todo el mundo, en particular, cosmopolita... Si en un tiempo representó a un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo que había de agresivo y pletórico en el alma de un pueblo, ahora ya no es más que el buen Dios... En efecto, no existe para los dioses otra alternativa: o son la voluntad de poder, y mientras lo sean serán dioses de pueblos, o son la impotencia para el poder; y en­tonces se vuelven necesariamente buenos...

17

Dondequiera que declina la vóluntad de poder se registra un decaimiento fisiológico, una décadence. La divinidad de la décadence, despojada de sus virtudes e impulsos más viriles, se convierte necesariamente en el dios de los fisiológicamente decadentes, de los dé­biles. Éstos no se llaman los débiles, sino “los Bue­nos”... Se comprenderá, sin necesidad de ulterior su­gestión, en qué momentos de la historia es factible la ficción dualista de un dios bueno y otro malo. Lleva­dos por el mismo instinto con que degradan a su dios al “bueno en sí”, los sometidos despojan de todas sus cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus amos dando al dios de los mismos un carácter diabó­lico. Tanto el dios bueno como el diablo son engendros de la décadence. ¡Parece mentira que todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos cristianos hasta el punto de decretar a la par de ellos que la evolución de la concepción de la divinidad del “dios de Israel”, del dios de un pueblo, al dios cristiano, al dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo hace. ¡Co­mo si Renan tuviese derecho a la ingenuidad! ¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las premisas de la vida ascendente, toda fuerza, valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la concepción de dios; si éste se convierte paso a paso en símbolo de un bas­tón para cansados, de un salvavidas para todos los náufragos; si llega a ser el dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y el atributo “salvador”, “redentor”, queda, por así decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad, ¿qué in­dica transformación semejante?; ¿tal reducción de la divinidad? Claro que el “reino de Dios” queda así am­pliado. En un tiempo Dios no tuvo más que su pueblo, su pueblo “elegido”. Luego, al igual de su pueblo, llevó una existencia trashumante y ya no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran cosmopolita, se encontraba bien en todas partes y tenía de su parte el “gran número”, a media humanidad. Mas no por ser el dios del “gran número”, el demócrata entre los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano; seguía siendo judío, ¡el dios de todos los lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del mundo entero! ... Su imperio es como antes un reino subte­rráneo, un hospital, un ghetto... Y él mismo, ¡cómo es de pálido, de débil, de décadentl Hasta los más anémicos de los anémicos, los señores metafísicos, los albinos de los conceptos, han dado cuenta de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en torno a él que hipnotizado por sus movimientos terminó por conver­tirsé a su vez en araña, en metafísico. Entonces volvió a extraer de sí, tejiendo, el mundo, sub specie Spino­zae; entonces se transfiguró en cada vez mayor abs­tracción y anemia, quedando hecho un “ideal”, un “espíritu puro”, “absolutum” y “cosa en sí”... Deca­dencia de un dios: Dios se convirtió en la “cosa en sí”...

18

La concepción cristiana de Dios, Dios como dios de los enfermos, como araña, como espíritu, es una de las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal vez hasta marque el punto más bajo de la curva des­cendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en objeción contra la vida, en vez de ser su transfi­gurador y eterno sí! ¡En Dios, declarada la guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, la fórmula para toda detracción de “este mundo”, para toda mentira del “más allá”! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada! ...

19

El hecho de que las vigorosas razas del Norte de Europa no hayan repudiado al dios cristiano cierta­mente no habla en favor de su don religioso, para no decir nada de su gusto. Debieron haber dado cuenta de tan morboso y decrépito engendro de la décadence. Por no haberlo hecho, pesa sobre ellas un triste sino han absorbido en todos sus instintos la enfermedad, la decrepitud, la contradicción. ¡Desde entonces ya no han creado diosesl ¡En casi dos milenios ni un solo nuevo dios! ¡Impera todavía, y como a título legítimo, como ultimum y maximum del poder creador de dioses, del creator spiritus en el hombre, este la­mentable dios del monótono‑teísmo cristiano! ¡Este ser híbrido hecho de cero, concepto y contradicción en el que están sancionados todos los instintos de décadence, todas las cobardías y cansancios del alma!

20

Condenando al cristianismo, no quiero cometer una injusticia con una religión afín, que hasta cuenta con mayor número de fieles; me refiero al budismo. El cristianismo y el budismo están emparentados como religiones nihilistas, son religiones de la décadence; y sin embargo, están diferenciados entre sí del modo más singular. Por el hecho de que ahora sea posible com­pararlos, el crítico del cristianismo está profundamen­te agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces más realista que el cristianismo; ha heredado el planteo objetivo y frío de los problemas, es posterior a un movimiento filosófico multisecular; al advenir él, ya estaba desechada la concepción de “Dios”. Es el budismo la única religión propiamente positivista en la historia, aun en su teoría del conocimiento (un es­tricto fenomenalismo); ya no proclama la “lucha con­tra el pecado” sino reconociendo plenamente los dere­chos de la realidad, la “lucha contra el sufrimiento”. Lo que lo distingue radicalmente del cristianismo es el hecho de que está con el autoengaño de los conceptos morales tras si, hallándose, según mi terminología, más allá del bien y del mal. Los dos hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes son, primero, una irritabilidad excesiva, que se traduce en una sensibili­dad refinada al dolor, y segundo, una hiperespirituali­zación, un desenvolvimiento excesivamente prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos, pro­ceso en que el instinto de la persona ha sufrido me­noscabo en favor de lo “impersonal” (dos estados que algunos de mis lectores, por lo menos los “objetivos”, conocerán, como yo, por experiencia). Estas condicio­nes fisiológicas han dado origen a una depresión; con­tra la que procede Buda valiéndose de medidas higié­nicas. Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia trashumante, una dieta frugal y seleccio­nada, la prevención contra todas las bebidas espirituo­sas, asimismo contra todos los afectos que “hacen mala sangre”; también una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros. Exige representaciones que so­sieguen o alegren, a inventa medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la jovialidad, como factor que promueve la salud. Desecha la ora­ción, lo mismo que el ascetismo; nada de imperativos categóricos, nada de obligaciones, ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede abandonarse), pues todo esto serviría para aumentar esa irritabilidad ex­cesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la lucha contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada repudia tan categóricamente como el afán vindi­cativo, la antipatía, el resentimiento (“no es por la enemistad como se pone fin a la enemistad”, tal es el conmovedor estribillo del budismo...). Y con razón; precisamente estos afectos serían de todo punto perju­diciales con respecto al propósito dietético primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y que se traduce en una “objetividad” excesiva (esto es, en un debilitamiento del interés individual, en pérdida de gravedad, de “egoísmo”) lo combate refiriendo aun los intereses más espirituales estrictamente a la per­sona. En la doctrina de Buda el egofsmo está estatuido como deber; el “cómo lo libras tú del sufrimiento” regula y limita toda la dieta mental (es permitido, acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense que a su vez declaró la guerra al “espíritu científico” puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en el reino de los problemas igualmente categoría de moral).

21

Las premisas del budismo son un clima muy suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las cos­tumbres, ausencia total de militarismo y la radicación del movimiento en las capas superiores y aun eruditas de la población. La paz serena, el sosiego, la extinción de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta meta. El budismo no es una religión en que tan sólo se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo normal.
En el cristianismo, pasan a primer plano los instin­tos de sometidos y oprimidos; son las clases sociales más bajas las que en él buscan su salvación. Aquí se practica como ocupación, como remedio contra el abu­rrimiento, la casuística del pecado, la autocrítica, la inquisición; aquí se mantiene el afecto constantemen­te referido a un poderoso, denominado “Dios” (me­diante la oración); aquí se concibe lo supremo como algo inaccesible, como regalo, como “gracia”. Aquí falta también el carácter público; el escondite, el rin­cón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí se despre­cia el cuerpo y se repudia la higiene como sensualidad; la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por los cristianos luego de la expulsión de los moros fue clausurar los baños públicos, de los que solamente en Córdoba había 270). Lo cristiano supone un cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los demás; el odio a los heterodoxos; el afán perse­cutorio. Privan representaciones sombrías y excitan­tes; los estados más apetecidos, designados con los nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la die­ta es seleccionada en forma que promueva fenómenos mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio mortal a los amos de la tierra, a los “nobles”, en conjunción con una competencia solapada (se les deja el “cuerpo”, se requiere solamente el “alma”...). Cris­tiana es la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a la valentía, a la libertad y el libertinaje del espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría, en fin...

22

Cuando el cristianismo abandonó su suelo primitivo las capas más bajas de la población, el submundo del mundo antiguo, y se lanzó a la conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que habérselas con hombres can­sados, sino con hombres embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes, pero malogrados. En esta región, el descontento consigo mismo, el sufri­miento de sí propio, no es, como en la budista, una irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer sufrir, de descargar la tensión interior en actos y re­presentaciones hostiles. El cristianismo necesitaba con­ceptos y valores bárbaras para dar cuenta de bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito, la ingestión de sangre en la comunión, el desprecio hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier forma, físico y mental, y la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas suaves, man­sas a hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa no está aún, ni con mucho, madura para él); las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta en lo espiritual, a cierto endurecimiento en lo físico. El cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal fin las enferma, hasta el punto que el debi­litamiento es la receta cristiana para la domesticación, la “civilización”. El budismo es una religión para el final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni siquiera se encuentra con una civilización, y, eventual­mente, la funda.

23

El budismo, como queda dicho, es cien veces más frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace falta rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su sensibili­dad al dolor, por la interpretación del pecado; sólo dice lo que piensa: “yo sufro”. Para el bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es decente; le hace falta una interpretación para admitir ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más bien a negar el su­frimiento, a sufrir con mansa resignación). Para él, la noción del “diablo” era un verdadero alivio; tenía un enemigo poderosísimo y terrible; no era una ver­güenza sufrir de enemigo semejante.
Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual que tal cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad y la creencia en la verdad de tal cosa son dos mundos de intereses diferentes, poco menos que dos mundos antagónicos; se llega a ellos por ca­minos radicalmente distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo concibe el Oriente; así lo entienden los brahmanes, como también Platón y todo adepto a la sabiduría esotérica. Por ejemplo, si hay una ventura en eso de creerse redimido del pecado, no hace falta como premisa que el hombre sea pro­penso al pecado, sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un plano general lo que primordialmente hace falta es la fe, hay que desacredtar la razón, el conoci­miento y la investigación; el camino de la verdad se convierte así en el camino prohibido.
La firme esperanza es un estimulante mucho más po­deroso de la vida que cualquier ventura particular efec­tiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una esperanza que ninguna realidad pueda desmentir, nin­guna consumación pueda privar de su base: una espe­ranza que se cumplirá en un más allá. (Precisamente por este poder de entretener al desgraciado, los griegos tenían la esperanza por el mal de los males, por el mal propiamente pérfido, que se quedaba en el fondo de la caja de Pandora.)
Para que sea factible el amor, Dios debe ser una persona; para que puedan hacerse valer los instintos más soterrados, Dios debe ser joven. Ha de llevarse a primer plano un hermoso santo para el ardor de las mujeres, y una Virgen para el de los hombres. Esto en el supuesto de que el cristianismo quiera imponerse en un terreno donde ya cultos afrodisíacos o de Ado­nis han determinado el concepto del culto. El concepto de la castidad acentúa la vehemencia y profundidad del instinto religioso; presta al culto un carácter más cálido, más exaltado, más fervoroso.
El amor es el, estado en que el hombre ve las cosas, mas que en ningún otro, tal como no son. En él se manifiesta cabalmente el poder de ilusión, lo mismo que el de transfiguración. Quien ama soporta más que de ordinario; aguanta todo. Había que inventar una religión en la que se pudiera amar; pues donde se cumple este requisito ya se ha vencido lo peor de la vida. Esto por lo que se refiere a las tres virtudes cris­tianas de la fe, el amor y la esperanza; yo las llamo las tres corduras cristianas.
El budismo es demasiado tardío y positivista como para ser aún cuerdo de semejante manera.

24

Me limito aquí a rozar el problema de la génesis del cristianismo. La primera tesis para la solución del mis­mo reza: el cristianismo sólo puede ser comprendido como producto del suelo en que ha nacido; no es una reacción al instinto judío, sino la consecuencia del mismo, su lógica terrible llevada a una conclusión ul­terior. Dicho en la fórmula del Redentor: “la salva­ción proviene de los judíos”.
La segunda tesis reza: el tipo sicológico del Galileo es todavía reconocible; pero sólo en su degeneración total (que es mutilación a incorporación de multitud de rasgos extraños a un tiempo) ha podido servir para el uso que se ha hecho de él: el de ser el tipo de redentor de la humanidad.
Los judíos son el pueblo más singular de la historia mundial, puesto que puestos en el dilema de ser o no ser, prefirieron, con una determinación francamente escalofriante, ser a cualquier precio; este precio era el falseamiento radical de toda la Naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, de todo el mundo inte­rior no menos que del exterior. Repudiaron todas las condiciones bajo las cuales habían podido vivir, habían tenido derecho a vivir hasta entonces los pueblos; hi­cieron de sí mismos una antítesis de las condiciones naturales. Invirtieron la religión, el culto, la moral, la historia y la sicología, de un modo fatal, en lo con­trario de los valores naturales de las mismas. El mis­mo fenómeno se da, y en una escala infinitamente mayor, pero, no obstante, como mera copia, en la Igle­sia cristiana; en comparación con el “pueblo de los santos”, ella no puede pretender originalidad. Los ju­díos son, así, el pueblo más fatal de la historia; como resultado de su gravitación, la humanidad se ha vuelto tan falsa que, todavía hoy, el cristianismo es capaz de sentirse antijudío, sin tener conciencia de que es la idiosincrasia judía llevada a su consecuencia úl­tima.
En mi Genealogía de la moral he dado por vez pri­mera una dilucidación sicológica del contraste entre la moral aristocrática y la moral del resentimiento, esta última derivada del no pronunciado frente a aquélla. Mas queda definida así la esencia de la moral judeo­cristiana. Para poder decir no a todo cuanto repre­senta la curva ascendente de la vida (la armonía plena, la hermosura, la autoafirmación), el instinto del resen­timiento, hecho genio, tuvo que inventarse otro mundo con respecto al cual esa afirmación de la vida supuso lo malo, lo reprobable, en sí. Sicológicamente hablan­do, el pueblo judío es un pueblo de vitalidad extrema que, confrontado con condiciones de existencia impo­sibles, tomó deliberadamente, guiado por la cordura su­prema del instinto de conservación, la defensa de todos los instintos de la décadence; y no tanto por estar do­minado por ellos como porque adivinó en los mismos una potencia mediante la cual le sería dable hacerse valer frente “al mundo”. Los judíos son los antípodas de todo lo décadent; mas tenían que representar el papel de décadents, hasta el extremo de engañar a todo el mundo; con un non plus ultra del genio his­triónico sabían ponerse al frente de todos los movi­mientos de la décadence (como cristianismo paulino), para hacer de ellos algo que fuera más fuerte que cualquier facción dispuesta a decir sí a la vida. Para el tipo humano que en el judaísmo y el cristianismo llega a dominar: el sacerdotal, la décadence no es sino un medio; este tipo humano está vitalmente interesado en enfermar a la humanidad, en invertir los conceptos “bien” y “mal”, “verdadero” y “falso”, en un sentido que entraña un peligro mortal para la vida y significa el repudio del mundo.

25

La historia de Israel es inestimable como historia típica de una desnaturalización total de los valores na­turales. Voy a esbozar cinco hechos de este proceso. Originariamente, sobre todo en los tiempos de los re­yes judíos, también Israel se hallaba en la proporción justa, vale decir, natural con todas las cosas. Su Jahveh era la expresión de la conciencia de poder, del goce mismo, de la esperanza depositada en sí mismo; en él se esperaba victoria y ventura, con él se confiaba en que la Naturaleza había de dar al pueblo lo que le ha­cía falta; sobre todo, lluvia. Jahveh es el dios de Is­rael, y, por ende, el dios de la justicia; lógica de todo pueblo que tiene poder y goza de él con la conciencia tranquila. En el culto de las fiestas se expresan estos dos aspectos de la autoafirmación de todo pueblo: gra­titud por los grandes destinos gracias a los cuales llegó al poder, y gratitud en relación con el ciclo de las esta­ciones y toda fortuna en la ganadería y la agricultura. Este estado de cosas siguió siendo el ideal durante mucho tiempo, incluso cuando hacía mucho había aca­bado de una manera lamentable a causa de la anarquía interior y la intervención de los asirios. El pueblo con­tinuó alimentando como aspiración suprema esa vi­sión de un rey en el que el buen soldado se aunaba con el juez severo; sobre todo Isaías, ese profeta tí­pico (esto es, crítico y satírico de la hora). Sin em­bargo, todas las esperanzas se desvanecieron. El anti­guo Dios ya no estaba en condiciones de hacer nada de lo que en un tiempo había sido capaz de hacer. Lo que correspondía era desecharlo. ¿Qué ocurrió? Se modificó su concepción; se desnaturalizó su concep­ción; a este precio se lo retuvo. Jahveh, el dios de la “justicia”, ya no se consideraba identificado con Israel, expresión del orgullo de su pueblo, sino un dios condicionado... Su concepción pasa a ser un instrumento en manos de agitadores sacerdotales, que en adelante interpretan toda ventura como premio y toda desven­tura como castigo por desobediencia a Dios, como “pecado”: esa interpretación más mendaz en base a un presunto “orden moral”, con la que se invierte de una vez por todas el concepto natural “causa y efecto”. Una vez que con premio y castigo se haya abolido la causalidad natural, hace falta una causalidad antina­tural, de la que se sigue entonces toda la demás anti­naturalidad. Así, al dios que ayuda y que resuelve to­das las dificultades; que en el fondo encarna toda ins­piración feliz de la valentía y la confianza en sí mismo, se sustituye por un dios que exige... La moral ya no es la expresión de las condiciones de existencia y prosperi­dad de un pueblo, su más soterrado instinto vital, sino que se vuelve abstracta y antivital: la moral como imaginación mal pensada, como “mal de ojo” a todas las cosas. ¿Qué es, en definitiva, la moral judeo‑cris­tiana? El azar despojado de su inocencia; la desgracia envilecida por el concepto “pecado”; el bienestar de­nunciado como peligro, como “tentación”; el males­tar fisiológico Infectado del gusano roedor de la con­ciencia...

26

Los sacerdotes judíos no se detuvieron en el falsea­miento de la concepción de Dios y la moral. Toda la historia de Israel era contraria a sus fines; había, por tanto, que abolirla. Estos sacerdotes realizaron ese prodigio de falseamiento cuyo testimonio es buena parte de la Biblia; con un desprecio inaudito hacia toda tradición, hacia toda realidad histórica, pospusie­ron el pasado de su propio pueblo a la religión; es decir, que hicieron de él un estúpido mecanismo de salvación basado en el castigo que lahveh da a los que contra él pecan, y en el premio con que conforta a los que le obedecen. Este vergonzoso falseamiento de la verdad histórica nos causaría una impresión mucho más penosa si milenios de interpretación eclesiástica de la historia no nos hubiesen hecho casi indiferentes a las exigencias de la probidad in historicis. Y la Igle­sia ha sido secundada en esto por los filósofos; por toda la evolución de la filosofía, hasta la más reciente, corre la mentira del “orden moral”. ¿Qué significa “orden moral”? Significa que hay de una vez por to­das una voluntad de Dios respecto a lo que el hombre debe hacer y debe no hacer; que el grado de obedien­cia a la voluntad de Dios determina el valor de los individuos y los pueblos; que en los destinos de los individuos y los pueblos manda la voluntad de Dios, castigando y premiando, según el grado de obediencia. La realidad subyacente a tan lamentable mentira es ésta: un tipo humano parásito que sólo prospera a expensas de todas las cosas sanas de la vida, el sacer­dote, abusa del nombre de Dios: al estado de cosas donde él, el sacerdote, fija el valor de las cosas, le llama “el reino de Dios”, y a los medios por los cua­les se logra y mantiene tal estado de cosas, “la vo­luntad de Dios”; con frío cinismo juzga a los pueblos, tiempos a individuos por la utilidad que reportaron al imperio de los sacerdotes o la resistencia que le opusieron. No hay más que observarlo: bajo las ma­nos de los sacerdotes judîos la época grande de la historia de Israel se trocó en una época de decadencia; él destierro, esa larga desventura, se convirtió en una pena eterna en castigo de la época grande, aquella en que los sacerdotes aún no tuvieron influencia alguna. De los personajes portentosos y libérrimos de la his­toria de Israel hicieron, según las conveniencias, unos pobres mamarrachos o unos “impíos” y redujeron todo acontecimiento grande a la fórmula estúpida: “obediencia o desobediencia a Dios”. Un paso más por este camino y se postula que la “voluntad de Dios”, esto es, las condiciones bajo las cuales se perpetúa el poder de los sacerdotes, debe ser conocida. Para tal fin, se requiere una “revelación”. Quiere decir, que se requiere un fraude literario en gran escala; se descubre una “sagrada escritura” y se la publica con gran pompa hierática, con días de penitencia y lamentaciones por el largo “pecado”. Pretendíase que la “voluntad de Dios” actuaba desde hacía mucho tiempo; que toda la calamidad estribaba en que los hombres se habfan divorciado de la “sagrada escritura”... Ya a Moisés se había revelado la “voluntad de Dios”... ¿Qué había pasado? Con rigor y con una pedantería que ni se detenía ante los impuestos, grandes y pequeños, a pagar (sin olvidar, por supuesto, lo más sabroso de la carne, puesto que el sacerdote es un carnívoro), el sacerdote había formulado de una vez por todas lo que complacía a “la voluntad de Dios”... A partir de entonces, todas las cosas están dispuestas en forma que el sacerdote es imprescindible en todas partes; con motivo de todos los acontecimientos naturales de la vida; nacimiento, casamiento, enfermedad y muerte, para no hablar de la ofrenda (de la “comida”), se presenta el santo parásito para desnaturalizarlos; en su propia terminología: para “santificarlos”... Pues hay que comprender esto: toda costumbre natural, toda institución natural (el Estado, la administración de justicia, el matrimonio, la asistencia a los enfermos y el socorro a los pobres), todo imperativo dictado por el instinto de la vida, en una palabra, todo cuanto tiene valor en sí, lo convierte el parasitismo del sacerdote en principio en una cosa sin valor a incompatible con cualquier valor; requiere ella una sanción a posteriors; hace falta una potencia valorizadora que niegue la Naturaleza inherente a todo esto y crear así su valor... El sacerdote desvaloriza, desantifica la Naturaleza; a este precio existe. La desobediencia a Dios, vale decir, a los sacerdotes, a la ley, es bautizada entonces con el nombre de “pecado”; los medios por los cuales es dable “reconciliarse con Dios” son desde luego medios que aseguran una sumisión aún más completa al sacerdote: únicamente el sacerdote “redime”... Sicológicamente hablando, en toda sociedad organizada sobre la base de un régimen sacerdotal los “pecados” son imprescindibles: son las palancas propiamente dichas del poder; el sacerdote vive de los pecados, tiene necesidad de que se “peque”... Tesis capital: Dios perdona al que hace penitencia”; al que se somete al sacerdote.

27

En un suelo de tal modo falso donde toda naturalidad, todo valor natural, toda realidad tenía que hacer frente a los más soterrados instintos de la clase dominante, creció el cristianismo, forma de la enemistad mortal a la, realidad que hasta ahora no ha sido superada. El “pueblo santo” que para todas las cosas se había quedado exclusivamente con valores de sacerdotes, palabras de sacerdotes, repudiando con una consecuencia pasmosa cualquier otro poder establecido sobre la tierra como “sacrílego” y el mundo como “pecado”; este pueblo produjo para su instinto una fórmula última, lógica hasta la autonegación: como cristianismo negó aun la forma última de la realidad, la misma realidad judía, al “pueblo santo”, al “pueblo de los elegidos”. El suceso es de primer orden: el pequeño movimiento insurgente, bautizado con el nombre de jesús de Nazaret, es el instinto judío otra vez. O dicho de otro modo: el instinto de sacerdote que ya no soporta al sacerdote como realidad, la invención de una forma de existencia aún más abstracta, de una visión aún más irreal del mundo que la que implica la organización de una iglesia. El cristianismo niega a la Iglesia...
Yo no sé contra qué se dirigió la sublevación cuyo autor ha sido considerado o mal considerado Jesús, sino contra la iglesia judía, tomada la palabra “iglesia” exactamente en el sentido en que la tomamos hoy día. Fue una sublevación contra “los buenos y justos”, contra los “santos de Israel”, la jerarquía de la sociedad, pero no contra la corrupción de la misma, sino contra la casta, el privilegio, el orden y la fórmula; fue un no creer en los “hombres superiores”, un decir no a todos los sacerdotes y teólogos. Mas la jerarquía que así quedó puesta en tela de juicio, bien que tan sólo por un breve instante, era la “construcción lacustre”, sobre la cual el pueblo judío sustituía en plena “agua”, la posibilidad última, arduamente conquistada, de sobrevivir, el residium de su autonomía política; todo ataque dirigido a ella era un ataque al más soterrado instinto popular, a la más denotada voluntad de vida de un pueblo que se ha dado jamás. Ese santo anarquista que incitó al bajo pueblo, a los parias y los “pecadores”, a los tshandala en el seno del pueblo judío, a rebelarse contra el orden imperante-gastando un lenguaje, siempre que uno pudiera fiarse de los Evangelios, que también en nuestros tiempos significaría la deportación a Siberia fue un delincuente político, en la medida en que cabían delincuentes políticos en tal comunidad absurdamente política. A causa de esta actitud fue a parar a la cruz; la prueba de ello es el letrero colocado en lo alto de la cruz. Murió por su propia culpa. Falta todo motivo para creer, como tantas veces se ha afirmado, que murió por culpa ajena.

28

Una cuestión muy distinta es la de si él realmente tuvo conciencia de tal oposición o fue tan sólo sentido como esta oposición. Y sólo aquí toco el problema de la sicología del Redentor. Confieso que pocos libros he leído con tantas dificultades como los Evangelios. Estas dificultades son de otra índole que aquellas en cuya comprobación la curiosidad erudita del espíritu alemán consiguió uno de sus más inolvidables triunfos. Han pasado muchos días en que también yo, como todos los jóvenes eruditos, saboreé con sabia despaciosidad de refinado filólogo la obra del incomparable Strauss. Tenía yo entonces veinte años; ahora soy un hombre demasiado serio para eso. ¿Qué me importan las contradicciones de la “tradición”? ¡Como para llamar “tradición” a las leyendas de los santos! Las historias de santos son la literatura más ambigua que existe; aplicarles, en ausencia de cualesquiera otros documentos, el método científico, se me antoja una empresa de antemano condenada al fracaso, mero pasatiempo erudito...

29

Lo que a mí me importa es el tipo sicológico del Redentor. Este tipo podría aparecer en los Evangelios, pese a los Evangelios, por más mutilados o desfigurados por aditamentos extraños que aquéllos estuviesen, del mismo modo que el de Francisco de Assis aparece en sus leyendas, pese a sus leyendas. No me interesa la verdad de lo que jesús hizo, lo que dijo y cómo murió, sino saber si su tipo es todavía reconocible; si está “transmitido por la tradición”. Las tentativas que conozco encaminadas a extraer de los Evangelios hasta la historia de un “alma” se me antojan pruebas de una abominable ligereza sicológica. El señor Renan, ese payaso in psichologicis, ha aportado a su explicación del tipo de Jesús los dos conceptos más inadecuados que se conciben en este caso: el del genio y el del héroe (“héros”). ¡Pero si el concepto “héroe” es lo más antievangélico que pueda darse! Precisamente la antítesis de toda lucha, de toda idiosincrasia militante se ha hecho aquí instinto; la incapacidad para la resistencia (“no te resistas al mal” es la palabra más profunda de los Evangelios, en cierto sentido su clave), la dicha inefable en la paz, la mansedumbre, el no ser capaz de experimentar sentimientos hostiles, se torna aquí en moral. ¿Qué significa “buena nueva”? Que está encontrada la verdadera vida, la vida eterna; que está ahí, dentro del hombre: como vida en el amor, en el amor sin reservas, sin condiciones, sin distanciamiento. Cada cual es hijo de Dios-Jesús no reivindica en absoluto para sí esta condición-; como hijos de Dios, todos son iguales... ¡Como para hacer de Jesús un héroe! ¡Y qué grave malentendido es sobre todo la palabra “genio”! Todo nuestro concepto del “espíritu” carece de sentido en el mundo dentro del que se desenvuelve Jesús. El rigor del fisiólogo sugeriría aquí más bien una palabra muy diferente... Conocemos un estado de irritabilidad morbosa del tacto, que en tales condiciones retrocede ante la idea de asir un objeto sólido. Tradúzcase tal hábito fisiológico en su lógica última, como odio instintivo a cualquier realidad; como evasión a lo “inasible”, a lo “inconcebible”; como aversión a cualquier fórmula, a cualquier noción de tiempo y espacio, a todo cuanto es fijo, costumbre, institución, iglesia; como desenvolvimiento en un mundo ajeno a toda realidad, exclusivamente “interior”, un mundo “verdadero”, un mundo “eterno”... “El reino de Dios está dentro de vosotros”...

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El odio instintivo a la realidad: consecuencia de una extraña irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que ya no quiere ser “tocada” porque todo contacto provoca en ella una reacción excesiva.
El repudio instintivo de toda antipatía, de toda hostilidad, de todos los límites y distancias del sentir: consecuencia de una extrema irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que siente ya toda resistencia, toda obligación de resistir como, un desplacer insoportable (esto es, como perjudicial, como contrario al instinto de conservación y concibe la dicha inefable (el placer) únicamente como un no resistir más, un no resistir a nadie, ni al mal ni al maligno. El amor como única, última, posibilidad de vivir...).
Éstas son las dos realidades fisiológicas en las cuales, de las cuales, ha surgido la doctrina de la redención. La llamo una evolución sublime del hedonismo sobre una base completamente morbosa. íntimamente afín con ella, bien que con un nutrido aditamento de vitalidad y energía nerviosa helenas, es el epicureísmo, la doctrina pagana de la redención. Epicuro, un tipo décadent; desenmascarado como tal por mí. El miedo al dolor, incluso al mínimo dolor, por fuerza desemboca en una religión del amor...

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He anticipado mi respuesta a este problema, basada en el hecho de que la figura del Redentor ha llegado hasta nosotros muy desfigurada. Esta desfiguración es en sí muy plausible; por varias razones tal figura no pudo conservarse pura, íntegra y libre de deformaciones. Tanto el medio ambiente en que se desenvolvió esta figura extraña corno, sobre todo, la histeria, las vicisitudes de la primitiva comunidad cristiana, dejaron en ella por fuerza sus huellas; ella enriqueció la figura, retroactivamente, con rasgos que sólo son comprensibles a la luz de la guerra y los fines de propaganda. Ese mundo singular y enfermo en que nos introducen los Evangelios, un mundo como salido de una novela rusa, donde parecen darse cita la escoria de la sociedad, enfermedades nerviosas a idiotismo “infantil”, forzosamente vulgarizó la figura; en particular los primeros discípulos tradujeron un Ser que flotaba en un todo en símbolos a intangibilidades en su propia idiosincrasia, torpe para comprender algo de ella; para los mismos existió la figura posteriormente a su adaptación a formas más conocidas. El profeta, el Mesías, el juez futuro, el moralista, el taumaturgo, Juan Bautista; otras tantas ocasiones para entender mal la figura... No subestimemos, por último, el proprium de toda gran veneración, sobre todo de la sectaria: borra ella en el ser venerado los rasgos-y características originales, con frecuencia penosamente extraños; no los advierte siquiera. Es una lástima que en contacto con el más interesante de todos los décadents no haya vivido un Dostoyevski, quiero decir, alguien que supiera percibir precisamente el encanto conmovedor que fluía de tal mezcla de sublimidad, enfermedad a infantilidad. Un último punto de vista: la figura, como figura de la décadence, bien puede haberse caracterizado en efecto por una singular multiplicidad y contradicción; no cabe descartar rotundamente esta posibilidad. Sin embargo, todo induce a desechar tal conjetura; precisamente la tradición debiera ser en este caso singularmente fiel y objetiva, cuando tenemos razones para suponer justamente lo contrario. Por lo pronto, hay una contradicción entre el predicador simple, dulce y manso cuya figura sugiere a un Buda en un mundo nada indio y ese fanático de la agresión, el enemigo mortal de los teólogos y los sacerdotes que la malicia de Renan ha exaltado como “le grand maitre en ironie”. Personalmente, no dudo de que la agitación de la propaganda cristiana ha incorporado a la figura del maestro la crecida dosis de hiel (y aun de esprit); es harto sabida la falta de escrúpulo con que todos los espíritus sectarios hacen en su maestro su propia apolagía. Cuando la comunidad primitiva tuvo necesidad de un teólogo riguroso, enconado, iracundo y maliciosamente sutil para hacer frente a otros teólogos, se creó su “dios” de acuerdo con sus necesidades, del mismo modo que le atribuyó sin vacilar conceptos nada evangélicos de los que ya no podía prescindir: “resurrección”, “juicio final” y toda clase de esperanzas y promesas temporales.

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Me opongo, repito, a que se incorpore a la figura del Redentor el fanático; la palabra impérieux usada por Renan basta por sí sola para anular esta figura. La “buena nueva” consiste precisamente en que ya no hay antagonismos y contrastes; que el reino de los cielos es de los niños. La fe que aquí se manifiesta no es una fe conquistada en lucha, sino que está ahí, desde un principio; es, como si dijéramos, una infantifidad replegada sobre la esfera de lo espiritual. Los fisiólogos, por lo menos, están familiarizados con el caso de la pubertad retardada y no desarrollada en el organismo, como consecuencia de la degeneración. Tal fe no odia, no censura, no se resiste; no trae “la espada”; le es totalmente ajena la idea de que pueda llegar a separar. No se prueba a sí misma, ni por milagros ni por premio y promesa, ni menos “por la sagrada escritura”; ella misma es en todo momento su propio milagro, su propio premio, su propia prueba, su propio “reino de Dios”. Esta fe tampoco se formula; vive, se opone a las fórmulas. Por cierto que las contingencias del medio, de la lengua y de los antecedentes intelectuales condicionan determinado círculo de conceptos; el primitivo cristianismo maneja exclusivamente conceptos judeo-semíticos (por ejemplo, el comer y beber en el caso de la comunión; ese concepto del que la Iglesia, como de todo lo judío, ha hecho un grave abuso). Pero cuidado con ver en ellos más que un lenguaje simbólico, una semiótica, una ocasión para expresarse a través de alegorías. Precisamente el que ninguna palabra suya sea tomada al pie de la letra es la condición previa para que ese antirrealista pueda hablar. Entre los indios se hubiera servido de los conceptos del Sankhyam; entre los chinos, de los de Laotse, sin notar la diferencia. Con cierta tolerancia en la expresión se pudiera llamar a jesús un “espíritu libre”. No le importan las fiestas: la palabra mata, todo lo fijo mata. En él, el concepto, la experiencia, la “vida”, como él los conoce, son contrarios a todas las palabras, fórmulas, leyes, credos y dogmas. Él sólo habla de lo más íntimo; emplea los términos “vida”, “verdad” o “luz” para expresar lo más íntimo; todo lo demás, toda la realidad, toda la Naturaleza, hasta el lenguaje, tiene para él tan sólo un valor de signo, de alegoría. Hay que cuidarse de no caer en error en este punto, por grande que sea la seducción inherente al prejuicio cristiano, es decir, eclesiástico: tal simbolismo por excelencia está al margen de todos los conceptos de culto, de toda su historia, de toda ciencia natural, de toda empiria, de todos los conocimientos, de toda política, de toda sicología, de todos los libros, de todo arte. El “saber” de jesús es precisamente la locura pura ajena a que hay efectivamente cosas así. No conoce la cultura ni por referencia, no tiene por qué luchar contra ella, no is niega... Lo mismo se aplica al Estado, a todo el orden civil y social, al trabajo, a la guerra: jamás tuvo motivo alguno para negar “el mundo”; nunca tuvo la menor idea del concepto eclesiástico “mundo”... La negación es precisamente lo de todo punto imposible para él. Falta asimismo la dialéctica; falta la noción de que una fe, una “verdad”, pueda ser demostrada con argumentos (las pruebas de él son “luces” interiores, íntimos sentimientos de placer y autoafirmaciones; exclusivamente “pruebas de la fuerza”). Doctrina semejante tampoco puede contradecir, no concibe que haya, pueda haber, doctrinas diferentes; no sabe imaginar un juicio contrario al suyo propio... Donde lo encuentre, se lamentará por íntima simpatía de “ceguera”, pues ella percibe la “luz” pero no formulará objeción alguna...

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En toda la sicología del Evangelio está ausente la idea de la culpa y del castigo, como también la del premio. Está abolido el “pecado” cualquier relación de distancia jerárquica entre Dios y el hombre; tal es precisamente la “buena nueva”... No se promete ni se condiciona la bienaventuranza; es ésta la única realidad. Todo lo demás es signo que sirve para hablar de ella...
La consecuencia de tal estado se proyecta en una práctica nueva, en la práctica propiamente evangélica. Lo que distingue al cristiano no es una “fe”; el cristiano obra y se diferencia por el hecho de que obra de un modo diferente. Por el hecho de que no se resiste ni de palabra ni en el corazón al que le hace mal. Por el hecho de que no hace distingos entre forasteros y raturales, entre judíos y no judíos (“el prójimo” es propiamente el correligionario, el judío). Por el hecho de que no guarda rencor a nadie, no desprecia a nadie. Por el hecho de que no recurre a los tribunales ni se pone a disposición de ellos (“no juréis”). Por el hecho de que bajo ninguna circunstancia, ni aun en caso de infidelidad probada de la cónyuge, se separa de su mujer. Todo se reduce, en el fondo, a un solo principio; todo es consecuencia de un solo instinto.
La vida del Redentor no fue sino esta práctica; su muerte tampoco fue otra cosa... Ya no tenía necesidad de fórmulas, de ritos para la relación con Dios, ni siquiera de oración. Había desechado toda la doctrina judía de expiación y reconciliación; sabía cuál era la única práctica de la vida con la que uno se siente “divino”, “bienaventurado”, “evangélico”, en todo momento “hijo de Dios”. Ni la “expiación”, ni el “ruego por perdón” son caminos de Dios -enseña-; únicamente la práctica evangélica conduce a Dios, ella es “Dios”. El Evangelio significaba el repudio del judaísmo de los conceptos “pecado”, “absolución”, “fe” y “redención por la fe”; toda la doctrina eclesiástica judía quedaba negada en la “buena nueva”.
El profundo instinto de cómo hay que vivir para sentirse “en la gloria”, para sentirse “eterno”, en tanto que con cualquier conducta diferente uno se siente en absoluto “en la gloria”. Únicamente este instinto es la realidad sicológica de la “redención”. Una conducta nueva, no una fe nueva...

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Si yo entiendo algo de ese gran simbolista, es que tomó exclusivamente realidades interiores como realidades, como “verdades”; que entendió todo lo demás, todo lo natural, temporal, espacial a histórico, sólo como signo, como oportunidad para expresar por vía de la alegoría. El concepto “hijo del hombre” no es ninguna persona concreta que pertenece a la historia, ningún hecho individual y único, sino una facticidad “eterna”, un símbolo sicológico, emancipado de la noción del tiempo. Lo mismo reza, y en el sentido más elevado, para el Dios de este típico simbolista; para el “reino de Dios”, el “reino de los cielos”. Nada hay tan anticristiano como los burdos conceptos eclesiásticos de un Dios como persona, de un “reino de Dios” que vendrá, de un “reino de los cielos” más allá, de un “hijo de Dios”, segunda persona de la Trinidad. Todo esto es absolutamente incompatible con el Evangelio, un cinismo histórico mundial en la burla del símbolo... Aunque es evidente lo que sugiere el signo “padre” a “hijo”, no resulta igual para todo el mundo: con la palabra “hijo” está expresado el ingreso en el sentimiento total de transfiguración de todas las cosas (la bienaventuranza), y con la palabra “padre”, este sentimiento mismo, el sentimiento de eternidad, de consumación. Me da vergüenza recordar lo que la Iglesia ha hecho de este simbolismo. ¿No ha situado en el umbral del “credo” cristiano una historia de anfitrión? ¿Y un dogma de la “concepción inmaculada”, por añadidura?... Con esto ha mancillado la cancepción.
El “reino de los cielos” es un estado del corazón, no algo que viene del “más allá” o de una “vida de ultratumba”. Todo el concepto de la muerte natural falta en el Evangelio; la muerte no es un puente, un tránsito; falta porque forma parte de un mundo totalmente diferente, tan sólo aparencial, útil tan sólo para proporcionar signos. La “hora postrera” no es un concepto cristiano; la “hora”, el tiempo, la vida física y sus crisis, ni existen para el portador de 6a “buena nueva”... El “reino de Dios” no es algo que se espera; no tiene un ayer ni un pasado mañana, no vendrá en “mil años”; es una experiencia íntima; está en todas partes y no está en parte alguna...

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Este portador de una “buena nueva” murió como había vivido y predicado: no para “redimir a los hombres”, sino para enseñar cómo hay que vivir. La práctica es el legado que dejó a la humanidad: su conducta ante los jueces, ante los soldados, ante los acusadores y toda clase de difamación y escarnio; su conducta es la cruz. No se resiste, no defiende su derecho, no da ningún paso susceptible de conjurar el trance extremo, aún más, lo provoca... Y ruega, sufre y ama a la par de los que le hacen mal, en los que le hacen mal... No, resistir, no, odiar, no responsabilizar... No resistir tampoco al malo, sino amarlo...

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Sólo nosotros, los espíritus emancipados, estamos en condiciones de entender algo que ha sido mal entendido por espacio de diecinueve centurias: esa probidad hecha instinto y pasión que combate la “mentira santa” aun más que cualquier otra mentira... Se ha estado infinitamente lejos de nuestra neutralidad cordial y cautelosa, de esa disciplina del espíritu sin la cual no es posible adivinar cosas tan extrañas y delicadas; en todos los tiempos se ha buscado en ellas, movidos por un egoísmo insolente, tan sólo la propia ventaja; se ha levantado sobre lo contrario del Evangelio el edificio de la iglesia...
Quien buscase indicios de que tras el magno juego cósmico opera una divinidad irónica encontraría un asidero por demás sólido en el interrogante tremendo que se llama cristianismo. El que la humanidad se postre ante lo contrario dé lo que fue el origen, sentido y derecho del Evangelio; el que en el concepto “iglesia” haya santificado precisamente lo que el portador de la “buena nueva” sentía como debajo de sí, como detrás de sí. En vano puede encontrarse una expresión más grande de ironía histórica mundial.

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Nuestra época se enorgullece de su sentido histórico; ¿cómo puede creer el absurdo de que en el principio del cristianismo está la burda fábula del taumaturgo y redentor, y que todo lo espiritual y simbólico es sólo una evolución posterior? Por el contrario, la historia del cristianismo, a partir de la muerte en la cruz, es la historia de un malentendido cada vez más burdo sobre un simbolismo original. Conforme el cristianismo se propagaba entre masas más vastas y más rudas, carentes para comprender las condiciones en que se había originado, era necesario vulgarizarlo y barbarizarla. Ha absorbido doctrinas y ritos de todos los cultos clandestinos del Imperio Romano, el absurdo de toda clase de razón enferma. La fatalidad del cristianismo reside en el hecho de que su credo tenía que volverse tan enfermo, bajo y vulgar como las necesidades que estaba llamado a satisfacer. La Iglesia es la barbarie enferma hecha potencia; la Iglesia, esta forma de la enemistad mortal a toda probidad, a toda altura del alma, a toda disciplina dej espíritu, a toda humanidad generosa y cordial. Los valores cristianos y los valores aristocráticos: ¡sólo nosotros, los espínitus emancipados, hemos restablecido esta oposición de valores más grandes que existe!

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A estas alturas, no puedo evitar un suspiro. Días hay en que me domina un sentimiento más negro que la más negra melancolía: el desprecio hacia los hombres. Y para no dejar lugar a dudas acerca de qué es lo que desprecio, quién es el que desprecio, aclaro: es el hombre de ahora, el hombre del que de un modo fatal resulto contemporáneo. El hombre de ahora; me asfixia su aliento impuro... Hacia lo pasado, como toda criatura consciente, practico una gran tolerancia, esto es, un generoso dominio de mí mismo; recorro con una cautela sombría el manicomio de milenios enteros, ya se llame “cristianismo”, “credo cristiano” o “iglesia cristiana”, cuidándome muy mucho de hacer responsable a la humanidad por sus locuras. Pero mi sentimiento experimenta un vuelo y estalla en cuanto me asomo a los tiempos modernos, a nuestros tiempos. Nuestra época está esclarecida... Lo que antes era tan sólo una enfermedad, es ahora una indecencia; ahora es indecente ser cristiano. Y éste es el punto de partida de mi asco. Miro en torno: no ha quedado una sola palabra de lo que en un tiempo se llamara “verdad”; ya no soportamos ni que un sacerdote pronuncie la palabra “verdad”. Por muy modesta que sea la probidad exigida, hoy día no se puede menos que saber que con cada frase que pronuncia un teólogo, un sacerdote, un papa, no yerra, miente; que ya no es posible mentir “con todo candor”, “por ignorancia”. También el sacerdote sabe como todo el mundo que ya no hay ningún “Dios”, ningún “pecador” ni ningún “Redentor”; que el “fibre albedrío” y el “orden moral” son mentiras; la seriedad, la profunda autosuperación del espíritu ya no permite a nadie ignorar todo esto. Todos los conceptos de la Iglesia están desenmascarados como lo que son: como la más maligna sofisticación que existe, con miras a desvalorizar la Naturaleza, los valores naturales; el sacerdote mismo está desenmascarado como lo que es: como el tipo más peligroso de parásito, la araña venenosa propiamente dicha de la vida... Sabemos, nuestra conciencia sabe hoy, qué valen, para qué han servido, en definitiva, esas invenciones inquietantes y siniestras de los sacerdotes y de la Iglesia con las que ha sido alcanzado ese estado de autoviolación de la humanidad que ha hecho de ella un espectáculo repugnante. Los conceptos “más allá”, “juicio final”, “inmortalidad del alma”, “alma”; se trata de instrumentos de tortura, de sistemas de crueldades mediante los cuales el sacerte llegó al poder y se ha mantenido en él... Todo el mundo sabe esto; y sin embargo, todo sigue igual que antes. ¿Dónde ha ido a parar el último resto de decencia, de respeto propio, ya que hasta nuestros estadistas, por lo demás hombres nada escrupulosos y anticristos de la acción cien por cien, se llaman todavía cristianos y comulgan?... ¡Un príncipe al frente de sus regimientos, magnífica expresión de la autoafírmación y soberbia de su pueblo, pero haciendo sin pizca de vergüenza profesión de fe cristiana! ... ¿A quién niega el cristianismo? ¿Qué es lo que llama “mundo”? El ser soldado, juez, patriota; el resistir; el ser un hombre de pundonor; el buscar su propia ventaja; el ser orgulloso... Cada práctica de cada instante,, cada instinto, cada valoración traducida en acción, es hoy día de carácter anticristiano; ¡qué engendro de falsía ha de ser el hombre moderno, ya que a pesar de todo no le da vergüenza llamarse todavía un cristiano!

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Voy a costar ahora la verdadera historia del cristianismo. La misma palabra “cristianismo” es un malentendido; en el fondo, no hubo más que un solo cristiano que murió crucificado. El Evangelio murió crucificado. Lo que a partir de entonces se llamaba Evangelio era ya lo contrario de aquella vida: una “mala nueva”, un disangelia. Es absurdamente falso considerar como rasgo distintivo del cristiano una “fe”, acaso la fe en la redención de Cristo; sólo es cristiana la práctica cristiana, una vida como la que vivió el que murió crucificado... Tal vida es todavía hoy factible, y para determinadas personas hasta necesaria: el cristianismo verdadero, genuino, será factible en todos los tiempos... No una fe, sino un hacer, sobre todo un no hacer muchas cosas, un ser diferente... Los estados de conciencia, cualquier fe, por ejemplo, el creer cierta tal o cual cosa, todos los sicólogos lo saben, son totalmente indiferentes y de quinto orden frente al valor de los instintos; más estrictamente: todo el concepto de la causalidad mental es falso. Reducir el ser cristiano, la esencia cristiana, a un creer cierta tal o cual cosa, a un mero fenomenalismo de la conciencia, significa negar la esencia cristiana. No ha habido cristianos, en efecto. El “cristiano”, lo que desde hace dos milenios se viene llamando cristiano, no es sino un malentendido sicológico sobre sí mismo. Bien mirado, dominaban en él, pese a toda “fe”, exclusivamente los instintos- ¡y qué instintos!-. En todos los tiempos, por ejemplo en el caso de Lutero, la fe no ha sido más que un manto un, pretexto, una cortina detrás de la cual los instintcos hacían de las suyas; una prudente ceguera para el imperio de determinados instintos... Ya en otro lugar he llamado fe a la cordura cristiana propiamente dicha; siempre se ha hablado de la “fe”, siempre se ha obrado guiado por el instinto... En el mundo de las nociones cristianas no sé de nada que siquiera roce la realidad; en cambio hemos descubierto en el odio instintivo a toda realidad el impulso motor, el único impulsor motor del cristianismo. ¿Qué se inhere de esto? Que también in psychalogicis el error es aquí radical, esto es, esencial, esto es, sustancia. ¡Basta sustituir un solo concepto por una realidad para que todo el cristianismo quede en la nada! Visto desde lo alto, es el más singular de todos los hechos: una religión no ya condicionada por errores, sino creadora, y aun genial, únicamente en errores perjudiciales que envenenan la vida y el corazón es un espectáculo digno de dioses; de esas divinidades que son al mismo tiempo filósofos y a las cuales he encontrado por ejemplo en relación con aquellos famosos diálogos en Naxos. En cuanto se desprenda de ellos (¡y de nosotros!) el asco, agradecerán el espectáculo que les ofrece el cristiano; sólo por este caso curioso el minúsculo astro denominado Tierra acaso se haga acreedor a la mirada, al interés, de un dios... Pues no hay que subestimar al cristiano: éste, falso hasta el extremo del candor, se halla muy por encima del mono: con respecto a los cristianos, cierta teoría bien conocida de la descendencia es una mera gentileza...

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La fatalidad del Evangelio se decidió con la muerte; pendió de la “cruz”... Sólo la muerte, esta muerte inesperada a ignominiosa; sólo la cruz, reservada en general a la canaille, sólo esta pavorosa paradoja planteó a los discípulos el interrogante propiamente dicho: “¿quién fue ese hombre?”; “¿qué significó este acontecimiento?” Es harto comprensible el sentimiento de estupor y de profundo agravio, el recelo de que tal muerte significara la refutación de su causa, el terrible interrogante: “¿por qué precisamente así?” Aquí todo debía ser necesario, tener sentido, razón, razón suprema; el amor de discípulo no sabe de contingencias. Sólo entonces se abrió el abismo: “¿quién le dio muerte?; ¿quién fue su enemigo natural?” Brotaron cual relámpagos estas preguntas. Y la respuesta fue: el judaísmo gobernante; su close más alta. Desde ese momento se le suponía frente al orden imperante, se entendía a Jesús a posteriori sublevado contra el orden imperante. Hasta entonces había faltado en la estampa de jesús este rasgo bullicioso del decir no, de hacer no; más aún, había sido la antítesis de jesús. Evidentemente la pequeña comunidad no comprendió lo principal, lo ejemplar de ese modo de morir, la libertad, la superioridad sobre todo resentimiento: ¡indicio de lo poco que en un plano general comprendió de él! Con su muerte jesús evidentemente no se propuso otra cosa que dar en público la prueba más convincente de su doctrina... Pero sus discípulos no estuvieron dispuestos a perdonar esta muerte, como hubiera sido evangélico en el sentido más elevado, y menos a ofrecerse con dulce calma serena para sufrir idéntica muerte... Volvió a privar precisamente el sentimiento más antievangélico, la venganza. No se concebía que la cosa terminara con esta muerte; se necesitaba “represalia”, “castigo” (y sin embargo, ¡qué hay tan antievangélico como la “represalia”, el “castigo”, el “juicio”!). Una vez más pasó a primer plano la esperanza popular en el advenimiento de su Mesías; se consideró un momento histórico: el “reino de Dios” juzgando a sus enemigos... Pero de este modo todo quedaba tergiversado: ¡el “reino de Dios” como acto final, como promesa! El Evangelio había sido precisamente la existencia, consumación, realidad de este “reino”. Justamente tal muerte era este “reino de Dios”. Sólo entonces se incorporó a la figura del maestro todo el desprecio y encono hacia los fariseos y los teólogos; ¡en esta forma se hizo de él un fariseo y teólogo! Por otra parte, la veneración exacerbada de esas almas desquiciadas ya no soportaba esa igualdad evangélica de todos como hijos de Dios que había enseñado Jesús; su venganza consistía en elevar de una manera extravagante a Jesús, del mismo modo que en un tiempo los judíos, ansiosos de vengarse de sus enemigos, habfan desprendido de ellos y elevado a su dios. El solo Dios y el solo hijo de Dios son por igual un producto del resentimiento...

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A partir de entonces, quedaba planteado un problema absurdo: “¡cómo pudo Dios permitir esto!” A este interrogante hallaba la razón perturbada de la pequeña comunidad una respuesta terriblemente absurda: Dios inmoló a su hijo para perdón de los pecados, como víctima propiciatoria. ¡Cómo acabó de golpe el Evangelio! ¡La víctima propiciatoria, y aun en su forma más repugnante y bárbara, el sacrificio del inocente por los pecados de los culpables! ¡Qué paganismo tan pavoroso! Jesús había abolido el mismo concepto de “culpa”; había negado toda distancia entre Dios y el hombre; había vivido esta unidad de Dios y el hombre como su “buena nueva”... ¡Y no como prerrogativa! A partir de entonces, se iba incorporando gradualmente al tipo de Redentor la doctrina del juicio y de la resurrección, la doctrina de la muerte como muerte sufrida para reparar la culpa de los hombres y la doctrina de la resurrección, con la cual estaba escamoteado todo el concepto “bienaventuranza”, toda única realidad del Evangelio, ¡en favor de un estado de ultratumba! ... Pablo dio a esta concepción, a este ultraje de concepción, con ese descaro de sutilizante que lo caracteriza, esta fundamentación: “si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, nuestra fe es vana”. Y de pronto el Evangelio quedó convertido en la más despreciable de todás las promesas imposibles de cumplir: la doctrina insolente de la inmortalidad de la persona... ¡El propio Pablo la enseñó aun como premio!

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Como se ve, la muerte en la cruz puso fin a un nuevo y desde todo punto original conato de movimiento pacifista búdico, de felicidad terrenal efectiva, no solamente prometida. Pues, como ya subrayé, tal es la diferencia principal de estas dos religiones de la décadence: el budismo no promete, sino cumple, en tanto que el cristianismo promete todo, pero no cumple nada. A la “buena nueva” la sustituyó la peor, la de Pablo. En Pablo encarna la antfpoda del portador de la “buena nueva”, el genio en el odio, en la visión del odio. ¡Hay que ver lo que este disangelista sacrificó al odio! Sobre todo, al propio Redentor; lo clavó en su cruz. La vida, el ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho de todo el Evangelio; nada de esto quedó al comprender este falsario por odio lo que le convenía para sus fines: ¡no la realidad; no la verdad histórica! ... Y una vez más el instinto sacerdotal del judío cometió el mismo grave crimen contra la historia (hasta aquí regleta vieja, desde aquí regleta nueva); borró sin más ni más el ayer, el anteayer, del cristianismo y se inventó una historia del primitivo cristianismo. Todavía más, falseó otra vez la historia de Israel, presentándola como antecedente de su propio acto, como si todos los profetas hubiesen hablado de su “Redentor”... Más tarde, la Iglesia hasta falseó la historia de la humanidad en el sentido de una prehistoria del cristianismo... El tipo del Redentor, la doctrina, la práctica, la muerte, el sentido de la muerte, hasta el epílogo de la muerte..., nada permaneció intacto, ni siquiera conservó una semejanza con la realidad. Pablo simplemente situó el centro de gravedad de toda aquella existencia detrás de dicha existencia, en la mentira del Jesús “resucitado”. En el fondo, no le servía la vida del Redentor; precisaba la muerte en la cruz, amén de algo más... Creer en la sinceridad de Pablo, oriundo de la sede principal del esclarecimiento estoico, al tomar una alucinación por la prueba de que el Redentor vivía todavía, o dar siquiera crédito a su afirmación de que tuvo esta alucinación sería de parte de un sicólogo una verdadera niaiserie[L2] . Pablo buscaba su fin y, por ende, también los medios conducentes al logro del mismo... Lo que él no creía, lo creían los idiotas entre los cuales propagaba su doctrina. Su necesidad era el poder; con Pablo, el sacerdote trató una vez más de erigirse en amo; sólo le convenían conceptos, doctrinas y símbolos que sirvieran para tiranizar masas y organizar una grey. ¿Qué fue lo único que más tarde Mahoma tomó prestado del cristianismo? La invención de Pablo, su medio para establecer una tiranía de los sacerdotes y organizar una grey: la fe en la inmortalidad, vale decir, la doctrina del “juicio”

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Si se sitúa el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el “más allá”-en la nada-, se despoja la vida de gravedad. La gran mentira de la inmortalidad de la persona destruye toda razón, toda naturalidad, en el instinto; todo lo que hay de benéfico, de vital, de grávido, de porvenir en los instintos despierta entonces la suspicacia. Vivir en forma que ya no tenga sentido vivir: he aquí lo que llega a ser entonces el sentido de la vida... ¿Pare qué inspirarse en un espíritu de solidaridad, sentir gratitud hacia los antepasados? ¿Pare qué cooperar, confiar, promover cualquier bien común?... Se trata de otras tantas “tentaciones”, de otras tantas desviaciones del “justo camino”. “Una sola cosa hace falta”... Que cada cual, como “alma inmortal”, sea igual a cada cual; que dentro de la totalidad de los seres la “salvación” de cada cual pretenda a título legítimo atribuirse una importancia eterna; que pequeños mojigatos y medio locos tengan derecho a imaginarse que por ellos dejan constantemente de regir las leyes de la Naturaleza; no hay desprecio suficiente para estigmatizar tal exacerbación de toda clase de egoísmos hasta el infinito, hasta la insolencia. Y, sin embargo, a tan deplorable halago a la vanidad de la persona debe el cristianismo su triunfo,- de este modo ha atraído precisamente a todos los malogrados, díscolos y desheredados, toda la hez y escoria de la humanidad. La “salvación del alma” quiere decir: “el mundo gira alrededor de mí”... El veneno de la igualdad de derechos por nadie ha sido esparcido tan sistemáticamente como por el cristianismo. Desde los más recónditos rincones de los malos instintos el cristianismo ha librado una guerre sin cuartel a todo sentimiento de veneración y distancia jerárquica entre los hombres, esto es, a la premisa de toda elevación y expansión de la cultura; del resentimiento de las mesas se ha forjado su arma principal blandida contra nosotros, contra todo lo aristocrático, gallardo y generoso sobre la tierra, contra nuestra felicidad sobre la tierra... La “inmortalidad”, acordada a fulano y zutano, ha sido hasta ahora el atentado más grave contra la humanidad aristocrática. ¡Y no subestimamos la fatalidad que partiendo del cristianismo ha penetrado hasta en la política! Ya nadie trata de reivindicar prerrogativas y derechos de señoría, experimentar un sentimiento de veneración ante sí mismo y ante los que le son afines, proclamar un pathos de la distancia jerárquica... ¡Nuestra política se resiente de esta falta de coraje! El aristocratismo de la idiosincrasia ha sido socavado del modo más subrepticio por la mentira de la igualdad de las almas, y si la creencia en la “prerrogativa de los más” hacé, y hará, revoluciones, ¡no se dude de que es el cristianismo, el imperio de los juicios de valores cristianos, lo que toda revolución traduce en sangre y crimen! El cristianismo es una sublevación de todo lo vil y rastrero contra lo que tiene “altura”; el evangelio de los “humildes” rebaja...

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Los Evangelios son inestimables, como testimonio de la corrupción, ya irremediable, prevaleciente en el seno de la comunidad primitive. Lo que más tarde Pablo remató con el cinismo sutilizante propio del rabino, era el proceso de decadencia iniciado con la muerte del Redentor. Todo cuidado que se ponga en la lecture de los Evangelios es poco; cede palabra entraña muchas dificultades. Admito, no se me tomará a mal que lo diga, que por esta misma razón son para el sicólogo una fuente de placer de primer orden: como antítesis de toda corrupción ingenua, como el refinamiento por excelencia, como arte y maestría en la corrupción sicológica, los Evangelios ocupan un lugar aparte. Toda la Biblia constituye algo único que no admite comparación. Se está entre judíos: primer punto de vista a considerar para no perder por completo el hilo. Este fingimiento hecho genio en el sentido de la “santificación”, no igualado ni remotamente en parte alguna entre los libros y los hombres, esta sofisticación de las palabras y los ademanes como arte, no obedece al azar de algún talento individual, de algún modo de ser excepcional. Requiere esto: raza. En el cristianismo, como arte de mentir santamente, todo el judaísmo, una rigurosísima práctica y técnica judía multisecular, alcanza su plena maestría. El cristiano, esta última ratio de la mentira, es el judío dos veces y aun tres... La voluntad fundamental de usar exclusivamente conceptos, símbolos y actitudes probados por la práctica del sacerdote, el rechazo instintivo de cualquier otra práctica, de cualquier otra perspectiva de calor y utilidad, no supone mera tradición, sino herencia; sólo como herencia obra cual segunda naturaleza. La humanidad toda, sin exceptuar los mejores espíritus de los mejores tiempos (excepción hecha de uno, que tal vez no sea más que un monstruo), ha sido víctima del engaño, Se ha leído el Evangelio como si fuese el Libro de la Inocencia..., hecho éste que prueba de un modo concluyente la maestría con que se ha fingido. Claro que si pudiésemos ver, siquiera de paso, a todos esos curiosos mojigatos y santos habilidosos se acabaría la farsa, y precisamente porque yo no leo palabras sin ver ademanes, acabo con ellos... Yo no soporto en ellos cierta manera de alzar los ojos.
Por fortuna, los libros son para los más mera literatura. No hay que dejarse confundir: dicen “¡no juzguéis!”; sin embargo, mandan al infierno a cuanto los estorba. Haciendo juzgar a Dios, juzgan ellos mismos; glorificando a Dios, se glorifican a sí mismos; postulando las virtudes que ellos son capaces de practicar, aún más, que ellos necesitan para mantenerse en su posición dominante, dan la magna apariencia de que luchan por la virtud, bregan por el imperio de la virtud. “Vivimos, morimos, nos sacrificamos por el bien” (por “la verdad” “la luz” el “reino de Dios”); en realidad hacen lo que no pueden menos que hacer. Pretenden presentar como un deber su propio modo de ser que los condena a una vida rástrera, a estar sentados en el rincón, a vivir cual sombras a la sombra; en virtud de la noción del deber su vida aparece como humildad, y como humildad es una prueba más de la piedad... ¡Oh, qué mendacidad tan humilde, casta y misericordiosa! “La virtual misma ha de dar fe de nosotros.” Hay que leer los Evangelios como libros de seducción por la moral; esa pequeña gente monopoliza la moral: ¡bien sabe ella lo que hay con la morall ¡Es la moral el medio más eficaz para engañar a la humanidad!
La verdad es que aquí la más consciente soberbia de quienes se creen elegidos finge modestia; se ha situado a sí misma, a la “comunidad”, a los “buenos y justos” de una vez por todas en un lado: el de “la verdad”, y el resto, “el mundo”, en el otro... Tal ha sido la forma más fatal de megalomanía que se ha dado jamás sobre la tierra: pequeñas gentes mojigatas y mentirosas se pusieron a usurpar los conceptos “Dios”, “verdad”, “luz”, “espíritu”, “amor” “sabiduría” y vida”, casi como sinónimos de sí mismas, para distanciarse así del “mundo”; pequeños judíos superlativos, maduros para alojarse en toda clase de manicomios, invirtieron los valores con arreglo a su propia persona como si sólo el cristiano fuese el sentido, la sal, la medida y también el juicio final de todo el resto... Toda esa fatalidad sólo fue posible por la circunstancia de que ya existía en el mundo un tipo afín, racialmente afín, de megalomania: el judío; una vez abierto el abismo entre los judíos y los cristianos de origen judío, éstos no tenían más remedio que emplear los mismos procedimientos de conservación que aconsejaba el instinto judío contra los judíos mismos, en tanto que éstos los habían empleado únicamente contra todo el mundo no judío. El cristiano no es más que un judío de confesión “libre”.

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Ofrezco a continuación algunas pruebas de lo que esa pequeña gente se ha metido en la cabeza; de lo que ha puesto en boca de su maestro: sin excepción confesiones de “almas sublimes”.
“Y dondequiera que os desecharen, no queriendo escucharos, retiraos de allí, sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos. En verdad os digo que Sodoma y Gomorra serán tratadas con menor rigor en el día del juicio, que la tal ciudad” (San Marcos, 6, 11). ¡Qué evangélico!...
“Al que escandalizare a alguno de estos pequeños que creen en mí, mucho mejor le fuera que le ataran al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le echaran al mar” (San Marcos, 9, 41). ¡Qué evangélico!...
“Si tu ojo te sirve de tropiezo, arráncalo: más lo vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos y ser arrojado al fuego del infierno; donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga” (San Marcos, 9, 46-47). Estas palabras no se refieren precisamente al ojo...
“En verdad os digo, que algunos de los que aquí están no han de morir antes de ver el advenimiento de Dios y su potestad” (San Marcos, 8, 39). ¡Qué bien mentido!...
“Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, y cargue con su cruz, y sígame. Pues...” (comentario de un sicólogo. La moral cristiana es refutada por sus “pues”: sus “razones” refutan; cuadra todo esto con la esencia cristiana) (San Marcos, 8, 34).
“No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el mismo juicio con que juzgareis, habéis de ser juzgados, y con la misma medida con que midiereis, seréis medidos vosotros” (San Mateo, 7, 1-2). ¡Vaya un concepto de la justicia, del juez “justo”! ...
“Que si no amáis sino a los que os aman, ¿qué premio habéis de tener? No lo hacen así también los publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis además? ¿Por ventura no hacen también esto los paganos?” (San Mateo, 5, 46-47). Principio del “amor cristiano”: pretende, en definitiva, una buena remuneración...
“Pero si vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados” (San Mateo, 6, 15). ¡No arroja esto una luz muy favorable que digamos sobre el susodicho “Padre”! ...
“Así que buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán por añadidura” (San Mateo, 6, 33). Todas estas cosas: quiero decir, alimento, ropa, todo cuanto se necesita para vivir. Un error, para decir poco... Algunas líneas más arriba, Dios aparece como sastre; en determinados casos, por lo menos...
“Alegraos en aquel día y saltad de gozo, pues os está reservada en el cielo una gran recompensa; tal era el trato que daban sus padres a los profetas” (San Lucas, 6, 23). ¡Qué gente tan insolente! ¡Hasta le da por compararse con los Profetas! ...
“¿No sabéis vosotros que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Pues si alguno profanare el templo de Dios, Dios le perderá a él. Porque el templo de Dios, que sois vosotros, santo es” (Epístola I a los Corintios, 3, 16-17). Tales conceptos merecen el más profundo desprecio...
“¿No sabéis que los santos han de juzgar este mundo? Pues si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿no seréis dignos de juzgar estas menudencias?” (Epístola I a los Corintios, 6, 2). Desgraciadamente, éstas no son meras palabras de un demente... Este terrible embustero prosigue literalmente: “¿No sabéis que hemos de ser jueces hasta de los ángeles? ¿Cuánto más de las cosas mundanas?”...
“¿No es verdad que Dios ha considerado como fatua la sabiduría de este mundo? Porque ya que el mundo a vista de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura de la predicación... Considerar, si no, hermanos, quiénes son los que han sido llamados de entre vosotros, cómo no sois muchos los sabios según la carne, ni muchos los poderosos ni muchos los nobles. Sino que Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los fuertes, y a las cosas viles, y despreciables del mundo, y a aquellas que no valían nada, para destruir las que valen: a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento” (Epístola 1 a los Corintios, I, 20 y siguientes). Para comprender este pasaje, testimonio capital de la sicología de toda moral tshandala, léase la primera disertación de mi Genealogía de la moral, donde se destaca por vez primera el contraste entre la moral aristocrática y la moral tshandala, basada esta última en el resentimiento y el odio impotente. Pablo fue el más grande de todos los apóstoles de la venganza...

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¿Qué se infiere de esto? Que es necesario ponerse guantes cuando se lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta impureza impone casi esta medida. No aceptaríamos la compañía de “primitivos cristianos”, como no buscamos la de judíos polacos; no hace falta siquiera esgrimir argumentos para refutarlos... ¡Unos y otros no huelen bien! En vano he buscado en el Nuevo Testamento un solo rasgo simpático; no hay en él nada que sea liberal, bondadoso, franco, decente. Aquí la humanidad ni ha comenzado; faltan los instintos de la limpieza... No hay en el Nuevo Testamento más que malos instintos; no hay en él ni siquiera la valentía de afirmar estos malos instintos. Todo es cobardía, prurito de cerrar los ojos y engaño de sí mismo. Cualquier libro parece limpio cuando se lo lee después del Nuevo Testamento; por ejemplo, inmediatamente después de Pablo leí con íntimo deleite a Petronio, ese ironista más donoso, más travieso, del que pudiera decirse lo que Domenico Boccaccio escribió al duque de Parma sobre Cesare Borgia: “è tutto festo”; inmortalmente sano, inmortalmente alegre y bien nacido... Pues esos pequeños mojigatos desaciertan en la cosa principal. Atacan, pero todo lo que es atacado por ellos queda así distinguido. Es un honor provocar la ira de los “primitivos cristianos”. No se lee el Nuevo Testamento sin sentirse atraído por lo que maltrata; para no hablar de la “sabiduría de este mundo”, que un alborotador insolente trató en vano de desacreditar “por medio de la locura de la predicación”... Mas incluso los fariseos y los escribas se benefician con tal enemistad; al go valdrían, ya que fueron odiados de una manera tan indecente. Hipocresía, ¡vaya un reproche en boca de “primitivos cristianos”! En último análisis, los fariseos y los escribas eran los privilegiados; con esto basta para que se desate el odio tshandala. El “primitivo cristiano”, me temo que también el último cristiano, que yo viviré tal vez para verlo, empujado por su más soterrado instinto se subleva contra todo lo privilegiado; ¡vive y lucha siempre por la “igualdad de derechos”! ... Bien mirado, no tiene más remedio. Si uno pretende ser personalmente un “elegido de Dios”, o un “templo de Dios”, o un “juez de los ángeles”; cualquier principio selectivo diferente, basado, por ejemplo, en la honradez, en el espíritu, en la virilidad y el orgullo, en la belleza y libertad del corazón, es simplemente “mundo”; el mal en sí... Moraleja; palabra que pronuncia un “primitivo cristiano” es una mentira, y acto que lleva a cabo, una falsía instintiva; todos sus valores, todos sus objetivos, son perjudiciales, mas todo objeto de su odio, ya sea persona o cosa, tiene valor... El cristiano, el sacerdote cristiano señaladamente, es un criterio de los valores. ¿Será necesario agregar que en todo el Nuevo Testamento hay una sola figura que se hace acreedora a nuestra narración? Es Pilato, el lugarteniente romano. Él no se aviene a tomar en serio un pleito de judíos, ¿Qué le importa, judfo más, judío menos?... La burla aristocrática de un romano ante el cual se hace un abuso insolente de la palabra “verdad” ha enriquecido el Nuevo Testamento con las únicas palabras que en él tienen valor, y que implican su crítica, y aun su destrucción: “¡qué es verdad! ...”

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Lo que nos diferencia a nosotros no es el hecho de que ya no encontramos un dios ni en la historia ni en la Naturaleza, ni tampoco tras la Naturaleza, sino que lo que ha sido venerado como Dios se nos antoja, no “divino”, sino lamentable, absurdo y perjudicial; no ya un error, sino un crimen contra la vida... Negamos a Dios como Dios... Y si se nos probase a este dios de los cristianos, aún menos sabríamos creer en él. Expresado en una fórmula: deus qualem Paulus creavit, dei negatio. Una religión como el cristianismo, que en ningún punto toca a la realidad y se viene abajo en cuanto la realidad se impone siquiera en un solo punto, no puede por menos de ser la enemiga mortal de la “sabiduría de este mundo”, vale decir, de la ciencia; aprobará todos los medios por los cuales sea posible emponzoñar, difamar y desprestigiar la disciplina del espíritu, la estrictez austera en las cuestiones de conciencia del espíritu, la reserva y libertad aristocráticas del espíritu. La “fe” como imperativo es el veto a la ciencia, y en la práctica la mentira a cualquier precio... Pablo comprendió que hacía falta la mentira, “la fe”; la Iglesia, a su vez, comprendió más tarde a Pablo. Ese “Dios” inventado por Pablo, un dios que “confunde” la “sabiduría de este mundo” (en sentido estricto, las dos grandes contrincantes de toda superstición: la filología y la medicina), no es en realidad sino la firme resolución de Pablo en este sentido; llamar a su propia voluntad “Dios”, thora, es típicamente judío. Pablo está decidido a “confundir la sabiduría de este mundo”; sus enemigos son los buenos filólogos y médicos formados en Alejandría: a ellos plantea la guerra. En efecto, no se es filólogo y médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Pues como filólogo se mira detrás de los “libros sagrados”, y como médico, detrás de la degeneración fisiológica del tipo cristiano. El médico dictamina: “incurable”, y el filólogo: “mentira”...

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¿Se ha comprendido la famosa historia que encabeza el relato de la Biblia, la del miedo terrible de Dios a la ciencia?... No se la ha comprendido. Este libro sacerdotal por excelencia empieza, como es natural, por la gran dificultad interior del sacerdote; éste no conoce más que un grave peligro, luego “Dios” no conoce más que un grave peligro.
El viejo Dios, todo “espíritu”, todo pontífice, todo perfección, se pasea por su jardín, y se aburre. Ni los dioses pueden evitar el aburrimiento. ¿Qué hace Dios para remediarlo? Inventa al hombre, puesto que el hombre es entretenido... Pero he aquí que también el hombre se aburre. Reacciona Dios con una simpatía sin límites contra la única desventura propia de todos los paraísos y crea otros animales. Primer desacierto de Dios: el hombre no encontró entretenidos a los animales; se erigió en amo de ellos, no quiso ser' ni siquiera “animal”. En consecuencia, Dios creó la mujer. Y entonces se acabó, en efecto, el aburrimiento; ¡pero también se acabaron otras cosas! La mujer fue el segundo desacierto de Dios. “La mujer es por su esencia serpiente, Heva”, como lo saben todos los sacerdotes; “la mujer es la raíz de todos los males en el mundo”; esto también lo saben todos los sacerdotes. “Luego, ella es también la raíz de la ciencia”... Sólo a causa de la mujer el hombre aprendió a comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Qué había pasado? El viejo Dios se sintió preso de un miedo terrible. El hombre resultaba ser su mayor desacierto; con él se había creado a sí mismo un rival: la ciencia hace semejante a Dios; ¡los sacerdotes y los dioses están perdidos si el hombre se vuelve científico! Moraleja: la ciencia es lo prohibido en sí; únicamente ella es prohibida. La ciencia es el pecado primordial, el germen de todo pecado, el pecado original. Sólo esto es la moral. “No conocerás”: todo lo demás se sigue de este mandamiento. Su miedo terrible no impidió a Dios ser listo a inteligente. ¿Cómo se combate la ciencia? Tal fue durante largo tiempo su problema capital. Respuesta: ¡hay que expulsar al hombre del paraíso! La felicidad, el ocio, lleva a pensar, todos los pensamientos son malos pensamientos... El hombre no debe pensar. Y el “sacerdote en sí” inventa el apremio, la muerte, el peligro moral del embarazo, toda clase de miseria, vejez y desventura, sobre todo la enfermedad; ¡en su totalidad medios para combatir a la ciencia! El apremio no permite al hombre pensar... ¡Y, sin embargo!, ¡horror!, la obra del conocimiento se va agigantando, asaltando el cielo, amenazando con la ruina la divinidad. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, desune a los pueblos y hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra ...). La guerra es, ¡entre otras cosas, una grande perturbadora de la ciencia! ¡Increíble! El conocimiento, la emancipación de los hombres del sacerdote, progresa aun a pesar de las guerras. Entonces, el viejo Dios llega a esta conclusion última: “el hombre se ha vuelto científico; ¡no hay más remedio que ahogarlo!”...

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Se me ha comprendido. El comienzo de la Biblia contiene toda la sicología del sacerdote. El sacerdote no conoce más que un grave peligro: la ciencia; el concepto sano de causa y efecto. Mas en su conjunto, la ciencia sólo prospera bajo condiciones propicias; hay que tener tiempo, espíritu, de sobra para “conocer”... “En consecuencia, hay que provocar la desgracia del hombre”, tal ha sido en todos los tiempos la lógica del sacerdote. Ya se adivina lo que sólo a raíz de esta lógica se ha incorporado al mundo: el “pecado”... El concepto de culpa y castigo, todo el “orden moral”, está inventado para combatir la ciencia; para combatir la emancipación de los hombres del sacerdote... El hombre no debe mirar más allá, sino adentro de sí mismo; no debe mirar, inteligente y prudentemente, aprendiendo adentro de las cosas; no debe mirar, en fin, sino sufrir... Y debe sufrir de manera que tenga en todo tiempo necesidad del sacerdote. ¡Fuera los médicos; Lo que hace falta es un Salvador. La noción de culpa y castigo, así como la doctrina de la “gracia”, de la “redención” y del “perdón”, mentiras cien por cien, desprovistas de toda realidad sicológica, están inventadas para destruir el sentido causal del hombre; ¡representan el atentado contra el concepto “causa y efecto”! ¡Y no un atentado llevado a cabo a puñetazo limpio, a punta de cuchillo, con la sinceridad en el odio y el amor!, ¡sino uno dictado por los instintos más bajos, cobardes y pérfidos! ¡Un atentado de sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un vampirismo de pálidos y furtivos chupadores de sangre! ... Si las consecuencias naturales de los actos dejan de ser “naturales”; si se las concibe determinadas por fantasmas conceptuales de la superstición, por “Dios”, “espíritus”, “almas”, como consecuencias exclusivamente “morales”, como premio, castigo, advertencia, recurso educativo, queda destruida la premisa del conocimiento; queda cometido el crimen más grave contra la humanidad. El pecado, esta forma de autoviolación del hombre por excelencia, como queda dicho, está inventado para imposibilitar la ciencia, la cultura, toda elevación y aristocrratismo del hombre. El sacerdote señorea en virtud de la invención del pecado.

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Insisto en este lugar en un análisis sicológico de la “fe”, de los “fieles”; en beneficio, como es natural, precisamente de los “fieles”. Si hoy no faltan quienes no saben que ser un “creyente” es indecente, o bien un síntoma de décadence, de impulso vital quebrado, mañana ya lo sabrán. Mi voz llega también a los oídos duros. Parece, si no he oído mal, que entre los cristianos hay un afán de la verdad que llaman “la prueba de la fuerza”. “La fe salva; luego ella es cierta.” Cabe objetar a esto, por lo pronto, que precisamente eso de que la fe salva no está demostrado, sino tan sólo prometido: la bienaventuranza está supeditada a la “fe”, los fieles han de alcanzar la bienaventuranza en virtud de su fe... Pero ¿cómo puede demostrarse que efectivamente se cumple lo que el sacerdote promete a los fieles respecto al “más allá”, sustraído a toda verificación? De suerte que la presunta “prueba de la fuerza” no es, a su vez, sino la fe en que no dejará de producirse el efecto que se atribuye a la fe. La fórmula correspondiente reza “creo que la fe salva; luego ella es cierta”. Pero este “luego” significa erigir el absurdum mismo en criterio verdadero. Mas suponiendo, con cierta indulgencia, que esté demostrado eso de que la fe salva (no sólo deseado, no sólo prometido por la boca un tanto dudosa del sacerdote): ¿sería la bienaventuranza-más técnicamente hablando, el placer-una prueba de la verdad? No lo es, hasta el punto de que cuando intervengan sentimientos de placer en la dilucidación de la cuestión: “¿qué es verdadero?”, esto casi significa la refutación de la “verdad” y en todo caso autoriza a considerarla con máximo recelo. La prueba del “placer” es una prueba de “placer”, nada más; ¿de dónde se saca que los juicios ciertos causan más placer que los falsos y de acuerdo con una armonía preestablecida necesariamente traen consigo sentimientos gratos? La experiencia de todos los espíritus austeros y profundos enseña lo contrario. Se ha tenido que arrancar en duro forcejeo cada palmo de verdad; se ha tenido que sacrificar por él casi todo lo que es grato al corazón humano y nutre la confianza del hombre en la vida. Se requiere grandeza del alma; servir a la verdad es el servicio más duro. ¿Qué significa la probidad en las cosas del espíritu? ¡Significa ser riguroso con su corazón, despreciar los “sentimientos sublimes”, hacer de cada sí y no un caso de conciencia. La fe salva; luego miente...

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Que la fe “salva” eventualmente; que la “salvación” no convierte una idea fija necesariamente en una idea cierta; que la fe no mueve montañas, pero supone montañas allí donde no hay ninguna, es algo de lo que cualquiera se convence realizando una breve recorrida por cualquier manicomio. No convence, por cierto, al sacerdote; pues éste niega por instinto que la enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un manicomio. El cristianismo ha menester la enfermedad, más o menos del mismo modo que el helenismo ha menester un excedente de salud; enfermar es el propósito subyacente propiamente dicho de todo el sistema terapéutico de la Iglesia. Y la Iglesia misma ¿no es el manicomio católico como ideal último? ¿No aspira eila a convertir el globo entero en un manicomio? El hombre religioso, como lo quiere la Iglesia, es un típico décadent; todas las épocas en que un pueblo se debate en una crisis religiosa se caracterizan por epidemias nerviosas; el “mundo interior” del hombre religioso se parece en un todo al “mundo interior” de los sobreexcitados y agotados; los “estados supremos” que el cristianismo ha suspendido como valor de los sabres sobre la humanidad son formas epileptoides; la Iglesia ha canonizado exclusivamente a locos o grandes embusteros in majorem dei honorem... En una oportunidad me he permitido calificar todo el training cristiano de penitencia y redención (para cuyo estudio se presta hoy día en particular Inglaterra) de folio circulaire metódicamente provocada, por supuesto que en una tierra propicia, vale decir, totalmente morbosa. Nadie está en libertad de abrazar el credo cristiano; al cristianismo no se es “convertido”; hay que estar lo suficientemente enfermo para poder ser un cristiano... Nosotros, los otros, que tenemos valor suficiente para ser sanos, y también para despreciar, ¡cuán profundamente nos es dable despreciar una religión que ha enseñado a entender mal el cuerpo! , ¡que se aferra a la superchería referente al alma!, ¡que señala la alimentación insuficiente como un “mérito”. ¡que combate la salud teniéndola por una especie de enemigo, diablo y tentación! , ¡que se ha imaginado que cabe un “alma perfecta” en un cuerpo hecho nn cadáver y para tal fin tenía que inventar un concepto nuevo de la “perfección”, un ser anémico, enclenque, estúpidamente exaltado, la llamada “santidad”; ¡santidad: a su vez una sintomatología del cuerpo empobrecido, enervado, irremediablemente arruinado! ... El movimiento cristiano, como movimiento europeo, es desde un principio un movimiento global de toda clase de escoria y desecho (que a través del cristianismo quiere adueñarse del poder). No expresa la decadencia de una raza, sino que es un conglomerado de formas de la décadence de variada procedencia, que se buscan y se concentran. Lo que hizo posible al cristianismo no fue la corrupción del mundo antigun mismo, de la antigüedad aristocríctica, como se cree comúnmente; nunca se condenará con suficiente rigor la idiotez erudita que sostiene todavía punto de vista semejante. Precisamente en los tiempos en que en todo el Imperio Romano se cristianizaron las masas enfermas y corruptas del bajo pueblo, el tipo opuesto, el aristocratismo, hallaba su expresión más plena y hermosa. Se impuso la compacta mayoría; triunfó el democratismo de los instintos cristianos... El cristianismo no era “nacional”, no estaba racialmente determinado; se dirigía a todos los desheredados de la vida y tenía sus aliados en todas partes. La rancune [L3] básica de los enfermos, el instinto, ha sido vuelto por el cristianismo contra los santos, contra la salud. Todo lo bien nacido, orgulloso y soberbio, sobre todo la belleza, lastima su vista y oídos. Llamo una vez más la atención sobre estas palabras inestimables de Pablo: “Dins ha escogido a los necias según el mundo, a los flacos del mundo y a las cosas viles y despreciables del mundo”; tal era la fórmula, bajo este signo triunfó la décadence. Dios clavada en la cruz; ¿todàvía no se comprende la pavorosa segunda intención de este símbolo?: todo lo que sufre, todo lo que está clavado en la Cruz, es divino... Todos nosotros estamos clavados en la cruz, por consiguiente, somos divinos..., únicamente nosotros somos divinos... El advenimiento del cristianismo fue un triunfo. El cristianismo es la mayor desgracia que se ha abatido jamás sobre la humanidad.

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El cristianismo es también incompatible con toda salud mental; sólo la razón enferma le sirve como razón cristiana; toma la defensa de toda imbecilidad, fulmina su anatema contra el “espíritu”, contra la superbia del espíritu sano. Dado que la enfermedad forma pane de la esencia del cristianismo, también el estado típicamente cristiano, “la fe”, no puede por menus que ser una modalidad patológica, y la Iglesia no puede por menor que denunciar todos los caminos derechos, honrados, científicos del conocimiento como caminos prohibidas. La misma duda es un pecado... La falta absoluta de limpieza sicológica del sacerdote, tal como se advierte en el mirar, es una consecuencia de la décadence; obsérvese en las mujeres histéricas y, por otra parte, en los niños raquíticos la regularidad con que la falsía por instinto, la propensión a la mentira, por el gusto de mentir, la incapacidad para el mirar y avanzar recto, es la expresión de décadence. La “fe” significa negarse a saber la verdad. El pietista, el sacerdote de ambos sexos, es falso porque es enfermo; su instinto exige que la verdad no prevalezca en punto alguno. “Lo que enferma es bueno; lo que proviene de la plenitud, de la superabundancia, del poder, es males”, he aquí cómo siente el fiel. El no poder menos que mentir es el rasgo en que se me revela cualquier teólogo predestinado. Otra característica del teólogo es su incapacidad pcrra la filalogía. Por filología ha de entenderse aquí, en un sentido muy lato, el arte de bien leer, de poder leer los hechos sin falsearlos a través de la interpretación, sin perder, de tanto ansiar comprensión, la prudencia, la paciencia y la delicadeza. La filología como efexis en la interpretación, ya se trate de libros o de informaciones periodísticas, de destinos o de datos meteorológicos, para no decir nada de la “salvación del alma”... La forma como el teólogo, en Berlín o en Roma, interpreta la “palabra de la Escritura” o los acontecimientos, por ejemplo una victoria del ejército nacional, a la luz superior de los salmos de David, siempre es tan osada que el filólogo se vuelve loco. ¡Y no se diga los pietistas y otros burros de Suabia por el estilo que transforman la mísera estrechez y trivialidad de su existencia con ayuda del “dedo de Dios” en un milagro de “gracia”, “providencia” y “bienaventuranzas”! Con un poquito de ingenio, para no decir de decencia, esos intérpretes debieran convencerse de lo absolutamente pueril a indigno de semejante abuso de la destreza divina. Con un poquito de piedad, un Dios que en el momento oportuno corta el resfrío o lo induce a uno a subir al coche en el instante preciso en que empieza a llover a cántaros debiera suponerse un Dios tan absurdo como para ser abolido, caso de que existiera. Un Dios como sirviente, como cartero, como guardián del calendario; en definitiva, una palabra que designa el más estúpido de los azares... La “divina Providencia”, tal como todavía hoy la suponen en la “Alemania culta” de tres personajes uno, seria la objeción más terminante contra Dios que pueda imaginarse. ¡Y en todo caso es una objeción contra los alemanes! ...

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Que los mártires demuestren la verdad de una causa es una creencia tan falsa que me inclino a creer que jamás mártir alguno ha tenido que ver con la verdad, El mismo acento con que el mártir arroja al mundo a la cabeza su credo fanático, expresa un grado tan bajo de probidad intelectual, un sentido tan pobre de la “verdad”, que huelga refutarlo. La verdad no es algo que tenga tal o cual persona; piensan de tal manera a lo sumo los patanes, o los apóstoles de patanes al modo de Lutero. Cabe afirmar que en función del grado de escrupulosidad en las cosas del espíritu aumenta la modestia y moderación discreta en esta materia. Corresponde saber cinco cosas y desechar con mano delicada cualquier otro saber... La “verdad”, tal como la entiende cualquier profeta, sectario, librepensador, socialista y teólogo, es una prueba terminante de que no se tiene ni pizca de esa disciplina del espíritu y autosuperación que se requieren para encontrar siquiera una pequeña, minúscula verdad. Los martirios, dicho sea de paso, han sido una gran desgracia en la historia, pues seducian... La conclusión de todos los imbéciles, las mujeres y el vulgo inclusive, en el sentido de que una causa en aras de la cual uno sacrifica su vida (y, sobre todo, una que, como el cristianismo primitivo, provoca epidemias de anhelo de la muerte) ha de ser verdadera; esta conclusión ha sido una poderosísima traba para la crítica, para el espíritu de la crítica y la cautela. Los mártires han hecho daño a la verdad... Todavía hoy, la persecución sañuda basta rara prestigiar cualquier movimiento sectario en sí indiferente. ¿Es posible que el sacrificio por una causa pruebe el valor de dicha causa? Todo error prestigiado es un error que posee un poder de seducción más. Las causas se las refuta poniéndolas respetuosamente entre hielo; del mismo modo se refuta también al teólogo... La estupidez trascendental de todos los perseguidores ha sido precisamente aureolar la causa contraria de aparente prestigio, obsequiarla con la seducción del martirio... Todavía hoy la mujer se postra ante un error porque se le ha dicho que alguien murió crucificado por él. ¿Es la cruz por ventura un argumento? Mas acerca de todas estas cosas uno sólo ha dicho la palabra que desde hace miles de años debió decirse: Zaratustra.
“Con caracteres de sangre trazaban signos en su camino, y su insensatez enseñaba que por la sangre se demostraba la verdad.
“Sin embargo, la sangre es el peor testigo de la verdad; envenena la sangre aun la doctrina más pura, trocándola en obcecación y odio de los corazones.
“Y si uno se errojase a las llamas por su doctrina, ¡qué probaría! Más importante es, en verdad, que de la propia brasa surja la propia doctrina” (VI, 134).

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Digan lo que digan, los espíritus grandes son es­cépticos. Zaratustra es un escéptico. La fuerza, la libertad nacida en la fuerza y plenitud del espíritu, se prueba por el escepticismo. Los hombres de con­vicción no cuentan para las cuestiones fundamentales de valor. Las convicciones son cárceles. Esa gente no ve suficientemente a distancia, no ve debajo de sí; mas para tener derecho a opinar acerca del valor y desvalor es preciso ver quinientas convicciones debajo de sí, tras sí... Todo espíritu que persiga un fin gran­de y diga sí a los medios conducentes al logro del mismo es por fuerza escéptico. El no estar atado a ninguna convicción, el estar capacitado para el mi­rar soberano, es un atributo de la fuerza. La gran pasión, fondo y poder de su ser, aún más esclarecida y despótica que él mismo, acapara todo su intelecto; ahuyenta los escrúpulos y le infunde valor para apelar incluso a medios impíos; eventualmente le concede convicciones. La convicción como medio: muchas co­sas se las logra únicamente mediante una convicción. La gran pasión necesita y consume convicciones; no se les somete, tiene conciencia de su soberanía. A la inversa, la necesidad de fe, de algún sí y no absoluto, el carlylismo (¡valga el término!), es una necesidad dictada por la debilidad. El hombre de la fe, el “fiel”, de cualquier índole, es necesariamente un hombre de­pendiente, uno que no es capaz de establecerse a sí mismo como fin, de establecer fin alguno por su cuen­ta. El “fiel” no se pertenece a sí propio; sólo puede ser un medio, tiene que ser consumido, necesita de alguien que lo consuma. Su instinto exalta la moral de la alienación de sí mismo; a ella lo persuade todo: su cordura, su experiencia, su vanidad. Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser... Si se considera la nece­sidad que tienen los más de una norma que desde fuera los ate y sujete; que la coerción, en un sentido superior de esclavitud, es la condición única y última bajo la cual prospera el individuo de voluntad débil, sobre todo la mujer, se comprende también la con­vicción, is “fe”. El hombre de la convicción tiene en ésta su apoyo y arrimo. No ver muchas cosas, no ser desprejuiciado en punto alguno, sino ser en un todo facción, aplicar a todas las cosas una óptica estricta y necesaria, he aquí las premisas sin las cuales tal tipo humano no podría existir. Ahora bien, esto sig­nifica ser el antípoda, el antagonista del veraz, de la verdad... Al “fiel” ni le es permitido tener una con­ciencia respecto a “verdadero” y “falso”; ser honesto en este punto significaría su ruina inmediata. Su óp­tica patológicamente condicionada hace del conven­cido un fanático ‑Sávonarola, Lutero, Rousseau, Ro­bespierre, Saint‑Simon‑, el tipo contrario del espíritu fuerte, libertado. Mas la gran postura de estos espíritus enfermos, de estos epilépticos del concepto, su­gestiona a las masas; los fanáticos son pintorescos, y los hombres prefieren ver posturas a escuchar ar­gumentos...

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Demos un paso más hacia adelante en la sicología de la convicción, de la “fe”. Hace mucho planteé la cuestión de si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras (Humano, de­masiado humano I, afs. 54 y 483). En este momento deseo formular esta pregunta decisiva: ¿existe en definitiva, un contraste entre la mentira y la convic­ción? Todo el mundo cree que sí; pero ¡qué no cree todo el mundo! Toda convicción tiene su historia, sus formas preliminares, sus tentativas y yerros; llega a ser una convicción después de mucho tiempo de no haberlo sido y tras un tiempo más largo aún en que lo ha sido a duras penas. ¿Cómo?, ¿no es posi­ble que entre estas formas embrionarias de la convic­ción figure también la mentira? A veces todo es cues­tión de un mero cambio de persona: en el hijo tórna­se en convicción lo que en el padre ha sido aún mentira. Yo llamo mentira empeñarse en no ver lo que se ve, dando igual que la mentira se produzca ante testigos o sin testigos. La mentira más corriente es aquella con que uno se miente a sí mismo; mentir a otros es, relativamente, la excepción. Ahora bien, este empeñarse en no ver lo que se ve, este empeñarse en no ver tal cual se ve, cabe decir que es la premisa capital de todos los que son facción, en cualquier sentido; el hombre partidario miente por fuerza. Los historiadores alemanes, por ejemplo, están convenci­dos de que Roma encarnaba el despotismo y que los germanos han obsequiado al mundo el espíritu de la libertad; ¿qué diferencia hay entre esta convicción y la mentira? ¿Es de extrañar que todo lo que es fac­ción, el historiador alemán inclusive, baraje por ins­tinto las palabras sonoras de la moral; que casi pueda decirse que la moral subsiste en virtud del hecho de que el hombre partidario, de cualquier índole, le ha menester en todo momento? “Tal es nuestra convic­ción; la proclamamos a los cuatro vientos, vivimos y morimos por ella; ¡respeto a todo el que tiene con­vicciones! “ Palabras parecidas las he escuchado hasta de labios antisemitas. ¡Al contrario, señores! Un an­tisemita, no por mentir por principio es más decen­te... Los sacerdotes, que en tales casos son más su­tiles y se dan cuenta plena de la objeción que implica el concepto de la convicción, esto es, de la mendaci­dad fundamental y metódicamente practicada, por con­veniente, han hecho suya la habilidad judía de inter­calar en este punto los conceptos “Dios”, “voluntad de Dios” y “revelación de Dios”. Kant adoptó el mis­mo temperamento, con su imperativo categórico; en esto, su razón se hizo práctica. Cuestiones hay donde no es permitido al hombre decidir sobre verdad y fal­sedad; todas las cuestiones supremas, todos los pro­blemas supremos del valor se hallan más allá de la razón humana... Comprender los límites de la razón; he ahí la verdadera filosofía... ¿Para qué dio Dios al hombre la revelación? ¿Haría Dios algo superfluo? El hombre no es capaz de discernir por sí solo entre el bien y el mal, por esto Dios le enseñó su voluntad... Moraleja: el sacerdote no miente; en las cosas de que hablan los sacerdotes no se plantea la cuestión de lo “verdadero” y lo “falso”; estas cosas ni permi­ten mentir. Pues la mentira presupone la facultad de discernir lo verdadero; sin embargo, el hombre no posee esta facultad, de lo cual se infiere que el sacer­dorte no es sino el portavoz de Dios. Tal silogismo sacerdotal no es en modo alguno específicamente judío o cristiano; el derecho a la mentira y el truco de la “revelación” son propios de todos los sacerdotes, de los de la décadence no menos que de los del paga­nismo (pues son paganos todos los que dicen sí a la vida, para los cuales “Dios” es la palabra que designa el magno sí a toda's las cosas). La “ley”, la “voluntad de Dios”, la “Sagrada Escritura”, la “inspiración”, palabras que expresan sin excepción las condiciones bajo las cuales el sacerdote llega a dominar y median­te las cuales asegura su dominio; estos conceptos constituyen la base de todas las organizaciones sacer­dotales, de todos los señoríos sacerdotales o filosófico­sacerdotales. La “santa mentira”, que Confucio, el Código de Manú, Mahoma y la Iglesia cristiana tienen de común, no falta tampoco en Platón. “Es dada la verdad”: significa esto, dondequiera que se afirme, que el sacerdote miente...

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En última instancia, todo depende del fin de la mentira. El que en el cristianismo falten los fines “santos” es mi objeción contra sus medios. No hay en él más que fines malos: el emponzoñamiento, de­tracción y negación de la vida, el desprecio hacia el cuerpo, la degradación y autoviolación del hombre por el concepto del pecado; luego también sus medios son malos. Experimento el sentimiento contrario al leer el Código de Manú, una obra tan incomparablemente espiritual y superior, que mencianarla al mismo tiem­po, que la Biblia sería un pecado contra el espíritu. Adivínase en seguida que tiene por fondo y esenciá una verdadera filosofía, no tan sólo una maloliente ju­daina compuesta de rabinismo y superchería; ni aun el más refinado sicólogo se queda aquí con las manos vacías. No se olvide lo principal, la discrepancia fun­damentar con cualquier tipo de Biblia: en este Código, las castas aristocráticas, los filósofos y los guerreros, dan la pauta a las masas; señorean en todos los ór­denes valores aristocráticos, un sentimiento de per­fección, un decir sí a la vida, un goce triunfante de sí mismo y de la vida; todo este libro está bañado en sol. Todas las cosas que el cristianismo hace víctimas de su inenarrable vileza, como la procreación, la mu­jer y el matrimonio, aquf son tratadas con seriedad y veneración, con amor y confianza. Como para poner en manos de niños y mujeres un libro que contiene esta frase infame: “por evitar la fornicación viva cada uno con su mujer, y cada una con su marido...; más vale casarse que abrasarse”. ¿Y es permitido ser un cristiano mientras la génesis del hombre esté cristia­nizada, esto es, envilecida por el concepto de la in­maculata conceptia?... No conozco libro alguno don­de se digan acerca de la mujer tantas cosas delicadas y bondadosas como en el Código de Manú; esos an­cianos y santos saben tener con la mujer una gentileza jamás igualada. “La boca de la mujer”, reza determi­nado pasaje, “el seno ' de la doncella, la oración del niño y el humo del holocausto siempre son puros”. Y otro pasaje: “nada hay tan puro como la luz del sol, la sombra de la vaca, el aire, el agua, el fuego y el aliento de la doncella”. Y he aquí un tercer pasaje, tal vez otra santa mentira: “todos los orificios del cuerpo del ombligo para arriba son puros, todos los del ombligo para abajo son impuros. Sólo el cuer­po de la doncella es puro en su totalidad”.

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Se sorprende in flagranti la impiedad de los medios cristianos comparando el fin cristiano con el fin del Código de Manú; arrojando una luz cruda sobre este máximo contraste de fines. El crítico del cristianis­mo se ve obligado, quiera o no, a denigrar al cristia­nismo. Un código como el de Manú se origina como todo código bueno: sintetiza la experiencia, sabiduría y moral experimental de muchas centurias; resume, ya no crea nada. La premisa de una codificación de esta índole es la comprensión de que los medios por los que se confiere autoridad a una verdad ardua y costosamente adquirida son radicalmente distintos de aquellos que servirían para demostrarla. Ningún código consigna la utilidad, las razones, la casuística con respecto a los antecedentes de tal ley; pues esto significaría perder el acento de imperativo, el “tú de­bes”, la premisa del acatarniento. El problema reside justamente en esto. En determinado punto de la evo­lución de un pueblo, la capa más perspicaz del mismo, esto es, aquella cuya mirada se adentra más profun­damente en el pasado y el futuro, declara cerrada la experiencia según la cual debe ‑vale decir puede­- vivirse. Su propósito es recoger una cosecha lo más abundante a íntegra posible de los tiempos de experi­mentación y de la mala experiencia; en adelante debe, pues, impedirse ante todo que continúe la experimen­tación; que subsista el estado fluctuante de los valo­res, la indagación, selección y crítica de los valores in finitum,. Se pone a esto un doble dique: de un ladó, la revelación, o sea, la afirmación de que la razón inherente a esas leyes no es de origen humano, no ha sido buscada y encontrada poco a poco y tras una larga serie de yerros, sino que, siendo de origen di­vino, es cabal, perfecta, algo que no tiene historia, un regalo, un milagro, algo tan sólo comunicado..., y del otro, la tradición, o sea, la afirmación de que la ley existe desde antiguo y que ponerla en tela de juicio es una falta de piedad, un crimen contra los antepasados. La autoridad de la ley se asienta en esta tesis: Dios la ha instituida y los antepasados la han vivida. La razón superior de tal procedimiento reside en el propósito de alejar la conciencia paso a paso de la vida reconocida como justa (esto es, probada por una experiencia tremenda y rigurosamente tamizada) con objeto de conseguir el automatismo absoluto de los instintos, esa premisa de toda maestría, de toda perfección en el arte de vivir. Redactar un código como el de Manú significa brindar a un pueblo en lo sucesivo la oportunidad de llegar a ser maestro, de alcanzar la perfección, de aspirar al supremo arte de vivir. Para este fin, hay que volverla inconsciente; tal es el propósito subyacente a toda santa mentira. El régimen de castas, la ley suprema, dominante, no es sino la sanción de un régimen natural, una legalidad natural de primer orden con que no puede ningún antojo, ninguna “idea moderna”. En toda sociedad sana se diferencian y se condicionan mutuamente tres tipos de distinta gravitación fisiológica, cada uno con su propia higiene, su propia esfera de trabajo, su pro­pio sentimiento de perfección y su propia maestría. La Naturaleza, no Manú, diferencia el tipo de predo­minante intelectualidad, el tipo que prevalece la fuer­za muscular y temperamental y aquel que no se distin­gue ni por lo uno ni por lo otro, o sea, el de los me­diocres; este último tipo como vasta mayoría y aqué­llos como tipos selectos. La casta más alta, la llamo las menos por ser la perfecta, posee también las pre­rrogativas de los menos, entre las cuales figura la de encarnar la ventura, la belleza y la bondad sobre la tierra. Sólo a los hombres más espirituales es permitida la belleza, lo bello; sólo en epos la bondad no es debilidad. Pulchrum est paucorum haminum: lo bueno es una prerrogativa. En cambio, nada es tan inadmisible en ellos como los modales groseros o la mirada pesimista, ojos que afean, cuando no una ac­titud de indignación ante el aspecto total de las cosas. La indignación es una prerrogativa de los tshandalas, como lo es también el pesimismo. “El mundo es per­fecto”,dice el instinto de los más espirituales, el decir si, “y la imperfección, el ser inferior a nosotros en cualquier sentido, la distancia jerárquica, el pathos de la distancia jerárquica, y sun el tshanderla, forman parte, de esta perfección”. Los hombres más espiri­tuales, por ser los más fuertes, hallan su ventura, en lo que para otros significaría la ruins: en el labe­rinto, en la dureza consign mismo y Con los demás, en el ensayo; su goce es la victoria sobre sí mismo; en ellos, el ascetismo se torna en segunda naturaleza, necesidad íntimamente sentida a instinto. La tares di­fícil se les antoja una prerrogativa y jugar con cargos bajo las cuales los demás se desplomarían, un solaz... El conocimiento es una modalidad del ascetismo. Los hombres más espirituales son el tipo hum ono más vulnerable, lo cual no obsta para que scan el más alegre y gentil. Señorean, no porque se lo propongan, sino porque son; les está vedado no ser los primeros. Los segundas son los guardianes del derecho, los que velan por el orden y la seguridad, los nobles guerre­ros ante todo el propio rey, como fórmula supremo de guerrero, juez y campeón de la ley. Los segundos son los órganos ejecutivos de los más espirituales, lo más afines a ellos, aquello que en el nombre de epos se hace cargo de todo lo pesado de las tareas de go­bierno; su séquito, su brazo derecho, la flor de sus discípulos. En todo esto, repito, no hay ni pizca de arbitrariedad ni de artificio; lo que difiere es artificioso, supone una antinaturalidad... El régimen de castas, el orden jerárquico, simplemente formula la ley suprema de la vida misma; la diferenciación de los citados tres tipos es necesaria para el desenvolvi­miento de la sociedad y et desarrollo de tipos superio­res y supremos; la desigualdad de derechos, por otra parte, es la premisa de que haya derechos.
Un derecho es una prerrogativa. En su propio modo de ser cads cual posee su propia prerrogativa. No sub­estimemos las prerrogativas de los mediocres. Con­forme aumenta la altura, la vida es coda vez más dura: va en aumento el frío, y la responsabilidad. Toda cultura elevada es una pirámide; necesita asen­tarse en una ancha base; su requisito primordial es una mediocridad fuerte y sanamente consolidada. El artesanado, el comercio, la agricultura, la ciencia, la mayor parte del arte, todo lo que se designs con la palabra “actividad profesional”, exige un término medio en las aptitudes y los afanes; todo esto estaría fuera de lugar entre los hombres excepcionales, el co­rrespondiente instinto sería incompatible tanto con el aristocratismo como con el anarquismo. El ser una utilidad pública, una rueda del engranaje, una función, es destino; no la sociedad, sino el tipo de felicidad accesible a los más hace de éstos máquinas inteligen­tes. Para el mediocre la mediocridad es una felicidad, y la maestría específica, la especialidad, un instinto natural. Sería absolutamente indigno del espíritu pro­fundo considerar la mediocridad en sí como una ob­jeción. Ells es la premisa capital de que pueda haber excepciones; toda cultura elevada está condicionada por eila. Si el hombre excepcional da precisamente a los mediocres un trato más considerado que a sí mismo y a sus congéneres, obra no sólo por cortesía y gentileza, sino en cumplimiento de su deter... ¿Quién me es más odioso entre la chusma de ahora? La chusma socialista, los apóstoles de los tshandalas que ‑socavan el instinto del trabajador, la satisfacción y conformidad del trabajador con su existencia estre­cha; que inculcan en él la envidia y le predican la venganza... La injusticia nunca reside en la desigual­dad de derechos, sino en la reivindicación de “igual­dad” de derechos... ¿Qué es lo malo? Ya lo dije: todo lo que proviene de la debilidad, la envidia y la venganza. El anarquista y el cristiano tienen un mismo origen...

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En efecto, no es lo mismo mentir para conservar que mentir para destruir. Trazando un paralelo entre el cristiano y el anarquista, puede verse que su pro­pósito, su instinto está orientado exclusivamente hacia la destrucción. La prueba de esta tesis no hay más que leerla en el libro de la historic, donde la misma se hace patente con una claridad pavorosa. Si acabamos de conocer una legislación religiosa cuya finalidad su­prema era perpetuar la premisa capital de la vida prós­pera, una gran organización de la sociedad, el cristia­nismo ha encontrado su misión en poner fin a tal or­ganización porque en ella prosperaba la villa. Allí la cosecha de cordura, de larga experimentación a incer­tidumbre, debía ser recogida tan abundante a íntegra­mente como fuera posible y aprovechada al máximo; aquí, por el contrario, se envenenó la cosecha de la noche a la mañana... Lo que estaba aere perennius, el Imperio Romano, la más grandiosa organización que había existido jamás, en comparación con la cual todo lo anterior y todo lo posterior es chapucería y dile­tantismo, intentaron destruirla esos santos anarquis­tas con una empress “pía”; intentaron destruir “el mundo”, esto es, el Imperio Romano, hasta que todo quedara deshecho; hasta que incluso germanos y otros patanes pudieron dar cuenta de él... El cristiano y el anarquista son décadents, incapaces de hacer otra cosa que disolver, emponzoñar, depauperar, desvitalizar; uno y otro personifican el instinto del odio mortal a todo lo que existe grande y perdurable, henchido de promesas de porvenir... El cristianismo fue el vampi­ro del Imperio Romano; desbarató de la noche a la mañana la realización tremenda de los romanos: con­quistar el terreno para una gran cultura que time tiempo. ¿No se comprende todavía lo que hay en todo esto? El Imperio Romano que conocemos; que la historic de 6a provincia romana nos enseña a cono­cer cada vez mejor; esta obra de arte más admirable del gran estilo era un comienzo, su construcción debía justificarse en términos de milenios; ¡jamás se ha construido así, ni siquiera soñado con construir así, sub specie aeterni! Esta organización era lo suficien­temente sólida para resistir los malos emperadores; el czar de las personas no debe intervenir en cosas semejantes: principio capital de todos los grandes ar­quitectos. Pero no era lo suficientemente sólida para resistir la forma más carrupta de la corrupción, al cristiano. Estos furtivos gusanos que con sigilo y am­bigüedad atacaban a todos los individuos y les chu­paban la seriedad para las verdatieras cosas, el instin­to de las realidades, estos seres cobardes, afeminados y dulzones enajenaron paso a paso las “almas” a esta construcción ingente; la enajenaron esos elementos valiosos, viriles y aristocráticos que en la causa de Roma sentían su propia causa, su propia seriedad y su propio orgullo. La gazmoñería beata, el sigilo de con­vento, conceptos sombríos como infierno, sacrificio del inocente, unia mystica en la ingestión de la san­gre y, sobre todo, la brasa lentamente atizada de la venganza, de la venganza tshandala‑ esto fue lo que acabó con Roma‑, el mismo tipo de religión que en su for­ma preexistente se había opuesto a Epicuro. Léase a Lu­crecio para comprender qué era lo que combatió Epi­curo: no al paganismo, sino al “cristianismo”, es decir, la corrupción de las almas por los conceptos de culpa, castigo a inmortalidad. Combatió los cultos clandesti­nos, todo el cristianismo latente; negar la inmortalidad equivalía en aquel entonces a consumar una verdadera redención. Y Epicuro hubiera triunfado; todos los es­píritus respetables del Imperio Romano eran epicúreos; entonces, de pronto, apareció Pablo... Pablo, el odio tshandala a Roma, al “mundo” hecho carne y genio; el judío; el judío eterno por excelencia... Adivinó que con ayuda del pequeño y sectario movimiento cristiano divorciado del judaísmo sería posible provocar una “conflagración”; que por el símbolo “Dios clavado en la Cruz” sería posible galvanizar todo lo subterráneo, furtivo y subversivo, todo el legado de manejos anar­quistas dentro del Imperio, en un tremendo poder. “La salvación viene por los judíos”. El cristianismo corno fórmula para sobrepujar, y compendiar los cultos clan­destinos de toda índole, los de Osiris, la Gran Madre, y de Mithras, por ejemplo: en esta comprensión radica el genio de Pablo. En esto la seguridad de su instinto era tal que haciendo implacable violencia' a la verdad puso los conceptos con los que fascinaban esas religio­nes para tshandalas en boca, y no sólo en boca del “Salvador” de su propia invención; puesto que hizo de él algo que aun un sacerdote de Mithras era capaz de entender...
Tal fue su momento de Damasco: comprendió que necesitaba la creencia en la inmortalidad para desvalo­rizar “el mundo”; que el concepto. “infierno” daría cuenta de Roma; que con el “más allá” se mata la vida... El nihilista y el cristiano marchan por el mis­mo camino...

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Toda la labor del mundo antiguo quedó así desba­ratada; no encuentro palabras que expresen cabalmen­te el sentimiento que me embarga ante tan tremendo acontecimiento. ¡Y como esta labor había sido prelimi­nar (sólo se habían echado con granítico orgullo los cimientos para una labor de milenios), quedó desbara­tado todo el sentido, del mundo antiguo! ... ¿Para qué los griegos?; ¿para qué los romanos? Ya se daban todas las premisas de una cultura erudita, todos los métodos científicos; ya estaba elaborado el sublime, el incomparable arte de bien leer; la premisa de una tradición de la cultura, de la unidad de la ciencia; las ciencias naturales, en alianza con las matemáticas y la mecánica, estaban óptimamente encaminadas; ¡el sentido de la realidad fáctica, este sentido último y más valioso, tenía sus escuelas y poseía una tradición multi­secular! ¿Se comprende esto? Ya estaba encontrado todo lo esencial para ponerse a la tarea; los métodos ‑no me cansaré de recalcarlo‑son lo esencial, tam­bién lo más arduo, asimismo lo que durante más tiem­po tiene que enfrentar las costumbres a inercias. Lo que gracias a una penosísima victoria sobre nosotros mismos‑que todos llevamos todavía en la sangre, de algún modo, los malos instintos, los cristianos‑, hemos recuperado ahora; la mirada franca ante la realidad, la mano cautelosa, la paciencia y seriedad aun en el ín­fimo pormenor, toda la probidad del conocimiento; ¡todo esto ya se dio!, ¡hace más de dos mil años ya! ¡Amén del tacto y gusto bueno, delicado! ¡No como adiestramiento cerebral! ¡No como ilustración “alema­na” con modales de patán! Sino como cuerpo, ademán, instinto; en una palabra, como realidad... ¡Todo, en vano! ¡Reducido de la noche a la mañana a un mero recuerdo! ¡Los griegos! ¡Los romanos! El aristocratismo del instinto, el buen gusto, la investigación me­tódica, el genio de la organización y la administración la fe en el porvenir humano y la voluntad de realizarlo el gran sí a todas las cows cosas; todo lo que era tangible para todos los sentidos, como Imperio Romano; el gran estilo ya no como mero arte, sino tornado en realidad verdad, vida... ¡Y no barrido de golpe por algún cataclismo! ¡No aplastado por germanos y otros “torpípedos” por el estilo! ¡Sino echado a perder por medrosos, furtivos e invisibles vampiros ávidos de sangre! ¡No vencido, sino tan sólo desangrado! ... La venganza solapada, la envidia mezquina, erigida en ama! ¡Todo lo miserable, doliente y aquejado de ma­los sentimientos, todo el ghetto del alma, convertido de golpe en norma y pauta!... Basta leer a alguno de los agitadores cristianos, por ejemplo a San Agustín, para comprender, oler, qué suciedad se había logrado. Sería un craso error suponerles cortas luces a los jefes del movimiento cristiano; ¡oh, son muy inteligentes, dotados de una inteligencia que raya en santidad, esos padres de la Iglesia! Lo que les falta es otra cosa. La Naturaleza no ha sido generosa con ellos; les regateó un modesto acervo de instintos respetables, decentes limpios... Entre nosotros, ni siquiera son hombres... Si el islamismo desprecia al cristiano, tiene mil veces derecho a tal actitud; pues el islamismo se basa en hombres...

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El cristianismo desacreditó los frutos de la cultura antigua, y más tarde desacreditó también los frutos de la cultura islámica. La maravillosa cultura morisca en España, que en el fondo a nosotros nos es más afín, porque apela a nuestro espíritu y gusto en ma­yor grado que Roma y Grecia, fue aplastada (me callo por qué pies). ¿Por qué? ¡Porque reconocía como origen instintos aristocráticos, viriles; porque decía sí a la villa aun con todas las exquisiteces raras y refinadas de la villa moral ... Los cruzados lucharon más tarde contra algo que debían haber adorado: contra una cultura frente a la cual hasta nuestro si­glo xIx será una cosa muy pobre, muy “tardía”. Claro que ansiaban botín; el Oriente era rico... ¡Seamos bastante sinceros para admitir que las cruzadas no fueron más que una piratería superior! La nobleza alemana, una nobleza viking, en definitiva, estaba entonces en su elemento; la Iglesia sabía muy bien en virtud de qué se time nobleza alemana... Los no­bles alemanes siempre han sido los “suizos” de la Iglesia, siempre han estado al servicio de todos los malos instintos de la Iglesia, pero bien remunerados... ¡Por eso, con ayuda de espadas alemanas, sangre y valentía alemanas, la Iglesia ha librado su guerra sin cuartel a todo lo aristocrático de la tierra! He aquí un punto que plantea no pocos interrogantes doloro­sos. La nobleza alemana está poco menos que ausente en la historia de la cultura superior; se adivina la razón de que sea así... El cristianismo y el alcohol; los dos grandes medios de la corrupción... En sí no puede haber dudas sobre el partido que tomar, ni ante islamismo y cristianismo, ni menos ante árabe y judío. La cosa está decidida; nadie está aquí en libertad de elegir. O se es un tshandala o no se es un tshandala... “ ¡Guerra sin cuartel a Roma! ¡Paz y amistad con el islamismo!” Así sintió y obró Fede­rico II, ese gran librepensador, el genio de los empe­radores alemanes. ¿Cómo?, ¿es que un alemán ha de ser genio, librepensador, para sentir de una manera decente? No comprendo que jamás alemán alguno haya sido capaz de sentir de una manera cristiana...

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En este punto es preciso actualizar un recuerd cien veces aún más penoso para los alemanes. Lo alemanes han defraudado a Europa con la última grande cosecha cultural que se le brindaba, la del R nacimiento. ¿Se comprende, se está dispuesto a co prender, por fin, qué cosa fue el Renacimiento? Fue la transmutación de los valores cristianos, la tentati­va, emprendida por todos los medios, apelando a to­dos los instintos, a todo el genio, de llevar a su pleni­tud los valores contrarios, los valores aristocráticos... No ha habido hasta ahora más que esta gran guerra; no ha habido planteo más decisivo que el del Renaci­miento; mi cuestión es la de él. ¡No ha habido tam­poco ataque más directo, lanzado más estrictamente en toda 6a línea y apuntado al mismo centro! Atacar en el punto decisivo, en la propia sede del cristianis­mo, y entronizar en eila los valores aristocráticos, esto es, injertarlos en los instintos, en las más soterradas necesidades y apetencias de sus ocupantes... Percibo una posibilidad henchida de inefable encanto y suges­tión: dijérase que rutila con todos los estremecimien­tos de refinada belleza; que opera en ella un arte tan divino, tan diabólicamente divino, que en vano se re­corren milenios en busca de otra posibilidad semejan­te. Percibo un espectáculo tan pleno de significación a la vez que maravillosamente paradojal, que todas las divinidades del Olimpo hubieran tenido un mo­tivo para prorrumpir en una risa inmortal: Cesare Borgia coma papa... ¿Se me comprende?... Pues éste hubiera sido el triunfo por mí ansiado: ¡así hubiera quedado abolido el cristianismo! ¿Qué ocurrió? Un monje alemán llamado Lutero vino a Roma. Este mon­je, aquejado de todos los instintos rencorosos del sacerdote fallido, se sublevó en Roma contra el Renacimiento... En lugar de comprender, embargado por la más profunda gratitud, lo tremendo que había ocurri­do: la superación del cristianismo en su propia sede, sólo supo extraer de este espectáculo alimento para su odio, El hombre religioso sólo piensa en sí mismo. Lutero denunció la corrupción del papado, cuando era harto evidente lo contrario, o sea, que la antigua co­rrupción, el pecado original, el cristianismo, yà no ocupaba el solio pontificio. ¡Sino la vida!; ¡el triun­fo de la vida!; ¡el magno sí a todas las cosas subli­mes, hermosas y audaces! ... Y Lutero restauró la Iglesia, atacándola... ¡El Renacimiento, un aconteci­miento sin sentido, un esfuerzo fallido! ¡Lo que nos han costado esos alemanes en el transcurso de los siglos! En vano; puesto que tal ha sido siempre la obra de los alemanes. La Reforma, Leibniz, Kant y la llamada filosofía alemana, las guerras de “liberación”, el Reich, coda vez más inútil para algo ya existente, para algo irrecuperable... Confieso que esos alemanes son mis enemigos; desprecio en epos la falta de lim­pieza conceptual y valorativa, la cobardía ante todo honesto sí y no. Desde hace casi un milenio han enre­dado y embrollado todo lo que tocaron; tienen sobre la conciencia todas las cosas a medio hacer. ¡Y ni a medio hacer!, de que está aquejada Europa; tienen sobre la conciencia también, la forma más sucia, más incurable, más irrefutable del cristianismo que existe: el protestantismo... Si no se logra acabar con el cris­tianismo, los alemanes tendrán la culpa...

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He llegado al final y pronuncio mi veredicto. De­claro culpable al cristianismo, formulo contra la Igle­sia cristiana la acusación más terrible que ha sido formulada jamás por acusador alguno. Se me aparece como la corrupcióil más grande que pueda concebir­se; ha optado por la máxima corrupción posible. La Iglesia cristiana ha contagiado su corrupción a todas las cosas; ha hecho de todo valor un sinvalor, de toda verdad una mentira y de toda probidad una falsía de alma. ¡Como para hablarme de sus beneficios “huma­nitarios”! Abolir un apremio, cualquiera que fuese, era necesario a su más fundamental conveniencia; vivía ella de apremios; creaba eila apremios para perpetuarse... ¡Con el gusano roedor del pecado, por ejemplo, la Iglesia ha obsesionado a la humanidad! La “igualdad de las almas ante Dios”, esa patraña, este pretexto para las rancunes de todos los hombres de mentalidad vil, este concepto‑explosivo que por úl­timo se ha traducido en revolución, idea moderna y principio de decadencia de todo el orden social, es simplemente dinamita cristiana... ¡Beneficios “huma­nitarios” del cristianismo! ¡Se ha desarrollado de la humanitas una contradicción intrínseca, un arte de la autoviolación, una voluntad de mentira a cualquier precio, una aversión y desprecio hacia todos los ins­tintos buenos y decentes! ¡Vaya unos beneficios del cristianismo!
El parasitismo es la práctica exclusiva de la Igle­sia; con su ideal de anemia, de “santidad”, chupa toda sangre, todo amor, toda esperanza en la vida; el más allá como voluntad de negación de toda reali­dad; la cruz como signo de la conspiración más solapada que se ha dado jamás, contra la salud, la belleza, la plenitud, la valentía, el espíritu y la bondad del alma; contra la misma vida...
Esta acusación eterna contra el cristianismo la quie­ro escribir en todas las paredes; yo tengo un alfabeto aun para los ciegos... Llamo al cristiano la gran maldición, la gran corrupción soterrada, el gran instinto de la venganza para el cual ningún medio es bastante pérfido, furtivo, subrepticio y mezquino; le llama, en resumen, el borrón inmortal de la humanidad.
¡Y eso que he tornado como punto de partida de la cronología el dies nefastus en que comenzó esta fa­talidad, el primer día del cristianismo! , como punto de partida el último, ¿el de hoy? ¡La transmutación de todos los valores! ...





[LT1]

[L2]Bobería, simpleza, tontería, necedad.

[L3]“Rencor”.

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