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16 septiembre 2010

EL SEXO Y YO -- ISABEL ALLENDE




El sexo y yo


Isabel Allende







Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, cuando cursaba preescolar en las monjas, en Santiago de Chile. Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.
Te va a crecer adentro y la barriga se te pondrá redonda. Después te nacerá un bebé —me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito.
¡Un hijo! Era lo último que deseaba. Siguieron días terribles para mí, me dio fiebre, perdí el apetito, lloraba escondida detrás de las puertas, hasta que una monja me obligó a confesar la verdad.
Estoy embarazada —le dije hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada en vilo hasta la oficina de la Madre Superiora. Así comenzó mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo. Las niñas de mi generación no teníamos instinto sexual, eso lo inventaron después Master y Johnson. Sólo los varones padecían ese horrible mal que podía conducirlos de cabeza al infierno y que hacía de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas. Cuando una hacía alguna pregunta, había dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre las flores y las abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca de mi barriga me resultaba confusa. A los siete años me prepararon para la Primera Comunión. Antes de recibir la hostia había que confesar los pecados acumulados, sin olvidar ninguno. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y allí, en medio de oscuridad y nubes de incienso, oí una voz con acento de España.
¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
Sí.
¿Lo haces a menudo, hija?
Todos los días...
¡Todos los días! Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña. ¡No debes hacerlo más!
Y si me toco con guantes, padre ¿también es pecado? —pregunté espantada, calculando que no sería fácil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes. Cuando mi madre preguntó por qué mascullaba, tuve que explicarle que estaba rezando mis doscientas Ave Marías de penitencia por el pecado de tocarme el cuerpo con las manos. Ella me endilgó otro sermón.
Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia burguesa, emancipada e intelectual en algunos aspectos, y casi paleolítica en otros. Me crié en el hogar de mis abuelos, una mansión estrafalaria donde deambulaban los fantasmas que invocaba mi abuela con una mesa de tres patas. Vivían en la casa dos tíos solteros, bastante locos, como casi todos los habitantes de esa casa. El tío Marcos andaba apenas cubierto por un taparrabos de fakir recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito. El tío Pablo era un misántropo adorable, dedicado casi exclusivamente a la lectura. La casa estaba llena de libros, se amontonaban en las estanterías, debajo de las camas, crecían como una flora indomable en los rincones. Este tío me enseñó a leer temprano. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas, así es como leí Rusia al desnudo, buscando respuestas a ciertas preguntas, pero sólo encontré información sobre la revolución bolchevique. Mucho más tarde descubrí al Marqués de Sade y Las Mil Una Noches, pero creo que eran textos demasiado avanzados para mi edad, los autores daban por sabidas cosas que yo ignoraba por completo. Con el sexo me ocurrió lo mismo que con las recetas de cocina: me faltaban conocimientos elementales. Recién casada quise preparar un platillo. El libro decía: tome una trucha de tres libras, límpiela, alíñela, etc. ¿Qué es una trucha? ¿Cuántas son tres libras? ¿Qué hago con las tripas, las escamas y esos ojos que me miran suplicantes? Igual me pasó con el sexo, algo sabía sobre sadomasoquismo y voluptuosas huríes del paraíso de Mahoma, pero el único hombre desnudo que había visto era mi tío el fakir, sentado en el patio contemplando la luna. Me sentí muy defraudada por ese pequeño y fláccido apéndice que cabía fácilmente en una lata de sardinas. ¿Tanto alboroto por eso? El Marqués y Scherazade exageraban.
A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas vanguardistas, que me puso en un colegio mixto. Tardé meses en acostumbrarme a estar con varones, vivía con las orejas rojas, me enamoraba todos los días de uno diferente y me daba vergüenza que me vieran entrar al baño. Mis compañeros eran unos mocosos desarrapados cuyas principales actividades eran el fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían. Había algunas privilegiadas que podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Yo fingía que esas cosas no me interesaban en lo más mínimo. Me vestía de hombre y me trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo. En esa época las niñas temíamos quedar embarazadas si nos bañábamos en una piscina con muchachos y nos habían advertido que si nos dejábamos tocar por un hombre podía "suceder algo peor que la muerte", vaya una a saber qué diablos significaba eso.
En la clase de biología nos enseñaban las características anatómicas de cada sexo y el proceso de fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginárselo. Lo más obsceno que llegamos a ver en una ilustración era una madre amamantando a un recién nacido. De posturas en el coito no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto nos resultaba incomprensible. ¿Por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas (usábamos unas toallas higiénicas que debíamos lavar a escondidas de nuestros hermanos y ocultar al fondo del closet). La literatura era evasiva al respecto y el cine francamente desalentador. En el supuesto de que una lograra burlar la vigilancia y entrar a ver una película para mayores de 18 años, no se aprendía mucho, porque cuando Jane Rusell caía de espaldas sobre un montón de heno y el galán se abalanzaba sobre ella con las narices dilatadas de pasión, la cámara se desviaba y nos mostraba el paisaje. ¡Cuántos malditos paisajes hemos visto en nuestras vidas! Las relaciones con los muchachos se limitaban a empujones, manotazos y recados de las amigas: dice Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú, y así nos pasábamos durante todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle durante la clase de matemáticas. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un norteamericano pecoso a quien todas las niñas amábamos en secreto. Me sacó sangre de narices, pero aún recuerdo ese episodio como uno de los más excitantes de mi vida. En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock an'roll que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos arrullaban los discos de Nat King Cole, Doris Day y Bing Crosby (oh Dios, ¿era eso la prehistoria?) Se bailaba abrazados, en lo posible chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal. Keenan me apretó un poco y yo sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le dije que se quitara las llaves, que me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora que han pasado más de treinta años, la única explicación que se me ocurre para tan desusado comportamiento, es que tal vez no eran sus llaves, después de todo.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez una escuela inglesa cuáquera, donde el sexo simplemente no existía. Había sido suprimido del universo por la flema británica y el celo de los predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente. En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillacs con ribetes de oro circulaban por las calles junto a camellos y muías. Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante siglos separó a los sexos. La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido. Las niñas no salían solas y los niños debían cuidarse, porque también podían ser molestados. Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos para que se defendieran de los pellizcos en la calle. En el recreo circulaban fotonovelas editadas en la India con traducción inglesa, una versión muy manoseada de El amante de Lady Chaterley y pocket-books sobre orgías de antiguos emperadores romanos. Mi padrastro tenía algunos libros eróticos que conseguía detrás del mostrador de las librerías y mantenía ocultos en su armario, pero yo le saqué un duplicado a la llave y así volví a leer Las Mil y Una Noches y lo comprendí un poco mejor. Poco a poco adquirí alguna cultura. El sexo se convirtió en una obsesión, no podía pensar en otra cosa, pero en Beirut no había ocasión de experimentar. Las niñas decentes no salían con muchachos. Tuve un amiguito, hijo de un mercader libanés, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la terraza. Era tan rico que tenía una motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.
Yo era plana. Ahora no tiene ni la menor importancia, pero en los cincuenta eso era una tragedia, los pechos eran considerados la esencia de la feminidad, mientras más grandes, mejor. La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de elástico y amplias faldas infladas con vuelos almidonados. Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los hombres sufrían un complejo mamario, derivado posiblemente de haber sido alimentados con biberón (por suerte ahora se ha vuelto a la lactancia materna). Los modelos eróticos eran Jane Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofía Loren. ¿Qué podía hacer una chica sin senos? Ponerse rellenos. Los trajes de baño y los sostenes traían dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin que una se diera cuenta. Los senos se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de pronto oíamos un ¡plop! ¡plop! y las gomas volvían a su posición inicial, desconcertando al enamorado que las tuviera en las manos y sumiéndonos a nosotras en atroz humillación.
En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil. Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de Gamal Abdel Nasser, y el gobierno cristiano. El presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio desembarcó la VI flota norteamericana. De los portaviones descendieron cientos de marines bien nutridos, entusiastas y ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era imposible evitar que los jóvenes se encontraran. Nos escapábamos del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la borrachera del rock an'roll, a pesar del escándalo que el nombre de Elvis Presley provocaba (¿dónde se ha visto que un hombre menee la pelvis de esa manera?). Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra eléctrica. Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi vida y su sabor a cerveza y salsa Ket-chup me duró más o menos un año y medio.
Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo. A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que me quedaría solterona, un joven me distinguió sobre el dibujo de la alfombra y me sonrió. Tal vez le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta que finalmente, después de casi cinco años de suplicarle, aceptó casarse conmigo. La píldora anticonceptiva se había popularizado, pero todavía se hablaba de ella en susurros. Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos "la prueba de amor" y nosotras debíamos resistirnos para llegar "puras" al matrimonio, aunque dudo que la mayoría lo lograra, en general éramos todas démie-vierges, pero igual nos casábamos de blanco, con largo velo y corona de azahares. No sé exactamente cómo tuve dos hijos.
Y entonces sucedió algo que todos esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los sesenta recorrió América Latina y llegó hasta ese rincón al final del continente donde yo vivía. Droga, sexo, pop, minifalda, bikini y los Beatles. Todas las mujeres imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una blusita miserable a punto de reventar bajo la presión del deseo, como una ninfómana dispuesta a violar a toda una compañía de bomberos. Después se acabaron los senos de las divas francesas o italianas, había que parecer un hermafrodita famélico, como la modelo inglesa Twiggy. Se hablaba de orgías, de intercambio de parejas, de pornografía. Los homosexuales salieron del closet y se pusieron de moda (sin embargo, yo cumplí 28 años sin saber cómo lo hacen los gay). Vino la euforia de la revolución cubana y pusimos afiches del Che en todas partes. Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y desfilamos por la calle. Aparecieron los hippies y durante años nos vestimos con harapos y abalorios de la India. Marihuana. (Fumé tres veces, pero no logré habituarme, aspiraba seis pitos seguidos sin volar ni un poco, era un esfuerzo inútil). Paz y amor. Sobre todo amor libre. Lástima que para mí llegó un poco tarde, porque estaba definitivamente casada y la infidelidad aún era tabú en mi medio social, al menos para las mujeres. Mi primer reportaje en la revista Paula, donde trabajaba como periodista, fue un escándalo. Durante una cena en casa de un político renombrado, alguien me felicitó por un artículo de humor que había publicado y me preguntó si no pensaba escribir algo en serio. Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, quiero entrevistar a una esposa infiel. Hubo un silencio helado a mi alrededor y luego la conversación derivó hacia el pedigree del perro. Pero a la hora del café la dueña de casa —una intelectual vestida con traje Chanel— me llevó aparte y me dijo que si le juraba guardar el secreto de su identidad, ella me lo contaría todo. Al día siguiente fui a su oficina con una grabadora. Esa señora era infiel porque disponía de tiempo libre después del almuerzo, porque el sexo es bueno para el ánimo y la salud, porque le gustaban los hombres. Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría dramas pasionales, mantenía una discreta garçoniere que compartía con dos amigas tan liberadas como ella. Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los hombres, porque si no ¿con quién lo hacen nuestros machos? Es altamente improbable que lo hagan sólo entre ellos o todos siempre con el mismo puñado de voluntarias. Nadie perdonó mi reportaje, como tal vez hubieran perdonado si la entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante platónico. El placer sin culpa ni subterfugios resultaba inaceptable en una mujer. A pesar de los alardes de modernismo, en Chile no habíamos asimilado la famosa liberación. A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos. Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre "la mujer fiel". Todavía estoy buscando una.
Mis hijos tenían siete y cuatro años respectivamente cuando la editorial me encargó escribir unos manuales de educación sexual para niños y adolescentes. Sobre mi mesa de comedor se apilaron durante meses libros sobre el tema, revistas pornográficas de Dinamarca, fotografías, notas. Teoría, mucha teoría... Mientras yo escribía, mis niños hojeaban ese material sin dar muestras de asombro. Ellos posaron para las fotos de las portadas de unos libros cuyo contenido era básicamente flores y abejas, pero se vendían envueltos en bolsas plásticas selladas, con la mojigata recomendación de que fueran utilizados por padres y maestros.
Muchas mujeres de mi generación nos sentíamos desconcertadas. Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra, y las estupideces que publicaban las revistas femeninas, como aquella donde yo misma trabajaba: ¿Es usted multiorgásmica? La zona erógena de las orejas, La cocina afrodisíaca, Escoja a su amante según el signo zodiacal, etc. pero en el fondo éramos tan moralistas como nuestras madres. Nos habían educado con patrones culturales que ya no servían, pero no éramos capaces de adoptar los nuevos. Los hombres todavía exigían que sus novias y sus hijas fueran vírgenes, temían a las mujeres emancipadas, las agredían, se burlaban. Creo que para la mayoría de nosotras fue una década de tremenda confusión, de deseos insatisfechos y de irrealizables sueños eróticos.
Las parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron. En Chile no hay divorcio, lo cual facilita mucho las cosas, porque todo el mundo se separa y se junta sin obstáculos burocráticos. Yo tenía un buen matrimonio y si comparaba a mi marido con cualquier pretendiente hipotético, me quedaba con lo que ya tenía. En mi trabajo realizaba algunas de mis fantasías. Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista escribía sobre temas escabrosos y en la televisión me pavoneaba vestida de corista, con plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura de Pinochet. El apogeo de la revolución sexual nos sorprendió en Venezuela, un país cálido donde la sensualidad se expresa más libremente que en el Cono Sur. En las playas se ven hombres bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen. Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos internacionales de belleza) caminan por la calle buscando guerra, con los senos protuberantes como un mascarón de proa y las caderas bailando al son de una música secreta.
En la primera mitad de los 80 ya no se podía ver ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por los menos dos criaturas copulando. Hasta en los documentales del National Geographical society había orangutanes o amebas que lo hacían. Se acabó el paseo de cámara por el paisaje, ahora la lente se detenía en los detalles. Fui con mi madre a ver El imperio de los sentidos (su único comentario fue que los japoneses son un poco raros). En un viaje a Londres encontré en un porno-shop a mi anciana profesora de inglés comprando un artefacto de goma rosada. Mi padrastro prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con el Playboy que los niños adquirían en los kioscos. Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños. Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi nariz de sabueso olí el contenido antes de abrirlo. No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el patio del colegio por fotos de futbolistas. Al ver a dos amantes frotarse mutuamente con budín de chocolate, me di cuenta de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del budín! ¿En qué habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio. Decidí que era hora de ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas —como comprobamos más tarde en las radiografías de columna— amanecimos echándonos linimento en las articulaciones en vez de budín de chocolate en el punto G. A la hora del desayuno mi hijo Nicolás nos observó irónico.
Veo que limpiaste mi closet, mamá.
Aja —me sonrojé.
Al fondo está el primer tomo, vieja. Empiecen por el principio si no quieren partirse un hueso —recomendó con la boca llena de panquecas.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología, con ánimo de especializarse en sexualidad humana. Le advertí que vivíamos en América Latina, donde todavía impera el machismo y tal vez su vocación no sería bien comprendida, pero ella insistió. Para entonces Paula tenía un novio siciliano cuyos planes eran casarse y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta. Físicamente mi hija engaña a cualquiera, parece una virgen de Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos. Nadie imaginaría que es experta en sexología. Cuando empezó a andar por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos, el novio decidió que era tiempo de romper el compromiso y su argumento me pareció razonable: él no estaba dispuesto a soportar que su mujer trabajara midiéndoles los orgasmos a otros hombres. Mientras duraron los cursos de sexología, en casa vimos vídeos con toda clase de combinaciones: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, cinco homosexuales con una señora embarazada, etc. Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo me enteraba de diversos métodos de masturbación y de cómo los cirujanos fabrican una vagina con un trozo de tripa y un pene con un tubo de plástico forrado en piel de la barriga.
La verdad es que yo llevo años preparándome para cuando nazcan mis nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables y ungüentos afrodisíacos; aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y entrené al perro para fornicaciones artísticas. Cuando creí que me había liberado definitivamente de las telarañas en las cuales me criaron y había entrado por fin a la era de libertinaje sin culpa, apareció el sida y toda la revolución sexual se fue al diablo. En menos de un año todo ha cambiado. Mi hijo Nicolás se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres de gancho de las orejas y decidió que es más sano vivir en pareja monógama. Paula abandonó la sexología porque dice que ya no es rentable y en cambio hará un máster en educación cognoscitiva. Está aprendiendo a cocinar pasta y tal vez vuelva con el novio siciliano, después de todo. Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí el budín de chocolate y ahora cuido mis flores y mis abejas.

07 septiembre 2010

ENCUENTRO CON MEDUSA



ENCUENTRO CON MEDUSA

Arthur C. Clarke

1. Un día memorable

Se hallaba el Queen Elizabeth a más de tres millas de altura, por encima del Gran Cañón, vagando a la cómoda velocidad de ciento ochenta, cuando Howard Falcon localizó la plataforma de la cámara que se aproximaba por la derecha. Había estado esperándolo —ninguna otra cosa podía volar a esta altura—, pero no le hacía demasiada gracia tener compañía. Aunque recibía con agrado cualquier muestra de interés público, también quería tener el cielo lo más despejado posible. Al fin y al cabo era el primer hombre en la historia que navegaba en un navío de tres décimas de milla de eslora...

Hasta ahora, este primer vuelo de prueba se estaba realizando a la perfección; irónicamente, el único problema había sido la vetusta nave Chairman Mao, solicitada al Museo Naval de San Diego para que sirviera de base a las operaciones. Sólo uno de los cuatro reactores nucleares del Mao funcionaba todavía, y la velocidad tope del viejo portaaviones apenas alcanzaba los treinta nudos. Afortunadamente, la velocidad del viento al nivel del mar había sido menos de la mitad, por lo que no resultó demasiado difícil mantenerse sobre la cubierta de despegue. Aunque habían pasado unos momentos de ansiedad al comenzar las ráfagas de viento en el instante de soltar amarras, el enorme dirigible se había elevado suave y verticalmente hacia el cielo, como impulsado por un ascensor invisible. Si todo marchaba bien, el Queen Elizabeth IV no regresaría al Chairman Mao hasta dentro de una semana.

Todo estaba bajo control; todos los instrumentos de comprobación daban lecturas normales. El comandante Falcon decidió subir a presenciar el encuentro. Entregó el mando a su segundo oficial y salió al corredor transparente que conducía al corazón de la nave. Allí, como siempre, se sintió anonadado ante el espectáculo del espacio más extenso jamás abarcado por el hombre.

Los diez alvéolos esféricos de gas, de más de cien pies de anchura cada uno, se alineaban como una hilera de gigantescas burbujas de jabón. El resistente plástico era tan claro que podían verse a su través, de extremo a extremo, los detalles del mecanismo elevador desde su cabina delantera de observación, a más de un tercio de milla de distancia. Por todo su alrededor, como un laberinto tridimensional, se desplegaba el armazón de la nave: las grandes vigas longitudinales que iban de proa a popa y los quince anillos que formaban las costillas circulares de este coloso del cielo, cuyas diversas proporciones delimitaban su silueta graciosa y aerodinámica.

A tan escasa velocidad había poco ruido: sólo el blando azote del viento sobre la envoltura y algún que otro crujido del metal al cambiar el sistema de fuerzas. La luz sin sombras de las filas de lámparas, en lo alto, conferían a toda la escena una calidad curiosamente submarina, y para Falcon todo esto estaba realzado con el espectáculo de las traslúcidas bolsas de gas. Una vez se había encontrado con un inmenso, pero inofensivo escuadrón de medusas que avanzaba palpitante y ciego por encima de un arrecife tropical, poco profundo; las burbujas de plástico del Queen Elizabeth le recordaban las medusas aquellas... especialmente cuando las presiones cambiantes las arrugaban, haciéndolas emitir destellos nuevos de luz reflejada.

Caminó por el eje de la nave hasta que llegó al ascensor delantero, entre los alvéolos de gas uno y dos. Al llegar a la cubierta de observación notó que hacía un calor excesivo, y dictó una breve nota a su grabadora de bolsillo. El Queen obtenía casi un cuarto de su flotabilidad de las ilimitadas cantidades de calor que producía su planta de energía de fusión. En este vuelo de escasa carga sólo seis de los diez alvéolos de gas contenían helio; los cuatro restantes estaban llenos de aire. Pero transportaba además doscientas toneladas de agua de lastre. No obstante, tener en los alvéolos temperaturas elevadas provocaba problemas en la refrigeración de los accesos; era evidente que aquella zona necesitaba perfeccionamiento.

Una ráfaga refrescante de aire más frío le dio en la cara al salir a la cubierta de observación, ante la deslumbradora luz del sol que penetraba por el tejado de plexiglás. Media docena de operarios, con idéntico número de ayudantes superchimpancés, estaban ocupados en colocar la pista de baile, parcialmente terminada, mientras otros instalaban los cables eléctricos y fijaban los decorados. Era una escena de caos controlado, y a Falcon le pareció increíble que fuera a estar todo preparado para el viaje inaugural, dentro de cuatro semanas tan sólo. Bien, a Dios gracias, ese problema no era suyo. Él era únicamente el capitán, no el director del crucero.

Los operarios humanos le saludaron con la mano, y los «chimps» le mostraron los dientes con sus anchas sonrisas, mientras atravesaba toda esta confusión, camino de la Sala Celeste, ya acabada. De toda la nave, este era su lugar preferido, y sabía que en cuanto entrara en servicio no lo tendría ya más a su exclusiva disposición. Disfrutaría en soledad cinco minutos.

Llamó al puente, comprobó que todo seguía en orden y se relajó en uno de los sillones giratorios. Abajo, en una curva agradable a la vista, podía verse la ininterrumpida extensión de la envoltura de la nave. Estaba encaramado en el punto más elevado, y desde aquí dominaba toda la inmensidad del más grande vehículo jamás construido. Y cuando se cansara de eso... todo el espacio, hasta el horizonte, lo llenaba el fantástico escenario agreste excavado por el río Colorado durante medio billón de años.

Quitando la plataforma de la cámara (había descendido otra vez y estaba filmando desde un costado), tenía el cielo para él solo. Era azul y estaba completamente vacío, limpio hasta el horizonte. En los tiempos de su abuelo, sabía Falcon, habría estado rayado de estelas de vapor y sucio de humo. Esas cosas ya no existían: la inmundicia aérea había desaparecido juntamente con las primitivas tecnologías que la habían producido, y el transporte a larga distancia de esta era se efectuaba tan por encima de la estratosfera, que no había posibilidad de percibir nada con la vista o el oído desde la Tierra. Las regiones inferiores de la atmósfera pertenecían de nuevo a los pájaros y a las nubes... y, en este momento, al Queen Elizabeth IV.

Era cierto lo que solían decir los viejos pioneros de principios del siglo XX: éste era el único medio de viajar... en silencio, lujosamente, respirando el aire que te rodea y no separado de él, y lo bastante cerca de la superficie como para poder admirar la belleza siempre cambiante de la tierra y la mar. Los reactores subsónicos de la década de 1980, cargados con cientos de pasajeros sentados en filas de diez, no podían siquiera hacer presentir comodidad y holgura.

Naturalmente, el Queen no ofrecería jamás unas condiciones económicas; y aun cuando se construyeran las naves gemelas en proyecto, sólo unas cuantas personas, del cuarto de billón de habitantes que el mundo tenía, gozarían de este silencioso deslizarse por el cielo. Pero una parte de la sociedad acomodada y próspera del globo podía permitirse tales extravagancias y, verdaderamente, las necesitaba su esparcimiento y ansias de novedad. Había lo menos un millón de hombres en la Tierra cuyos ingresos discrecionales rebasaban los mil nuevos dólares al año, de modo que no le faltarían pasajeros al Queen.

El comunicador de bolsillo de Falcon emitió una señal. El copiloto llamaba desde el puente.

—¿Dispuesto para el encuentro, capitán? Tenemos todos los datos que necesitamos de este viaje, y el personal de la televisión se está impacientando.

Falcon echó una mirada a la plataforma de la cámara, que a la sazón se desplazaba a su misma velocidad, a una décima de milla de distancia.

—Preparado —contestó—. Adelante según lo previsto. Yo vigilaré desde aquí.

Atravesó de nuevo el afanoso caos de la cubierta de observación en busca de una vista más amplia del costado. Mientras caminaba, percibió un cambio de vibración bajo sus pies; pero cuando llegó al fondo del salón, la nave había recuperado su quietud. Utilizando su llave maestra salió a la pequeña plataforma exterior que Sobresalía del borde de la cubierta; cabían allí media docena de personas de pie, separadas tan sólo por bajas barandillas de la inmensa extensión de la envoltura... y del suelo que se divisaba a miles de pies de distancia. Era un lugar impresionante, perfectamente seguro, aun en el caso de que la nave se desplazara a gran velocidad, va que estaba al socaire del viento, tras la enorme ampolla dorsal de la cubierta de observación. No obstante, no estaba ideada para que los pasajeros tuvieran acceso a ella; la perspectiva producía, quizá, demasiado vértigo.

Los cuarteles de las escotillas de proa de la nave estaban va abiertos como trampas gigantescas, y la plataforma de la cámara revoloteaba por encina, disponiéndose a descender. En los años venideros viajarían por esta ruta miles de pasajeros y toneladas de mercancías. Sólo muy de tarde en tarde bajaría el Queen hasta el nivel del mar para anclar en su base flotante.

Una súbita ráfaga de viento azotó las mejillas de Falcon, y éste se aferró aún más al pasamano. El Gran Cañón era un mal lugar para las turbulencias, aunque esperaba no sufrir muchas a esta altura. Sin inquietud de ninguna clase, concentró su atención en la plataforma que descendía, la cual se encontraba ahora a unos ciento cincuenta pies por encima de la nave. Sabía que el hábil operador que volaba en el aparato había ejecutado una docena de veces esta sencilla maniobra; era inconcebible que se le plantearan dificultades de ninguna clase.

Sin embargo, parecía que se desenvolvía con torpeza. Este último golpe de viento había lanzado la plataforma casi hasta el borde de la escotilla abierta. El piloto podía haber corregido la posición antes de esto... ¿Tendría algún problema en los controles? Era muy poco probable; estos aparatos de control remoto tenían mandos múltiples, sistemas de seguridad y un sinfín de mecanismos de emergencia. Los accidentes eran algo casi inusitado.

Pero allá fue otra vez, dando un bandazo a la izquierdo. ¿Estaría borracho el piloto? No era posible, pero eso es lo que parecía; Falcon lo consideró seriamente durante un momento. Luego alargó la mano al conmutador de su micrófono.

Una vez más, inesperadamente, recibió una violenta bofetada de viento. Casi no la notó porque estaba mirando horrorizado la plataforma de la cámara. El lejano operador luchaba para hacerse con el control, tratando de restablecer el equilibrio del aparato con los propulsores... pero lo único que conseguía era empeorar las cosas. Las oscilaciones iban en aumento: veinte grados, sesenta, noventa...

—¡Conecta el automático, idiota! —gritó inútilmente en su micrófono—. ¡Tu control manual no funciona!

La plataforma dio un vuelco y se puso boca abajo. Los propulsores no la sostuvieron ya, sino que la precipitaron vertiginosamente hacia abajo. Se habían aliado súbitamente a la gravedad, contra la cual habían estado luchando hasta este momento.

Falcon no llegó a oír el estampido al estrellarse, aunque lo sintió: se encontraba ya en el interior de la cubierta de observación y corría precipitadamente hacia el ascensor que le bajaría al puente. Los operarios gritaron ansiosamente, preguntándole qué había sucedido. Pero tendrían que pasar muchos meses antes de que supiera la respuesta a esta pregunta.

Justo cuando iba a meterse en la caja del ascensor cambió de idea. ¿Y si hubiera sido un fallo de la corriente? Sería mejor andar por lugares seguros, aunque tardara más y el tiempo fuera vital. Empezó a bajar por la escalera de caracol del interior del eje vertical.

Cuando ya se hallaba a mitad de camino se detuvo a inspeccionar el daño. La maldita plataforma había traspasado la nave, destrozando dos de los alvéolos de gas. Todavía se estaban hundiendo lentamente los grandes jirones colgantes de plástico. No le preocupaba la pérdida de fuerza de ascensión: el lastre podía equilibrar fácilmente esto, dado que quedaban ocho alvéolos intactos. Mucho más grave sería la eventualidad de que hubiese resultado dañada la estructura. Ya oía protestar y gruñir al enorme enrejado de su alrededor por el peso anormal que soportaba. No era suficiente tener la necesaria fuerza de ascensión. Si ésta no estaba adecuadamente distribuida podía quebrar el dorso de la nave.

En el preciso momento en que reanudaba su descenso apareció un superchimp chillando de terror; bajaba por el hueco del ascensor a increíble velocidad, agarrándose con las manos, pero por fuera del enrejado. Presa del pánico, el pobre animal se había destrozado el uniforme de la compañía, tal vez en un intento inconsciente por recobrar la libertad de sus antepasados.

Falcon, que bajaba tan de prisa como podía, le observó avanzar algo intranquilo. Un chimpancé asustado era un animal poderoso y potencialmente peligroso; sobre todo si su miedo se imponía sobre su condicionamiento. Al alcanzarle, comenzó a gritar una retahíla de palabras, y la única que Falcon pudo entender fue la quejumbrosa y frecuentemente repetida de «jefe». Aun en esta contingencia, se dio cuenta Falcon, se dirigía a los humanos para pedir que le orientaran. Sintió lástima de esa criatura, involucrada en un desastre humano que escapaba a su capacidad de comprensión, y del que no tenía la menor responsabilidad.

Se detuvo frente a él, al otro lado del enrejado; no había nada que le impidiera cruzar el marco abierto, si quería. Ahora el rostro del animal estaba tan sólo a unas pulgadas del suyo, y pudo mirarle directamente a los ojos llenos de terror. Jamás había estado tan cerca de un «chimp», ni había podido estudiar sus facciones con tanto detalle. Sintió esa mezcla de afinidad y malestar que experimentamos todos los hombres cuando nos miramos de ese modo en el espejo del tiempo.

Su presencia parecía haber calmado al animal. Falcon señaló hacia lo alto del hueco del ascensor, luego hacia la cubierta de observación, y dijo muy clara y correctamente:

—Jefe... jefe... je.

Para alivio suyo, el chimpancé comprendió: le hizo una mueca que podía ser una sonrisa, e inmediatamente volvió por el mismo camino que había venido. Falcon le había dado el mejor consejo que podía. Si alguna seguridad había a bordo del Queen, estaba precisamente en esa dirección. Pero su deber estaba en la otra.

Casi había terminado de bajar, cuando, con un ruido de metal desgarrado, la nave dobló el morro hacia abajo y se apagaron las luces. Pero se podía ver aún con toda claridad, pues entraba una columna de luz a través de la escotilla abierta y el enorme desgarrón de la envoltura. Hacía muchos años había estado contemplando en una inmensa catedral la luz que se filtraba a través de las vidrieras, la cual formaba luminosos charcos multicolores sobre las viejas losas. La deslumbrante columna de luz que atravesaba el desgarrón superior de la tela le recordó aquel momento. Se hallaba en una catedral metálica que caía del cielo.

Cuando llegó al puente y pudo asomarse por primera vez al exterior, se quedó horrorizado al ver lo cerca que estaba la nave del suelo. A sólo tres mil pies tenía los hermosos y mortales pináculos rocosos y los rojos ríos de barro que seguían profundizando hacia el pasado. No había zonas llanas a la vista donde poder posarse una nave de las dimensiones del Queen con la quilla horizontal.

Tras una mirada al tablero de mandos comprobó que habían arrojado todo el lastre. Sin embargo, la velocidad de descenso se había reducido meramente a unas cuantas yardas por segundo; todavía tenía una posibilidad de luchar.

Sin decir palabra, Falcon se acomodó en el asiento del piloto y asumió el control que aún podía. El tablero de mandos le informaba de cuanto quería saber. Sobraban los comentarios. Por el fondo se oía al oficial de comunicaciones dando un precipitado parte por radio. En este momento, todos los canales informativos de la Tierra habrían dejado vía libre para esta noticia, y podía imaginar la completa frustración de los directores de programas. Estaba ocurriendo una de las catástrofes más espectaculares de la historia... sin que hubiera una sola cámara que lo recogiera. Los últimos momentos del Queen no provocarían el terror y el espanto de millones de personas, como había sucedido con el Hindenburg siglo y medio antes.

El suelo se encontraba ya a unos setecientos pies tan sólo y seguía aproximándose lentamente. Aunque tenía amortiguadores de propulsión, no se atrevía a utilizarlos por temor a que se rompiera la debilitada estructura; pero se daba cuenta de que ya no tenía elección. El viento les estaba arrastrando hacia una bifurcación del cañón, donde el río quedaba hendido por una cuña rocosa como la roda de un gigantesco y fosilizado barco de piedra. Si seguía la trayectoria que llevaba, el Queen encallaría en aquella meseta triangular, y lo menos un tercio de su volumen quedaría sobresaliendo en el vacío: se partiría como un palo podrido.

De muy lejos, dominando el ruido de metales retorcidos y escapes de gas, le llegó a Falcon el silbido familiar de los reactores al abrir los tubos laterales. La nave se estremeció y comenzó a doblarse hacia abajo. El chirrido de metal desgarrado era ahora casi continuo... y la velocidad de descenso había empezado a aumentar alarmantemente. Una mirada al panel de control de daños le reveló que acababan de perder el alveolo número cinco.

El suelo estaba a unas yardas solamente. Aun ahora no podía decir si su maniobra resultaría o no. Encendió los tubos de propulsión vertical y los puso a la máxima potencia de ascensión para reducir la fuerza del impacto.

El crujido pareció durar una eternidad. No fue violento... sino únicamente prolongado e irresistible. Parecía que el universo entero se desplomaba en torno a ellos.

El ruido de metal desgarrado se fue aproximando como si una bestia enorme royera la nave moribunda.

Luego, el techo y el suelo se cerraron sobre él como una prensa.

2. «Porque está ahí»

—¿Por qué quieres ir a Júpiter?

—Como dijo Springer cuando se dirigía hacia Plutón: «Porque está ahí.»

—Gracias, dejemos eso a un lado ahora: quiero la verdadera razón.

Howard Falcon sonrió, aunque sólo quienes le conocían bien podían interpretar esa mueca leve y correosa. Webster era uno de ellos: durante más de veinte años habían intervenido juntos en sus mutuos proyectos. Habían compartido triunfos y fracasos... incluso el más grande desastre de todos.

—Bueno, el cliché de Springer aún es válido. Hemos pisado el suelo de todos los planetas terrestres, pero no el de los gigantes gaseosos. Es el único desafío que queda en el sistema solar.

—Un desafío caro. ¿Has calculado el presupuesto?

—Hasta donde he podido; aquí lo tienes. Pero recuerda: no se trata de una misión aislada, sino de un sistema de transporte. Una vez que se haya probado puede volver a utilizarse infinidad de veces. Y esto nos facilitará el acceso no sólo a Júpiter, sino a todos los planetas gigantes.

Webster echó una mirada a las cifras y soltó un silbido.

—¿Por qué no empiezas por un planeta más asequible, Urano, por ejemplo? Tiene la mitad de gravedad y necesitas menos de la mitad de la velocidad de escape. Además, tiene un clima más tranquilo... si podemos llamarlo así.

Webster, evidentemente, estaba impuesto en la materia. Por eso, naturalmente, era el jefe del Programa de Largo Alcance.

—Se ahorra muy poco con la distancia adicional y los problemas logísticos. Para Júpiter, en cambio, podemos utilizar las estaciones de servicio de Ganímedes. Más allá de Saturno debemos establecer una nueva base de aprovisionamiento.

Lógico, pensó Webster; pero estaba seguro de que no era ésa la razón más importante. Júpiter era el señor del sistema solar; Falcon no se conformaría con una hazaña de menos categoría.

—Además —prosiguió Falcon—, Júpiter es el gran escándalo de la ciencia. Hace más de cien años que se descubrieron sus tormentas de radio, pero aún no sabemos qué es lo que las origina. Y la Gran Mancha Roja sigue siendo un misterio tan rotundo como siempre. Podemos solicitar fondos del Departamento de Astronáutica. ¿Sabes cuántas sondas se han dejado caer en esa atmósfera?

—Un par de centenares, creo.

—Trescientas veintiséis durante los últimos cincuenta años: la cuarta parte de las cuales han fallado totalmente. Por supuesto, han recogido infinidad de datos; pero apenas han escarbado en el planeta. ¿Tienes idea de lo grande que es?

—Más de diez veces el tamaño de la Tierra.

—Sí, sí... pero ¿sabes realmente lo que eso significa?

Falcon señaló el enorme globo terráqueo que había en un rincón del despacho de Webster.

—Mira la India... lo pequeña que parece. Bueno, si desollamos la Tierra y extendemos su piel sobre la superficie de Júpiter, ocuparía lo que ocupa la India sobre ella.

Hubo un gran silencio mientras Webster contemplaba la ecuación: Júpiter es a la Tierra como la Tierra es a la India. Falcon —deliberadamente, por supuesto— había elegido el mejor ejemplo posible...

¿Hacía diez años ya? Sí, eso debía hacer. La catástrofe había quedado en el pasado, a siete años de distancia (tenía esa fecha grabada en el corazón), y aquellas pruebas iniciales habían tenido lugar tres años antes del primer y último vuelo del Queen Elizabeth.

Hacía diez años, pues, el comandante (no el teniente) Falcon le había invitado a un vuelo previo: a un periplo de tres días por las llanuras del norte de la India, desde las que se podía contemplar el Himalaya.

—Será una excursión sin riesgos de ninguna clase —le había prometido—. Te alejará del despacho... y te pondrá al tanto de cómo es todo esto.

Webster no se sintió defraudado. Después de su primer viaje a la Luna había sido la experiencia más memorable de su vida. Y, sin embargo, tal como Falcon le había asegurado, resultó ser un viaje sin un solo incidente, perfectamente seguro.

Habían salido de Srinagar poco antes del amanecer, con la inmensa burbuja plateada del globo brillando bajo los primeros rayos del Sol. Habían efectuado la ascensión en completo silencio; no llevaban esos ruidosos quemadores de propano que calentaban el aire de los globos de antaño. Todo el calor que necesitaban lo producía el pequeño reactor de fusión, de unas doscientas veinte libras de peso tan sólo, suspendido en la misma boca abierta de la envoltura. Mientras ascendían, el láser que llevaban iba parpadeando diez veces por segundo, encendiendo la minúscula bocanada de combustible de deuterio. Una vez que alcanzaran altura lo encenderían sólo unas cuantas veces por minuto, para restituir el calor que se perdía en la enorme bolsa de gas de arriba.

Y así, aun cuando estaban a casi una milla del suelo, podían oír los ladridos de los perros, los gritos de las gentes, los repiques de las campanas. Poco a poco el vasto paisaje dorado por el sol se fue dilatando en torno a ellos. Dos horas más tarde habían alcanzado una altura de tres millas y se vieron obligados a tomar frecuentes bocanadas de oxígeno. Podían relajarse y admirar el panorama; los instrumentos de a bordo hacían todo el trabajo: recogían la información que necesitaban los diseñadores del aún innominado trasatlántico de los cielos.

Era un día perfecto. El monzón del Sudoeste no volvería a soplar hasta dentro de un mes, y apenas si había nubes en el cielo. El tiempo parecía haberse detenido. Les molestaban los partes que la radio iba dando cada hora, porque les turbaba su arrobamiento. Y rodeándoles enteramente hasta el horizonte y mucho más allá, se extendía el infinito y antiguo paisaje empapado de historia: un mosaico de pueblos, campos de labor, templos, lagos, acequias...

Con un verdadero esfuerzo, Webster rompió el encanto hipnótico de ese recuerdo de hacía diez años. Aquel vuelo le había hecho sentirse más ligero que el aire, y le había brindado la ocasión de apreciar la inmensidad de la India, aun en un mundo que podía circundarse en noventa minutos. Y no obstante, se repetía para sus adentros: Júpiter es a la Tierra como la Tierra es a la India...

—Admitiendo tu argumento —dijo—, y suponiendo que dispongamos de fondos, hay otra cuestión a la que tienes que contestar. ¿Por qué ibas a hacerlo tú mejor que, por ejemplo, las trescientas sondas-robots que han efectuado ya ese viaje?

—Porque estoy en mejores condiciones que ellas, como observador y como piloto. Especialmente como piloto. No olvides que tengo más experiencia en vuelos aerostáticos que nadie en el mundo.

—Podías hacer de controlador, confortablemente sentado en Ganímedes.

—Pero ¡ésa es precisamente la cuestión! Que eso se ha hecho ya. ¿No recuerdas qué es lo que mató al Queen?

Webster lo recordaba perfectamente; pero se limitó a contestar:

—Prosigue.

—¡El tiempo de propagación, el tiempo de propagación! Aquel idiota de controlador de la plataforma creía que estaba manejando un circuito de radio local. Pero, accidentalmente, había conectado con un satélite... Bueno, él no tuvo la culpa, pero debía haberlo notado. Hay medio segundo de demora por propagación en cada ida y vuelta. Aun así, la cosa no habría importado, de haber efectuado el vuelo con el aire en calma. Fue la turbulencia que reinaba sobre el Gran Cañón lo que lo originó todo. La plataforma escoró, y al tratar de corregir la inclinación escoró en el otro sentido. ¿Has tratado alguna vez de ir en coche por una carretera abollada moviendo el volante con medio segundo de retraso?

—No, ni se me ocurriría intentarlo. Pero no me lo puedo imaginar.

—Bueno, pues Ganímedes está a un millón de kilómetros de Júpiter. Eso significa un tiempo de propagación entre la ida y la vuelta de seis segundos. No, lo que necesitas es un controlador en el lugar mismo para afrontar cualquier emergencia en el tiempo real. Déjame enseñarte algo. ¿Te importa que utilice esto?

—Adelante.

Falcon cogió una postal que había sobre la mesa de Webster; eran rarísimas en la Tierra, pero ésta mostraba la perspectiva 3-D de un paisaje marciano y estaba decorada con costosos y exóticos sellos. La sostuvo de manera que quedara suspendida verticalmente.

—Es un viejo truco, pero servirá para lo que quiero. Pon el pulgar y el índice a cada lado como para cogerla, pero sin tocarla. Eso es.

Webster había extendido la mano en actitud de coger la postal, pero sin rozarla.

—Cógela.

Falcon aguardó unos segundos; luego, sin previo aviso, soltó la postal. El pulgar y el índice de Webster se cerraron en el vacío.

—Probemos otra vez, sólo para que veas que no hay engaño. ¿De acuerdo?

Una vez más, la postal se deslizó entre los dedos de Webster y cayó al suelo.

—Ahora, intenta hacérmelo tú a mí.

Esta vez, Webster cogió la postal y la soltó sin previo aviso. Apenas la dejó caer, la atrapó Falcon. Webster casi imaginó oír su clic, de lo rápida que fue la reacción del otro.

—Cuando me recosieron —comentó Falcon con voz inexpresiva—, los cirujanos introdujeron algunas mejoras. Esta es una de ellas... pero hay otras. Quiero explotarlas al máximo. Júpiter es el lugar apropiado para ello.

Webster contempló durante largos segundos la postal caída, fascinado por los colores inverosímiles de las escarpaduras del Trivium Charontis. Luego dijo tranquilamente:

—Comprendo. ¿Cuánto tiempo crees que se necesitará?

—Con tu ayuda, más la del Departamento, y todos los recursos científicos que pueda recabar... unos tres años. Luego necesitaremos un año para pruebas... tendremos que enviar lo menos un par de prototipos de ensayo. Así que, si hay suerte... podemos estar listos en cinco años.

—Es lo que yo había calculado, más o menos. Espero que te acompañe la suerte; te la mereces. Pero hay una cosa a la que no estoy dispuesto.

—¿Cuál?

—La próxima vez que hagas un viaje en globo no cuentes conmigo como acompañante.

3. El mundo de los dioses

El descenso desde Júpiter y al planeta Júpiter dura sólo tres horas y media. Pocos hombres habrían podido dormir durante un viaje tan pavoroso como éste. El dormir era una debilidad que Howard Falcon detestaba, y el poco que le hacía falta aún le traía pesadillas que el tiempo no había sido capaz de disipar. Pero no esperaba poder descansar en los próximos tres días y debía aprovechar lo que pudiera durante el largo descenso hacia el océano de nubes que se extendía sesenta mil millas más abajo.

Tan pronto como la Kon-Tiki entró en su órbita de traslación y vio que todas las comprobaciones de la computadora eran satisfactorias, se dispuso a echar el último sueño previsible. Parecía muy oportuno que casi en ese mismísimo momento Júpiter eclipsara el brillante y diminuto Sol, al entrar él en la sombra monstruosa del planeta. Durante unos minutos, un extraño crepúsculo dorado envolvió la nave; luego, un cuarto de firmamento se oscureció completamente como un agujero en el espacio, mientras el resto era un brasero de estrellas. Por mucho que viajara uno por el sistema solar, ellas no cambiaban jamás; estas mismas constelaciones brillaban ahora por encima de la Tierra, a millones de millas de distancia. Las únicas novedades aquí eran los pequeños y pálidos crecientes de Calixto y Ganímedes; desde luego, había media docena de lunas más arriba, en el cielo, pero eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente lejos para poderlas captar a simple vista.

—Corto durante dos horas —informó a la nave nodriza, la cual se encontraba a casi mil millas por encima de las desoladas rocas de Júpiter V, cobijada en la sombra de este satélite diminuto que la protegía de la radiación. Si no sirvió jamás para otra cosa el Júpiter V, al menos hacía de excavadora cósmica, barriendo perpetuamente las partículas cargadas que hacían nociva la permanencia en las proximidades de Júpiter. Su estela se hallaba casi limpia de radiación, por lo que podía cobijarse en ella una nave y mantenerse allí perfectamente segura, mientras la muerte se esparcía como una llovizna invisible por todo el alrededor.

Falcon conectó el inductor de sueño, y rápidamente se le fue emborronando la conciencia, a medida que las pulsaciones eléctricas le invadían el cerebro en suaves oleadas. Mientras la Kon-Tiki descendía hacia Júpiter, aumentando su velocidad segundo a segundo en este inmenso campo gravitatoria, durmió sin ensueños de ninguna clase. Los ensueños le venían siempre al despertar; y Falcon se había traído sus propias pesadillas de la Tierra.

Sin embargo, no soñaba nunca que se estrellaba, aunque a menudo se volvía a encontrar cara a cara con aquel superchimpancé aterrado, cuando bajaba la escalera de caracol entre las desventuradas bolsas de gas. Ningún chimpancé había sobrevivido; los que no habían muerto en el acto quedaron tan malheridos que hubo que practicarles la eutanasia. Falcon se preguntaba a veces por qué soñaba sólo con esa desdichada criatura —a la que no había visto en su vida más que en sus últimos minutos— y no con los amigos y compañeros que había perdido en la catástrofe del Queen.

Los sueños que más temía empezaban siempre en el momento de comenzar a recobrar la conciencia, después del desastre. Había experimentado poco dolor físico; de hecho no tuvo sensación de ninguna clase. Estaba inmerso en tinieblas y silencio, y era como si no respirara siquiera. Y —lo más extraño de todo— no localizaba sus miembros. No podía mover ni las manos ni los pies, porque no sabía dónde estaban.

El silencio había sido lo primero en ceder. Al cabo de un indeterminado número de horas, o de días, llegó a tener conciencia de un débil latido, y, finalmente, tras pensarlo largamente, dedujo que eran las palpitaciones de su propio corazón. Esa fue la primera de sus muchas equivocaciones.

Luego habían surgido débiles pinchazos, chispazos de luz, presiones fantasmales en los miembros aún insensibles. Uno tras otro, sus sentidos se habían ido recobrando, y con ellos, el dolor. Había tenido que aprenderlo todo de nuevo, recapitulando la infancia y la niñez. Aunque no le había afectado a la memoria y podía comprender las palabras que le decían, transcurrieron meses antes de poder contestar con algo más que un parpadeo. Recordaba los momentos triunfales en que logró pronunciar la primera palabra, volver la primera página... y, finalmente, aprendió a moverse por su propia voluntad. Eso fue una victoria, efectivamente, y había estado casi dos años preparándola. Había envidiado cien veces a aquel superchimpancé que había muerto, pero él no había tenido la posibilidad de elegir. Eran los doctores quienes habían decidido... y ahora, después de doce años, se encontraba en un lugar jamás visitado por el hombre, desplazándose más de prisa que ningún ser humano en la historia.

La Kon-Tiki estaba saliendo de la sombra, y el amanecer joviano curvó el cielo en un gigantesco arco de luz, cuando el zumbido del despertador sacó a Falcon de su sueño. Las inevitables pesadillas (había estado tratando de llamar a una enfermera, pero no tenía fuerza siquiera para pulsar el botón) se disiparon rápidamente de su conciencia. La más grande, y quizá la última aventura de su vida iba a empezar.

Llamó al Control de la Misión, que ahora se encontraba a casi sesenta mil millas y estaba entrando rápidamente en el otro lado de la curva de Júpiter, para informar que todo estaba en orden. Su velocidad acababa de rebasar las treinta y una millas por segundo (esto pasaría a los libros), y en media hora la Kon-Tiki traspasaría la orla exterior de la atmósfera, empezando así la más difícil entrada de todo el sistema solar. Aunque habían sobrevivido docenas de sondas a esta suprema prueba de fuego, en realidad se había tratado siempre de equipos de instrumentos sólidamente compactos, capaces de soportar la fuerza de atracción de cientos de g. La Kon-Tiki rozaría hasta los treinta g, y su media sería de más de diez antes de llegar a descansar en las capas superiores de la atmósfera de Júpiter. Con sumo cuidado y precaución, Falcon empezó a abrocharse los complicados sistemas de sujeción que le mantendrían anclado a las paredes de la cabina. Cuando hubo terminado, prácticamente formaba parte de la estructura de la nave.

El reloj inició la cuenta atrás: faltaban cien segundos para su entrada. Para bien o para mal, ya no tenía remedio. Dentro de un minuto y medio rozaría la atmósfera de Júpiter, y sería atrapado inmediatamente por la zarpa del gigante.

La cuenta atrás iba con tres segundos de retraso... lo que no estaba mal, ni mucho menos, considerando los imponderables que podían surgir. Del exterior de las paredes de la cápsula provenía un aliento fantasmal que crecía constantemente, hasta que se convirtió en un alarido elevadísimo. Era un ruido enteramente distinto al de la entrada en la Tierra o en Marte; en esta enrarecida atmósfera de hidrógeno y helio, todos los sonidos experimentaban una elevación de tono equivalente a un par de octavas. En Júpiter, hasta el trueno tendría el tono de falsete.

Con el aumento del alarido, fue creciendo también la pesantez. A los pocos segundos se sintió completamente inmovilizado. Su campo visual se fue reduciendo, hasta que no abarcó más que el reloj y el acelerómetro; quince g, y faltaban cuatrocientos ochenta segundos...

No llegó a perder el conocimiento; pero tampoco esperaba perderlo. La estela de la Kon-Tiki, al atravesar la atmósfera joviana, debía de ser todo un espectáculo: debía de tener miles de millas de longitud. Quinientos segundos después de la entrada, la atracción empezó a decrecer: diez g, cinco g, dos... Luego el peso desapareció casi completamente. Ahora descendía libremente, una vez neutralizada su tremenda velocidad orbital.

Hubo una súbita sacudida al arrojar los restos incandescentes del escudo protector del calor. Había cumplido su misión y ya no lo volvería a necesitar; ahora podía quedárselo Júpiter. Soltó todas sus hebillas de sujeción menos dos, y esperó a que el control automático iniciara la serie siguiente, más crítica, de acontecimientos.

No vio hincharse el primer paracaídas, pero notó un ligero tirón, y la velocidad de caída disminuyó inmediatamente. La Kon-Tiki había perdido toda su velocidad horizontal, y bajaba verticalmente a mil millas por hora. Todo dependía de lo que sucediera en los sesenta próximos segundos.

Soltó el segundo paracaídas. Miró hacia arriba, a través de la portilla superior, y vio con inmenso alivio esas nubes de reluciente película de metal tras la nave descendente. Como una gran flor en el momento dé abrirse, se desplegaron en el cielo los miles de yardas cúbicas del globo, ahuecando el tenue Mas, hasta que quedó completamente hinchado. La velocidad de la Kon-Tiki se redujo a unas millas por hora y se mantuvo constante. Ahora tendría tiempo de sobra; tardaría días enteros en recorrer toda la trayectoria hasta la superficie de Júpiter.

Pero llegaría finalmente, aunque no hiciera nada ya. El globo de arriba actuaba de eficaz paracaídas. No permitía la ascensión, ni habría posibilidad de ello mientras el gas del interior y el del exterior fueran idénticos.

Con su característico y un tanto desconcertante estampido arrancó el reactor de fusión, derramando torrentes de fuego en el interior de la envoltura superior. En cinco minutos la velocidad se redujo a cero; al cabo de seis, la nave empezó a elevarse. Según el altímetro de radar se había estabilizado a un nivel de unas doscientas sesenta y siete millas de la superficie... o de lo que hiciera las veces de superficie en Júpiter.

Sólo una clase de globo podía tener efecto en una atmósfera de hidrógeno, que es el más ligero de los gases, y era el de hidrógeno caliente. Mientras funcionara el reactor, Falcon seguiría manteniéndose en las alturas, vagando a la deriva por un mundo que era capaz de contener un centenar de océanos Pacíficos. Después de haber recorrido más de trescientos millones de millas, la Kon-Tiki empezaba por fin a justificar su nombre. Era una almadía aérea a merced de las corrientes de la atmósfera joviana.

Aun cuando le rodeaba un mundo enteramente nuevo, transcurrió más de una hora antes de que Falcon pudiera echar una mirada al panorama. Primero tuvo que revisar todos los equipos de la cápsula y comprobar que respondían a sus controles. Averiguó el calor extra que necesitaba para obtener la velocidad de ascenso deseada y el gas que debía dejar escapar para descender. Y, sobre todo, estaba la cuestión de la estabilidad. Debía ajustar la longitud de los cables que sujetaban el inmenso globo, de forma que amortiguaran las vibraciones y conseguir así un desplazamiento lo más suave posible. Por ahora tenía suerte; a este nivel, el viento era constante, y las cifras sobre la superficie invisible le informaron que la velocidad del suelo era de doscientas diecisiete millas y media por hora. Para Júpiter, la cifra era moderada; en este planeta se habían observado vientos de hasta mil millas por hora. Pero la velocidad en sí misma carecía de importancia; el verdadero peligro estaba en la turbulencia. Si se precipitaba en ella, sólo le salvaría la habilidad y la experiencia y una reacción rápida... y ésas no eran cosas que pudieran programarse en una computadora.

Hasta que no quedó satisfecho de que dominaba la sensibilidad de su extraña embarcación no prestó Falcon atención alguna a los requerimientos del Control de la Misión. Luego desplegó los botalones que portaban los instrumentos y analizadores atmosféricos. La cápsula se asemejaba ahora a un árbol de Navidad algo desordenado; pero seguía vagando suavemente impulsada por los vientos jovianos, mientras transmitía torrentes de información a las grabadoras de la nave situada varias millas más arriba. Y ahora, por fin, podía echar una mirada a su alrededor...

Su primera impresión fue inesperada, y hasta un poco decepcionante. Por lo que se refería a las dimensiones de las cosas, era como si estuviera viajando en globo a través de un vulgar paisaje de nubes de la Tierra. El horizonte parecía hallarse a una distancia normal. No tenía la más mínima sensación de encontrarse en un mundo de un diámetro once veces superior al de la Tierra. Luego prestó atención al radar infrarrojo que sondaba las capas de la atmósfera que tenía debajo... y vio cuán enormemente le habían engañado sus ojos.

Esa capa de nubes que aparentemente veía a tres millas de distancia estaba en realidad treinta y siete millas más abajo. Y el horizonte, cuya distancia de la nave había calculado él en unas ciento veinticinco millas, en realidad estaba a mil ochocientas.

La cristalina claridad de la atmósfera de hidrohelio y la enorme curvatura del planeta le habían engañado completamente. Era mucho más difícil calcular las distancias aquí que en la Luna: todo cuanto veía debía multiplicarse lo menos por diez. Era una cosa muy simple, y él debía haberlo previsto. No obstante, de alguna manera, le turbaba profundamente. No le daba la sensación de que Júpiter fuera enorme, sino de que él había encogido a una décima de su tamaño normal. Quizá, con el tiempo, se acostumbraría a la escala inhumana de este mundo; sin embargo, al contemplar ese horizonte increíblemente distante notaba como si soplara en su alma un viento más frío que la atmósfera que le envolvía. A pesar de todas sus argumentaciones, quizá este lugar no pudiera ser habitado jamás por el hombre. Puede que fuera él el primero y el último en traspasar las nubes de Júpiter.

Arriba, el cielo era casi negro, aparte de unos cuantos cirros de amoníaco, a unas doce millas por encima de él. Hacía frío aquí, en esta orla del espacio; pero tanto la temperatura como la presión aumentaban rápidamente a medida que descendía. En el nivel por el que la Kon-Tiki se desplazaba ahora reinaba una temperatura de cincuenta grados bajo cero, y la presión era de cinco atmósferas. Sesenta millas más abajo haría tanto calor como en la zona ecuatorial de la Tierra, y la presión sería más o menos la misma que la de los mares más profundos. Condiciones ideales para la vida...

Había transcurrido ya una cuarta parte del breve día joviano; el sol estaba a medio camino de su cenit, pero la luz, en este ininterrumpido paisaje de nubes que tenía debajo, poseía una calidad extrañamente blanda. Esos trescientos millones de millas adicionales privaban al Sol de toda su fuerza. Aunque el cielo estaba despejado, Falcon tenía a cada momento la sensación de que era un día espesamente nublado. Cuando cayera la noche, sobrevendría la oscuridad con suma rapidez; y pese a que era aún por la mañana, había en el aire una luz crepuscular propia del otoño. Pero el otoño era algo que, naturalmente, jamás conocería Júpiter. Aquí no existían las estaciones.

La Kon-Tiki había descendido en el centro exacto de la zona ecuatorial... la parte más apagada del planeta. El mar de nubes que se extendía hasta el horizonte estaba teñido de un pálido color salmón; no se veían los amarillos, rosas y rojos que envolvían a este planeta, visto desde las alturas superiores. La Gran Mancha Roja —el rasgo más espectacular de todo el planeta— se hallaba miles de millas más al Sur. Había estado tentado de descender allí, pero las perturbaciones tropicales del Sur eran excepcionalmente activas, con corrientes que sobrepasaban las novecientas millas por hora. Dirigirse a aquel maelstrón de fuerzas desconocidas no habría sido más que buscarse problemas. La Gran Mancha Roja y sus misterios tendría que esperar a expediciones futuras.

El Sol, que recorría el firmamento dos veces más de prisa que en la Tierra, estaba llegando a su cenit y había sido eclipsado por el plateado dosel del globo. La Kon-Tiki seguía desplazándose suave y velozmente hacia el Oeste, a la constante velocidad de doscientas diecisiete millas y media, pero sólo podía apreciarla por medio del radar. ¿Reinaría siempre la calma aquí?, se preguntó Falcon. Desde luego, los científicos, que habían hablado sabiamente de las calmas de Júpiter y habían pronosticado que el ecuador sería la más tranquila de las zonas, parece que sabían lo que se decían. Él se había mostrado profundamente escéptico respecto a todas estas predicciones, y había coincidido con un científico excepcionalmente modesto, que le dijo bruscamente una vez: «No hay nadie que conozca bien Júpiter.» Bueno, al menos habría uno cuando terminara el día.

Si es que sobrevivía hasta entonces.

4. Las voces de lo profundo

Ese primer día, el Padre de los Dioses le sonrió. Había tanta paz y tanta calma aquí en Júpiter como las que encontró, hacía años, durante el viaje que hizo con Webster por las llanuras del norte de la India. Falcon había tenido tiempo de dominar sus nuevas aptitudes, hasta el punto de que la Kon-Tiki parecía una prolongación de su propio cuerpo. Esta suerte era mucho mayor de lo que él se hubiera atrevido a esperar, y empezó a preguntarse cuál sería el precio que le tocaría pagar por ello. Las cinco horas de luz que tenía aquí el día casi habían concluido; abajo, las nubes se habían poblado de sombras, lo que les confería una solidez que no poseían cuando el Sol estaba más alto. El color se iba escurriendo del cielo, salvo en poniente, en cuyo horizonte se había formado una franja de un púrpura cada vez más oscuro. Por encima de esta franja hizo su aparición el delgado creciente de una luna bastante próxima, pálida y descolorida sobre la absoluta negrura que se extendía detrás.

Con un movimiento visiblemente perceptible, el Sol fue descendiendo hasta el borde de Júpiter, a más de mil ochocientas millas de distancia. Las estrellas surgieron por legiones... y apareció el hermoso lucero vespertino, la Tierra, en la misma frontera del crepúsculo, recordándole así lo lejos que se encontraba de casa. La vio seguir al Sol en su descenso hacia poniente. La primera noche del hombre en Júpiter había comenzado.

Con la caída de la noche, la Kon-Tiki empezó a hundirse; la débil luz solar no calentaba ya el globo, y esto le hacía perder una pequeña parte de su flotabilidad. Falcon no hizo nada para contrarrestar el descenso. Había estado esperando esto y proyectaba descender.

La invisible cubierta de nubes estaba aún a más de treinta millas por debajo de él; llegaría a ella hacia la medianoche. La captaba con toda claridad mediante el radar infrarrojo, el cual le informaba también que contenía una gran cantidad de complejos compuestos carbonosos, así como los habituales de hidrógeno, helio y amoníaco. Los químicos suspiraban por poseer muestras de esta sustancia algodonosa y sonrosada; a pesar de que algunas de las sondas atmosféricas lanzadas habían logrado recoger unos cuantos gramos, eso sólo había servido para abrir sus apetitos. La mitad de las moléculas básicas para la vida se hallaban aquí, flotando por encima de la superficie de Júpiter. Y si había alimento, ¿podía estar muy lejos la vida? Esta era la cuestión a la que, después de un centenar de años, nadie había sido capaz de contestar, Los rayos infrarrojos eran obstruidos por las nubes, pero las microondas del radar las iban cortando en rebanadas, mostrando capa tras capa, descendiendo gradualmente hacia la oculta superficie, casi doscientas cincuenta millas más abajo. Esta se hallaba separada de él por enormes presiones y temperaturas; hasta ahora, ni siquiera las sondas robots habían logrado llegar a ella indemnes. Allí estaba, atormentadoramente deseable, por su misma condición de inaccesible, en el fondo de la pantalla de radar, ligeramente borrosa y con una curiosa estructura granular que sus aparatos no eran capaces de identificar.

Una hora después de la puesta de sol dejó caer su primera sonda. Esta descendió veloz las primeras sesenta millas, y luego se quedó flotando en una atmósfera más densa, enviando un caudal de señales de radio que Falcon retransmitió al Control de la Misión. Luego no hubo nada que hacer sino esperar a que amaneciera y estar atento al monitor y contestar de cuando en cuando a. alguna pregunta. Mientras era arrastrada por esta corriente constante, la Kon-Tiki podía cuidar de sí misma.

Poco antes de la medianoche, una controladora llamó para comprobar si todo marchaba bien y se presentó con las bromas habituales. Diez minutos más tarde volvió a llamar, y su voz era seria y excitada.

—¡Howard! Escuche por el canal cuarenta y seis; ponga alto el volumen.

¿El canal cuarenta y seis? Había tantos circuitos de telemetría que sólo se sabía los números de aquellos que eran más esenciales; pero tan pronto como lo conectó se dio cuenta de cuál era. Estaba en contacto con el micrófono de la sonda que flotaba ochenta y pico millas más abajo, en una atmósfera casi tan densa como el agua.

Al principio sólo se oía el susurro blando de los vientos extraños que sin duda se agitaban en las tinieblas de este mundo inimaginable. Y luego, emergiendo del ruido de fondo, surgió lentamente una creciente vibración que fue aumentando más y más, como el redoble de un gigantesco tambor. Era tan balo cine, más que oírse, se sentía, y los latidos prolongaban su ritmo, aunque sin cambiar de tono. Después se convirtió en un precipitado palpitar casi infrasónico. Y luego, de súbito, en plena vibración, paró... tan repentinamente que la conciencia no pudo aceptar el silencio, y la memoria siguió fabricando un eco fantasmal allá en las más profundas cavernas del cerebro.

Era el roído más extraordinario que Falcon había oído jamás, aun entre los innumerables sonidos de la Tierra. No se le ocurría qué fenómeno natural podía provocarlo; tampoco se asemejaba al grito de ningún animal, ni siquiera al de las grandes ballenas...

Y empezó otra vez, siguiendo exactamente la misma pauta. Ahora que le cogió prevenido, consideró la longitud de la secuencia; desde el primer latido apenas perceptible hasta el crescendo final, duró exactamente diez segundos.

Esta vez hubo un eco real, aunque muy débil y lejano. Puede que procediera de alguna de las muchas capas refractarias, inmersa en las profundidades de esta atmósfera estratificada; puede que procediera de un punto más distante aún. Falcon esperaba que sonara un segundo eco, pero no se llegó a producir.

El Control de la Misión reaccionó inmediatamente, y le sugirió que dejara caer otra sonda en seguida. Operando con dos micrófonos, había probabilidades de descubrir su posible punto de procedencia. Y lo extraño era que ninguno de los micrófonos exteriores de la propia Kon-Tiki captaba otra cosa que los ruidos del viento. Los latidos, fueran lo que fuesen, debían quedar encerrados y encajonados bajo una capa refractaria de la atmósfera, en las regiones inferiores.

Provenían, según descubrieron después, de un sinfín de puntos situados a unas mil doscientas millas. Semejante distancia no permitía que uno se hiciera idea de su potencia; en los océanos de la Tierra había sonidos considerablemente débiles que alcanzaban esa misma distancia. En cuanto a la precipitada conclusión de que fueran debidos a criaturas vivientes, el jefe exobiólogo la descartó inmediatamente.

—Me sentiré muy decepcionado —dijo el Dr. Brenner si no encontramos microorganismos o plantas. Pero nada de animales, dado que aquí no existe el oxígeno en estado libre. Todas las reacciones bioquímicas de Júpiter deben ser de bajo consumo de energía... no hay posibilidad de que una criatura activa pueda generar la fuerza suficiente para desempeñar una función cualquiera.

Falcon se preguntó si sería eso cierto; había oído ya ese argumento, y se reservó su opinión.

—De todos modos —prosiguió Brenner—, algunas de estas ondas sonoras tienen una longitud de ¡cien yardas! Ni un animal del tamaño de una ballena sería capaz de producirlas. Tienen que ser de origen natural.

Sí, eso parecía muy verosímil, y probablemente los físicos acabarían por encontrarle explicación. ¿A qué atribuiría un ciego de otros mundos, se preguntó Falcon, los ruidos que pudiera oír en las proximidades de un mar atemporalado, de un géiser, de un volcán o de una catarata? Probablemente, los atribuiría a alguna bestia descomunal.

Como una hora antes de salir el sol, las voces de las profundidades se desvanecieron, y Falcon empezó a ocuparse de los preparativos para el amanecer del segundo día. La Kon-Tiki se hallaba ahora a sólo tres millas de la capa de nubes más próxima; la presión exterior se había elevado a diez atmósferas, y la temperatura, tropical, era de treinta grados. Un hombre podía estar aquí cómodamente sin otro equipo que una máscara de aire y el grado conveniente de mezcla de helioxígeno.

—Tenemos buenas noticias para usted —informó el Control de la Misión, poco después de amanecer—. La capa de nubes se está disipando. Tendrá un claro parcial dentro de una hora... pero tenga cuidado con las turbulencias.

—Ya he observado algunas —contestó Falcon—. ¿Qué distancia podré alcanzar en visibilidad?

—Doce millas por lo menos hasta la segunda capa térmica. Ese estrato de nubes es sólido... no se deshace jamás.

Y, por consiguiente, está fuera de mi alcance, se dijo Falcon para sus adentros; la temperatura, allá abajo, debía sobrepasar los cien grados. Era la primera vez que el tripulante de un globo tenía que preocuparse no de su techo, ¡sino de su basamento!

Diez minutos más tarde pudo ver lo que el Control de la Misión había observado ya desde su posición aventajada. Había un cambio de coloración cerca del horizonte, y la capa nubosa se había retorcido y abombado, como si algo la hubiera desgarrado para abrir en ella un boquete. Hizo girar su pequeño quemador nuclear y le confirió a la Kon-Tiki otras tres millas de altitud con el fin de lograr una perspectiva mejor.

Abajo, el cielo se estaba despejando rápidamente de la manera más completa, como si algo disolviera el espeso nubarrón. Ante sus ojos se estaba abriendo un abismo. Un momento después navegaba por el borde de un barranco de nubes de unas doce millas de profundidad y seiscientas millas de anchura.

Un nuevo mundo se extendía por debajo de él; Júpiter había rasgado uno de sus múltiples velos. La segunda capa de nubes, a una profundidad inalcanzable, era de un color mucho más oscuro que la primera. Era casi de un rosa salmón, y estaba moteada curiosamente de pequeños islotes color ladrillo. Tenían todos una forma oval, con sus ejes largos dispuestos de Este a Oeste, en la dirección predominante del viento. Los había a centenares, todos del mismo tamaño aproximadamente; a Falcon le recordaban los pequeños cúmulos algodonosos del cielo terrestre.

Redujo la flotabilidad, y la Kon-Tiki empezó a descender hacia la cara del acantilado que se iba disolviendo. Fue entonces cuando descubrió la nieve.

En el aire se iban formando blancos copos que caían después lentamente. Sin embargo, hacía demasiado calor para que nevara; y, en cualquier caso, había escasísimos vestigios de agua en estas altitudes. Además, estos copos no despedían el menor destello o brillo al precipitarse hacia las profundidades. Cuando poco después se posaron unos cuantos en uno de los botalones de instrumentos, en el exterior de la gran portilla de observación, comprobó que eran de un blanco opaco, apagado, de ningún modo cristalinos y de gran tamaño, como de varias pulgadas. Parecían de cera, y Falcon supuso que eso es lo que eran precisamente. Se estaba efectuando alguna reacción química en la atmósfera que le rodeaba, condensando los hidrocarbonos que flotaban en el aire joviano.

Unas sesenta millas más adelante tenía lugar una perturbación en la capa nubosa. Las pequeñas formas ovales de color rojo empezaban a arremolinarse describiendo una espiral: era la silueta del ciclón, tan corriente en la meteorología terrestre. El vértice estaba emergiendo con asombrosa velocidad. Si se trataba de una tormenta, se dijo Falcon, estaba en un grave aprieto.

Pero entonces su preocupación se convirtió en asombro... y temor. Lo que se desplegaba en el mismo nivel de su vuelo no era una tormenta ni mucho menos. Era algo enorme —tenía docenas de millas de diámetro que se elevaba por encima de las nubes.

La tranquilizadora idea de que pudiera tratarse también de otra nube —un cúmulo hirviente que se elevaba desde los niveles inferiores de la atmósfera— duró sólo unos segundos. No; aquello era sólido. Se abría paso a través del estrato nuboso, de un color rosa asalmonado, como se eleva un iceberg desde las profundidades.

¿Un iceberg flotando en el hidrógeno? Eso era imposible, por supuesto; pero no era demasiado remota la analogía. Tan pronto como enfocó su telescopio en el enigma, Falcon vio que era una masa blancuzca, cristalina, surcada de estrías rojas y marrones. Debía de ser, decidió, de la misma sustancia que los «copos de nieve» que caían a su alrededor: una montaña de cera. Y no tardó en comprobar que no era tan sólida como había creído: sus bordes se deshacían y se volvían a formar continuamente.

—Ya sé lo que es —transmitió el Control de la Misión, que durante los últimos minutos había estado haciendo angustiosas preguntas—: una masa de burbujas, una especie de espuma. Espuma de hidrocarbono. Que la analicen los químicos... ¡un momento!

—¿Qué ocurre? —gritó el Control de la Misión—. ¿Qué ocurre?

Falcon ignoró los frenéticos requerimientos del espacio, y concentró toda su atención en la imagen que tenía en el campo visual del telescopio. Tenía que cerciorarse; si cometía una equivocación, se convertiría en el hazmerreír del sistema solar.

Luego se relajó, miró el reloj y desconectó la enervante voz del Júpiter V.

—Hola, Control de la Misión —dijo muy seriamente—. Aquí Howard Falcon, a bordo de la Kon-Tiki. Tiempo de Efemérides, las diecinueve, veintiún minutos y quince segundos. Cero grados, cinco minutos, latitud Norte; ciento cinco grados, cuarenta y dos minutos, longitud Oeste; Sistema Uno. Díganle al Dr. Brenner que hay vida en Júpiter. Y que es grande...

5. Las ruedas de Poseidón

—Me alegra mucho comprobar que estaba equivocado —replicó el Dr. Brenner por radio, alegremente—. La naturaleza siempre tiene algo escondido en la manga. Mantenga la cámara de larga distancia centrada en el blanco y denos las imágenes lo más claras que pueda.

Los seres que se movían de un lado para otro en aquellas laderas de cera estaban aún demasiado lejos para que Falcon pudiera distinguir muchos detalles, aunque debían ser de gran tamaño para poderse divisar desde semejante distancia. Casi negros, y en forma de puntas de flecha, evolucionaban mediante lentas ondulaciones como gigantescas rayas o mantas, sobrenadando por algún arrecife tropical.

Quizá fuera un ganado celeste paciendo en los pastos de nubes de Júpiter, pues parecían triscar por las oscuras estrías rojas y marrones que recorrían los flancos de los flotantes acantilados como lechos desecados. De cuando en cuando se sumergía alguna en la montaña de espuma, desapareciendo completamente de la vista.

La Kon-Tiki se desplazaba despacio con respecto a la capa de nubes que tenía debajo; tardaría lo menos tres horas en encontrarse encima de aquellas montañas inconsistentes. Era una carrera entre la Kon-Tiki y el Sol. Falcon confiaba en que no cayera aquella oscuridad antes de poder contemplar más de cerca las mantas, como ya las había bautizado él, así como el frágil paisaje por el que rebullían.

Fueron tres largas horas. Durante todo este tiempo mantuvo los micrófonos exteriores a todo volumen, preguntándose si se encontraría aquí la fuente de los latidos de la noche anterior. Desde luego, las mantas eran lo bastante grandes como para haberlo producido; cuando por fin pudo hacerse una idea exacta de sus dimensiones, se encontró que tenían casi un centenar de yardas de envergadura. Eso significaba que eran tres veces el tamaño de las más grandes ballenas... aunque debían pesar unas toneladas tan sólo.

Media hora antes de la puesta del sol, la Kon-Tiki se encontraba encima de las «montañas».

—No —dijo Falcon, contestando a las repetidas preguntas del Control de la Misión sobre las mantas—, no manifiestan aún reacción alguna ante mi presencia. No creo que sean inteligentes; parecen inofensivos herbívoros. Y aunque intentaran atraparme, estoy seguro de que no podrían llegar a las alturas en que me encuentro yo.

Sin embargo, se sintió un poco decepcionado cuando vio que las mantas no mostraban ningún interés por él mientras sobrevolaba su suelo nutricio. Quizá no tenían ningún medio de detectar su presencia. Cuando las examinó y fotografió a través del telescopio, no descubrió el menor indicio de órganos. Aquellas criaturas eran simplemente enormes deltas negras, agitándose en ondulantes movimientos por los montes y valles que, en realidad, eran poco más consistentes que las nubes de la Tierra. Aunque parecían sólidas, Falcon sabía que quienquiera que pretendiese caminar por esas blancas montañas se hundiría en ellas como sí fueran de papel.

Una vez en las proximidades, pudo distinguir las miríadas de células o burbujas de que estaban formadas. Algunas de las burbujas eran considerablemente grandes —de una yarda o más de diámetro—, y Falcon se preguntaba en qué caldera de brujas se habrían formado. Debía haber suficiente fondo petroquímico bajo la atmósfera de Júpiter para cubrir todas las necesidades de la Tierra por espacio de un millón de años.

El corto día casi había concluida cuando pasó por encima de la cresta de los montes de cera, y la luz huía rápidamente de la parte inferior de sus laderas. En la vertiente Oeste no había mantas; y por alguna razón, la topografía era muy diferente. La espuma estaba esculpida en forma de largas terrazas horizontales, como el interior de un cráter lunar. Casi podía imaginar que eran gigantescos peldaños que bajaban a la oculta superficie del planeta.

Y en el más bajo de estos peldaños, libre de las arremolinadas nubes que la montaña había desplazado al emerger hacia el cielo, había una tosca masa oval de una o dos millas de diámetro. Apenas se la distinguía, pues era sólo un poco más oscura que la espuma blancuzca sobre la que descansaba. La primera impresión de Falcon es que se encontraba ante un bosque de pálidos árboles, como hongos gigantescos que jamás habían visto el Sol.

Sí, debía ser un bosque: podía ver centenares de troncos delgados que se elevaban de la cera blancuzca en la que estaban arraigados. Pero los árboles formaban una masa asombrosamente compacta y apretada; apenas quedaba espacio entre ellos. Puede que, en definitiva, no fuera un bosque, sino un solo árbol inmenso... como una de esas gigantescas higueras de Bengala de múltiples troncos. Una vez vio en Java una higuera de Bengala que ocupaba un área de más de seiscientas yardas; este monstruo era lo menos diez veces superior.

La luz casi se había ido. El paisaje de nubes se había vuelto purpúreo con la luz refractada del sol, y dentro de unos segundos se desvanecería también esa coloración. A la luz postrera de ese segundo día en Júpiter, Howard Falcon vio —o creyó ver— algo que suscitaba las más graves sospechas sobre la identidad de aquella cosa oval.

A menos que la luz confusa le engañara, aquellos centenares de delgados troncos golpeteaban adelante y atrás, en perfecta sincronía, como un macizo de algas mecidas por el oleaje.

Además, el árbol no estaba ya donde lo había visto al principio.

—Sentimos decírselo —dijo el Control de la Misión poco después de la puesta de sol—, pero creemos que va a entrar en actividad el Foco Beta en la próxima hora. Probabilidad de un setenta por ciento.

Falcon consultó rápidamente la carta. Beta: latitud de Júpiter, ciento cuarenta grados... eso distaba más de dieciocho mil seiscientas millas, estaba muy por debajo del horizonte. Aun cuando las grandes erupciones desarrollaban diez megatones, Falcon se encontraba demasiado lejos de la onda expansiva para correr grave peligro. La tormenta de radio que iba a desencadenar, no obstante, era cuestión completamente aparte.

Las explosiones de decámetros que a veces hacían de Júpiter la más poderosa fuente de radio de todo el firmamento habían sido descubiertas en la década de 1950, para completo asombro de los astrónomos. Ahora, más de un siglo después, su verdadera causa seguía siendo un misterio. Sólo se conocían los síntomas; pero su explicación era totalmente desconocida.

La teoría del «volcán» era la que mejor había resistido la prueba del tiempo, aunque nadie imaginaba que este vocablo tenía el mismo significado en Júpiter que en la Tierra. A intervalos frecuentes —a menudo varias veces al día— se desencadenaban titánicas erupciones en las regiones inferiores de la atmósfera, probablemente en la superficie del propio planeta, y una enorme columna de gas, de más de seiscientas millas de altura, brotaba hirviendo, como decidida a huir al espacio.

Frente al más poderoso campo gravitatorio de todos los planetas, no tenía la más mínima posibilidad. Sin embargo, algunas escurriduras, unos cuantos millones de toneladas tan sólo lograban alcanzar la ionosfera joviana; y cuando esto sucedía, se desencadenaba todo un infierno.

Los cinturones de radiación que envuelven el planeta Júpiter empequeñecen por completo los débiles cinturones Van Allen de la Tierra. Cuando se establece entre ellos un cortocircuito debido a una columna ascendente de gas, el resultado es una descarga eléctrica millones de veces más poderosa que la más grande descarga terrestre; provoca un colosal trueno de radio que invade enteramente el sistema solar y prosigue más allá, hacia las estrellas.

Se había descubierto que estas explosiones de radio procedían de cuatro grandes zonas del planeta. Quizá había en ellas puntos débiles que permitían que el fuego interno irrumpiera en el exterior de tiempo en tiempo. Los científicos de Ganímedes, la más grande dé las lunas de Júpiter, creían ahora que podían predecir el inició de una tormenta de decámetros: su precisión era más o menos la de los que pronosticaban el tiempo allá a principios de 1900.

Falcon no supo si alegrarse o asustarse ante una tormenta de radio; desde luego, le daría más mérito a la misión... si salía con vida. Su rumbo había sido planeado de forma que se mantuviera lo más alejado posible de los grandes centros de perturbación, especialmente del más activo, el Foco Alfa. Por suerte, la amenazadora Beta era la más próxima a él. Esperaba que la distancia, casi las tres cuartas partes de la Tierra, fuera suficiente para mantenerse a salvo.

—Probabilidad, el noventa por ciento —dijo el Control de la Misión, con claro acento de premura—. Y olvide esa hora. Ganímedes dice que puede ocurrir en cualquier momento.

Apenas había enmudecido la radio cuando comenzó a elevarse rápidamente la aguja de medición de fuerza del campo magnético. Antes de que llegara a salirse de la escala, cambió de dirección y empezó a descender tan rápidamente como se había elevado. Muy lejos, y miles de millas más abajo, algo había dado una titánica sacudida al corazón derretido del planeta.

—¡Allá resopla! —gritó el Control de la Misión.

—Gracias, ya lo sé. ¿Cuándo recibiré el embate de la tormenta?

—Puede esperar la primera sacudida dentro de cinco minutos, y en diez, su apogeo.

En la lejana curva de Júpiter empezaba a elevarse hacia el espacio un embudo de gas tan amplio como el océano Pacífico, a una velocidad de miles de millas por hora. Los rayos sacudían ya, sin duda, las regiones inferiores de la atmósfera del alrededor... pero no eran nada comparados con la furia que estallaría cuando alcanzara el cinturón radiactivo y empezara a descargar su desbordante cantidad de electrones sobre el planeta. Falcon empezó a recoger todos los botalones del instrumental extendidos fuera de la cápsula. No tenía más precauciones que tomar. Tardaría cuatro horas en ser alcanzado por la sacudida atmosférica; pero la ráfaga de ondas de radio, que se desplazaba a la velocidad de la luz, estaría aquí en una décima de segundo, tan pronto como se disparara la descarga.

El monitor de la radio, que examinaba el espectro de un extremo a otro, no registraba aún nada extraordinario, sino el normal zumbido de fondo. Luego, Falcon observó que el nivel del ruido aumentaba gradualmente. La explosión estaba acumulando fuerza.

A semejante distancia no esperaba ver nada. Pero, súbitamente, vio danzar un débil parpadeo como de un relámpago de calor a lo largo de todo el horizonte oriental. Simultáneamente saltaron la mitad de los interruptores del cuadro principal, se apagaron las luces y enmudecieron todos los canales de comunicación.

Intentó moverse, pero fue completamente incapaz de hacerlo. La parálisis que se había apoderado de él no era meramente psicológica; parecía haber perdido todo el dominio de sus miembros y experimentaba una dolorosa sensación de hormigueo en todo el cuerpo. Era imposible que el campo eléctrico pudiera haber traspasado la protección de esta cabina. Sin embargo, había un pálido resplandor en el tablero de instrumentos, y pudo oír el crujido inequívoco de una descarga.

Los sistemas de emergencia entraron en funcionamiento con una serie de detonaciones, y se restablecieron las cargas. Volvieron a encenderse las luces. Y la parálisis de Falcon desapareció tan rápidamente como había venido.

Después de mirar el tablero para asegurarse de que todos los circuitos habían vuelto a la normalidad, se volvió rápidamente hacia las portillas de observación.

No tuvo necesidad de encender los reflectores de inspección: los cables que sostenían la cápsula parecían estar incandescentes. Eran rayas de luz de un azul eléctrico que se extendían hacia arriba contra la oscuridad, desde el gran anillo de sujeción hasta el ecuador del gigantesco globo; y, rodando lentamente a lo largo de varias de ellas, se veían luminosas bolas de fuego.

El espectáculo resultaba tan extraño y hermoso que era imposible ver en él amenaza de ningún género. Pocas personas, Falcon lo sabía muy bien, habían contemplado la bola del relámpago desde tan cerca... y, desde luego, ninguno habría sobrevivido, de navegar en un globo lleno de hidrógeno, en la atmósfera de la Tierra. Recordaba la muerte del Hindenburg entre las llamas, destruido por una chispa extraviada cuando anclaba en Lakehurst en 1937. Como tantas veces había sucedido en el pasado, la vieja película se le representó horriblemente vívida en su imaginación. Pero, al menos, aquello no podía suceder aquí, aun cuando había más hidrógeno sobre su cabeza que en el último zeppelín. Tendrían que transcurrir unos cuantos billones de años, sin embargo, antes de que alguien pudiera encender fuego en la atmósfera de Júpiter.

Con un crepitar como el del tocino en la sartén, el circuito de comunicación cobró vida otra vez:

—Hola, Kon-Tiki ¿me escucha?, ¿me escucha?

Era una voz entrecortada y tremendamente desfigurada, aunque inteligible. Falcon recobró su ánimo: había restablecido contacto con el mundo de los hombres.

—Le oigo —dijo—. Estoy sobrecargado de electricidad, pero sin el menor daño... por ahora.

—Gracias... creíamos que le habíamos perdido. Por favor, compruebe los canales de telemetría tres, siete y veintiséis. También el aumento de la cámara dos. Tampoco creemos que sean exactas las cifras que dan las sondas externas de ionización...

De mala gana Falcon apartó la mirada del fascinante espectáculo pirotécnico que se desarrollaba en torno a la Kon-Tiki, aunque de cuando en cuando siguió asomándose a las portillas. Primero desapareció la bola incandescente; luego, los globos de fuego se dilataron poco a poco hasta adquirir proporciones críticas, tras lo cual estallaban suavemente y se desvanecían. Pero incluso una hora más tarde, seguía habiendo aún débiles resplandores por todo el metal del exterior de la cápsula; y los circuitos de radio siguieron con ruidos hasta mucho después de la medianoche.

Las restantes horas de oscuridad transcurrieron sin el menor incidente... hasta unos momentos antes de amanecer. Dado que era una claridad que provenía del Este, Falcon infirió que estaba presenciando los primeros anuncios del amanecer. Luego se dio cuenta de que faltaban aún veinte minutos para que despuntara el día... y que la claridad que surgía a lo largo del horizonte avanzaba hacia él de forma perceptible. Se separó velozmente del arco de estrellas que perfilaba el borde invisible del planeta, y Falcon vio que se trataba tan sólo de una estrecha franja, recortada con toda nitidez. Parecía el haz de luz de un enorme reflector desplazándose bajo las nubes.

Unas sesenta millas más allá de la primera columna de luz inquieta venía otra, paralela, que se movía a la misma velocidad. Y más allá, otra, y otra... hasta que todo el cielo parpadeó con una alternancia de planos de oscuridad y de luz.

Ahora, pensó Falcon, se hallaba ya habituado a las maravillas, y parecía imposible que este despliegue de pura, silenciosa luminosidad representara el más mínimo peligro. Pero era tan asombroso y tan inexplicable, que sintió un miedo frío, crudo, que le minó su propia capacidad de autodominio. Ningún hombre podía contemplar semejante espectáculo sin sentirse como un pigmeo en presencia de fuerzas que escapaban a su capacidad de comprensión. ¿Sería posible que, en definitiva, tuviera Júpiter no sólo vida, sino también inteligencia? ¿Una inteligencia, quizá, que sólo ahora empezaba a reaccionar ante una presencia extraña?

—Sí, lo vemos —dijo el Control de la Misión con una voz que reflejaba su propio miedo—. No tenemos idea de qué pueda ser. Espere, vamos a llamar a Ganímedes.

El espectáculo se estaba disipando lentamente; las franjas móviles del lejano horizonte se hicieron mucho más débiles, como si la energía que las producía se estuviera agotando. A los cinco minutos, todo había concluido; el último impulso de luz parpadeó en dirección a poniente y se desvaneció. Su desaparición produjo a Falcon una inmensa sensación de alivio. La visión había sido tan hipnótica, tan turbadora, que no podía resultar beneficiosa para ningún hombre el contemplarla demasiado tiempo.

Se sentía más desasosegado de lo que estaba dispuesto a admitir. La tormenta eléctrica era algo que podía entender; pero esto era absolutamente incomprensible.

El Control de la Misión seguía aún en silencio. Falcon sabía que estaban consultando los bancos de datos de Ganímedes, mientras los hombres y las computadoras centraban sus mentes en el problema. Si no encontraban allí ninguna respuesta, sería necesario llamar a la Tierra; eso equivaldría a una demora de casi una hora. La posibilidad de que ni aun la Tierra fuera capaz de ayudarle era algo sobre lo que Falcon no quería ni pensar.

Nunca se alegró tanto de oír la voz del Control de la Misión como cuando habló por fin el Dr. Brenner. El biólogo parecía aliviado, aunque serio... como el hombre que acaba de pasar una crisis intelectual.

—Hola, Kon-Tiki. Hemos resuelto su problema, pero aún nos parece increíble. Lo que usted ha visto es un fenómeno de bioluminiscencia, muy similar al producido por los microorganismos de los mares tropicales de la Tierra. Aquí se encuentran en la atmósfera, no en el océano, pero el principio es el mismo.

—Pero el proceso —protestó Falcon— era tan regular... tan artificial. ¡Y tenía una anchura de cientos de millas!

—Era incluso más grande de lo que puede imaginar; usted ha visto sólo una pequeña parte. El fenómeno entero tiene una anchura de más de tres mil millas y parece una rueda en revolución. Ha visto solamente sus rayos, al cruzarse con usted a la velocidad de unas seis décimas de milla por segundo...

—¡Por segundo! —Falcon no pudo dejar de exclamar—. ¡Ningún animal puede desplazarse a esa velocidad!

—Por supuesto que no. Deje que le explique. Lo que usted ha visto se ha originado por el choque de la onda que ha provocado el Foco Beta, la cual se ha desplazado a la velocidad del sonido.

—Pero ¿y la regularidad del proceso? —insistió Falcon.

—Eso es lo sorprendente. Se trata de un fenómeno muy raro, pero es idéntico al de las ruedas de luz observadas en el golfo Pérsico y en el océano Indico, sólo que de un tamaño mil veces superior. Escuche esto: Del Patna, de la Compañía Indobritánica; golfo Pérsico, mayo de 1880, 23,30 horas: «Se avistó una enorme rueda luminosa, girando sobre sí misma, cuyos rayos parecían barrer el costado del barco al pasar. Los rayos tenían de doscientas a trescientas yardas de longitud; cada rueda contenía unos dieciséis rayos...» Y aquí tenemos otra anotación del golfo de Omán, con fecha del 23 de mayo de 1906: «La luminiscencia, intensamente brillante, se acercó velozmente a nosotros, lanzando vivos rayos de luz hacia poniente en rápida sucesión, como el haz de un faro... A babor nuestro se formó una gigantesca rueda de fuego, cuyos rayos se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Toda la rueda estuvo girando sobre sí unos dos o tres minutos...» La computadora-archivo de Ganímedes ha sacado unos quinientos casos. De no pararla a tiempo habría sacado un montón más.

—Me ha convencido... pero aún estoy perplejo.

—No le culpo. En realidad, no se le llegó a encontrar una explicación completa hasta finales del siglo XX. Parece que estas ruedas luminosas son consecuencia de los terremotos submarinos, y acontecen siempre en aguas poco profundas, donde pueden reflejarse las ondas de choque y dar lugar a una serie de ondas estacionarias. Unas veces son como barras y otras como ruedas que giran: las «Ruedas de Poseidón» las llaman. Se ha comprobado esta teoría provocando explosiones subacuáticas y fotografiando los resultados desde un satélite. No es de extrañar, que los marínenos fueran supersticiosos. ¿Quién habría creído una cosa así?

Conque era eso, se dijo Falcon. Al estallar el Foco Beta debió emitir una serie de sacudidas en todas direcciones... a través del gas comprimido de las regiones inferiores de la atmósfera y a través del mismo cuerpo sólido de Júpiter. Al chocar y entrecruzarse estas ondas debieron anularse aquí y acrecentarse allá, y el planeta entero resonó como una campana.

No obstante, la explicación no le anuló la sensación de maravilla y terror; jamás olvidaría esas vacilantes franjas de luz desplazándose vertiginosas por las profundidades inalcanzables de la atmósfera joviana. Tenía la impresión de encontrarse no meramente en un planeta extraño, sino en alguna mágica región situada entre el mito y la realidad.

Era un mundo en el que podía suceder absolutamente cualquier cosa; donde, con toda probabilidad, ningún hombre era capaz de vaticinar qué le reportaría el futuro.

Y aún le quedaba por pasar un día entero.

6. Medusa

Cuando llegó, por fin, el verdadero amanecer, sobrevino un súbito cambio en el tiempo. La Kon-Tiki se desplazaba en medio de la ventisca. Los copos de cera caían con tanto espesor que la visibilidad era prácticamente nula. A Falcon empezaba a preocuparle el peso que se podía acumular en la parte superior de la envoltura. Luego observó que los copos depositados en la parte exterior de las portillas desaparecían rápidamente; la continua emanación de la Kon-Tiki los evaporaba tan pronto como la rozaban.

De haber hecho este viaje en globo en la Tierra habría tenido que preocuparse también de la posibilidad de una colisión. Al menos, no corría este peligro aquí: cualquier montaña joviana debía encontrarse varios cientos de millas más abajo. Y en cuanto a los flotantes islotes de espuma, chocar con ellos sería probablemente como traspasar burbujas de jabón, ligeramente más consistentes.

De todos modos, conectó el radar horizontal, que hasta ahora no le había servido para nada; sólo el haz vertical, que le daba la distancia de la superficie invisible, había sido de alguna utilidad. Y entonces se llevó otra sorpresa.

Diseminados por el inmenso sector del cielo que tenía delante, aparecieron docenas de ecos grandes y brillantes. Eran completamente independientes unos de otros, y al parecer se hallaban suspendidos en el espacio. Falcon recordó la frase que solían utilizar los primitivos aviadores para describir uno de los peligros de su profesión: «Nubes rellenas de rocas.» Era la descripción perfecta de lo que aparecía delante de la trayectoria de la Kon-Tiki.

Era una visión desconcertante; luego Falcon se dijo de nuevo que nada que fuese realmente sólido podía revolotear en esta atmósfera. Quizá fuera algún extraño fenómeno meteorológico. En cualquier caso, el eco más cercano se encontraba a ciento veinticinco millas.

Lo comunicó al Control de la Misión, el cual no pudo facilitarle explicación alguna. En cambio, le dio la agradable noticia de que saldría de la ventisca dentro de treinta minutos.

No le previno, sin embargo, del repentino viento que cogió a la Kon-Tiki súbitamente de través, casi en ángulo recto respecto de la trayectoria que llevaba. Falcon tuvo que echar mano de toda su pericia y emplear al máximo el escaso control que podía ejercer sobre su torpe vehículo para evitar que zozobrara. Unos minutos después corría veloz en dirección Norte, a más de trescientas millas por hora. Luego, tan súbitamente como había empezado, la turbulencia cesó; seguía desplazándose a gran velocidad, pero con viento suave. Se preguntó si le habría cogido el equivalente joviano de una corriente en chorro.

La tormenta de nieve se había disipado, y vio que Júpiter se había estado preparando para él.

La Kon-Tiki había entrado en el embudo de un gigantesco remolino de unas seiscientas millas de diámetro. El globo estaba siendo arrastrado por la curvada pared de la nube. Arriba, el sol brillaba en un cielo claro; pero allá abajo, este inmenso agujero de la atmósfera perforaba las ignotas profundidades y alcanzaba un suelo brumoso donde parpadeaban los relámpagos casi continuamente.

Aunque la nave era arrastrada hacia abajo tan lentamente que no se percibía ningún peligro inmediato, Falcon abrió el chorro de calor de la envoltura hasta que la Kon-Tiki se mantuvo flotando a una altitud constante. Hasta ese momento no apartó los ojos del fantástico espectáculo del exterior para inspeccionar nuevamente el problema del radar.

El eco más próximo se hallaba ahora a unas veinticinco millas tan sólo. Todos ellos, inmediatamente se dio cuenta, estaban esparcidos a lo largo de la pared del remolino y se movían por ella, al parecer, atrapados en el torbellino como la propia Kon-Tiki. Orientó el telescopio en la dirección que apuntaba el radar y se encontró con que tenía ante sí una extraña nube moteada que ocupaba casi todo su campo visual.

Se distinguía con dificultad porque era apenas algo más oscura que el muro gigantesco de bruma que servía de fondo. Hasta que no transcurrieron unos minutos, no se dio cuenta Falcon de que ya la había visto anteriormente.

La primera vez la había visto reptar por las itinerantes montañas de espuma, y la había tomado por un gigantesco árbol de múltiples troncos. Por fin podía apreciar ahora su verdadera dimensión y complejidad, y darle un nombre más apropiado para fijar su imagen en su mente. No se parecía en absoluto a un árbol, sino a una medusa: a una medusa, tal como podía haberla visto, con sus tentáculos a rastras, navegando por las cálidas aguas de la corriente del golfo.

Esta medusa tenía un diámetro de más de una milla, y sus innumerables tentáculos colgantes medían varios centenares de pies. Se inclinaban adelante y atrás al unísono, empleando más de un minuto en completar cada ondulación... casi como si la criatura bogara torpemente por el cielo.

Los otros ecos correspondían a otras tantas medusas más lejanas. Falcon enfocó el telescopio hacia media docena de ellas, y no apreció variación alguna en sus formas o tamaños. Todas parecían pertenecer a la misma especie; se preguntó por qué vagarían perezosamente en esta órbita de seiscientas millas. Tal vez se estaban alimentando del plancton aéreo que el remolino había succionado, tal como había hecho con la propia Kon-Tiki.

—¿Se da usted cuenta, Howard —dijo el Dr. Brenner cuando se hubo recobrado de su estupor inicial—, de que ese ser es más de cien mil veces superior en tamaño a la más grande de las ballenas? Aun cuando no fuera más que un globo de gas, pesaría lo menos ¡un millón de toneladas! No tengo ni idea de cuál puede ser su metabolismo. Debe generar megavatios de calor para mantener su flotabilidad.

—Pero si no es más que un globo, ¿por qué da el radar un eco tan condenadamente claro?

—No tengo la más remota idea. ¿Puede aproximarse más?

La pregunta de Brenner no era superflua. Si variaba de altitud para aprovechar las diferencias de velocidad del viento, Falcon podía aproximarse a la medusa cuanto quisiera. De momento, no obstante, prefería conservar su actual distancia de veinticinco millas, y así lo dijo con firmeza.

—Comprendo lo que quiere decir —contestó Brenner, un poco de mala gana—. Quedémonos donde estamos, de momento.

Ese «nosotros» le sonó a Falcon extrañamente divertido: las sesenta mil millas adicionales introducían una considerable diferencia, según su punto de vista.

Durante las dos horas siguientes, la Kon-Tiki navegó sin incidentes por la curva del gran remolino, mientras Falcon probaba los filtros y el contraste de la cámara, tratando de obtener una imagen clara de la medusa. Empezaba a preguntarse si no sería su coloración evanescente una especie de camuflaje; quizá, como muchos animales de la Tierra, trataba de confundirse con el paisaje. Era una argucia que utilizaban tanto el cazador como la caza.

¿En qué categoría se encontraba la medusa? Esa era una cuestión a la que no era posible contestar en el corto espacio de tiempo que le quedaba. Sin embargo, poco antes de las doce del mediodía, sin el más ligero aviso, llegó la respuesta...

Como un escuadrón de antiguos caza-reactores, surgieron veloces cinco mantas del muro de bruma que formaba el embudo del remolino. Volaban dispuestas en V y se dirigieron directamente hacia la nube gris pálido de la medusa; y no cupo la más mínima duda en el espíritu de Falcon de que iban a atacarla. Se había equivocado por completo al suponer que eran inofensivos seres vegetarianos.

Sin embargo, sucedía todo a un ritmo tan pausado que era como presenciar una película a cámara lenta. Las mantas avanzaron ondulantes a la velocidad de treinta millas por hora más o menos; parecieron tardar siglos en llegar hasta la medusa, la cual seguía navegando imperturbable a una velocidad más moderada. A pesar de sus enormes dimensiones, las mantas parecían diminutas comparadas con el monstruo al que se aproximaban. Cuando se lanzaron sobre su dorso, parecían del tamaño de los pájaros que se posan sobre las ballenas.

Falcon se preguntó si la medusa podría defenderse por sí misma. No veía él que las mantas atacantes corrieran peligro alguno mientras evitaran los largos y torpes tentáculos. Y puede que el huésped ignorara la presencia de estas criaturas, como si se tratara de insignificantes parásitos que ella toleraba, igual que los perros toleran las pulgas.

Pero ahora era evidente que la medusa se encontraba en un aprieto. Con agónica lentitud, comenzó a inclinarse como un barco a punto de naufragar. Al cabo de diez minutos se había ladeado cuarenta y cinco grados; estaba también perdiendo altura rápidamente. Era imposible no sentir piedad por este monstruo asediado, y el espectáculo trajo a Falcon recuerdos amargos. De una manera grotesca, la caída de la medusa era casi una parodia de los últimos momentos agónicos del Queen.

Pero sabía que sus simpatías estaban mal dirigidas. La inteligencia superior sólo podía desarrollarse entre los depredadores, no entre criaturas que vagaban ramoneando por la mar o por el aire. Las mantas estaban muchísimo más próximas a él que esa monstruosa bolsa de gas. Y, en definitiva, ¿quién era capaz de simpatizar verdaderamente con una criatura de un tamaño cien mil veces mayor al de la ballena?

Entonces observó que la táctica de la medusa parecía producir su efecto. La zozobra sacudió a las mantas y se apartaron aleteando de su lomo... como buitres interrumpidos en pleno festín. Pero no se alejaron demasiado, y siguieron revoloteando a pocas yardas, en torno al monstruo acosado.

Hubo un relámpago súbito y cegador, a la vez que sonó un crujido de descarga eléctrica en la radio. Una de las mantas se enrolló, de extremo a extremo, y se precipitó en línea recta hacia abajo. Mientras caía, fue dejando un penacho de humo negro tras de sí. El parecido con la caída de un avión envuelto en llamas era tremendamente asombroso.

Entonces las restantes mantas se elevaron a un tiempo y se alejaron de la medusa, aumentando su velocidad mediante una pérdida de altitud. En cuestión de minutos habían desaparecido entre los muros de la nube, de los cuales habían surgido. Y la medusa, que había dejado de descender, inició el movimiento que restablecería su posición horizontal. Poco después navegaba en completo equilibrio, como si nada hubiera ocurrido.

—¡Maravilloso! —exclamó el Dr. Brenner tras un momento de estupor—. Ha desplegado defensas eléctricas, como algunas anguilas y rayas. Pero ¡esa descarga ha debido ser lo menos de un millón de voltios! ¿Puede ver usted el órgano que ha podido producir esa descarga? ¿Algo así como electrodos?

—No —contestó Falcon, después de poner su telescopio a la máxima potencia—. Pero hay algo muy extraño. ¿Ve usted esa franja? Revise las primeras imágenes. Estoy seguro de que no estaba ahí antes.

Había aparecido una lista jaspeada y ancha en torno a la medusa. Formaba una especie de damero asombrosamente regular, cada uno de cuyos cuadros estaba rayado a su vez con un complejo trazado de pequeñas líneas horizontales. Estaban espaciados por distancias iguales, en un orden perfectamente geométrico de hileras y columnas.

—Tiene usted razón —dijo el Dr. Brenner con un acento en su voz que parecía muy próximo al terror—. Acaba de aparecer. Y miedo me da decir lo que creo que es.

—Bueno, yo no tengo ningún prestigio que perder... al menos como biólogo. ¿Quiere que lo diga yo?

—Adelante.

—Eso es una enorme banda radiométrica. Como las que se usaban antiguamente, a principios del siglo XX.

—Me temía que iba a decir eso. Bueno, ahora sabemos por qué daba un eco tan claro.

—Pero ¿por qué aparece ahora?

—Probablemente, como consecuencia de la descarga.

—Se me acaba de ocurrir otra idea —dijo Falcon lentamente—. ¿Cree usted que nos estará escuchando?

—¿A esta frecuencia? Lo dudo. Eso son antenas de metros; no, de decámetros, a juzgar por sus dimensiones. ¡Hum... podría ser!

El Dr. Brenner se quedó callado, ponderando evidentemente algún nuevo derrotero de sus pensamientos. Luego prosiguió:

—¡Apuesto a que están sintonizadas para las explosiones de radio! Eso es algo que la naturaleza no ha tenido que producir jamás en la Tierra... Nosotros tenemos animales con sonar e incluso con sentidos eléctricos, pero ningún ser ha desarrollado jamás un sentido semejante a una radio. ¿Para qué iba a servir en un lugar de tanta luz? Pero aquí es diferente, Júpiter está empapado de energía radioeléctrica. Vale la pena utilizarla... y puede que incluso acumularla. ¡Esa criatura podría ser una instalación eléctrica flotante!

Una nueva voz terció en la conversación:

—Aquí el comandante de la misión. Todo esto es muy interesante, pero hay una cuestión mucho más importante que solventar. ¿Es inteligente? Si lo es, debemos tener presentes las normas de Primer Contacto.

—Antes de venir aquí —dijo el Dr. Brenner con cierta tristeza—, habría sido capaz de jurar que cualquier ser que construyera un sistema de antenas de onda corta tendría que ser inteligente. Ahora no estoy seguro. Esta criatura puede haberlo desarrollado naturalmente. Supongo que igual de fantástico resulta el ojo humano.

—Entonces debemos ir sobre seguro y suponer que es inteligente. De momento, por tanto, esta expedición queda sometida a todas las cláusulas de la norma primera.

Hubo un largo silencio, mientras cada uno de los que estaban a la escucha digerían las implicaciones de esta situación. Por primera vez en la historia de los vuelos espaciales tendrían que ser aplicadas las normas que se habían elaborado después de más de un siglo de debates. El hombre había sacado un provecho, eso se esperaba de sus errores en la Tierra. No solamente las consideraciones morales, sino también su propio interés, exigían el no repetirlos en los otros planetas. Podía ser catastrófico tratar a una inteligencia superior de la misma manera que los colonos americanos habían tratado a los indios, o como casi todos habían tratado a los africanos...

La primera regla era: guarda las distancias. No intentes aproximarte, ni aun comunicarte, hasta que «ellos» hayan tenido tiempo suficiente de estudiarte. Nadie habría sido capaz de decir qué podía entenderse exactamente por «tiempo suficiente». Eso quedaba a criterio del hombre según la situación.

Sobre Howard Falcon había venido a recaer una responsabilidad que jamás había pensado. Durante las pocas horas que le quedaban de estar en Júpiter, podía convertirse en el primer embajador del género humano.

Y ésa era una paradoja tan deliciosa que casi deseó que los cirujanos le hubieran restituido la facultad de reír.

7. Norma primera

Estaba oscureciendo, pero Falcon, con los ojos fijos en la nube viviente del campo visual del telescopio, apenas se dio cuenta. El viento que impelía constantemente la Kon-Tiki en torno al embudo del gran remolino le situó a doce millas de la criatura. Si le acercaba seis millas más, iniciaría una maniobra evasiva. Aunque estaba seguro de que el arma eléctrica de la medusa era de corto alcance, no deseaba poner a prueba esta hipótesis. Ese sería un problema para futuros exploradores, a quienes deseaba buena suerte.

La cápsula se había quedado casi a oscuras. Esto era extraño, porque aún faltaban horas para el crepúsculo. Maquinalmente, echó una mirada al radar de barrido horizontal, como había hecho a cada rato. Aparte de la medusa que estaba examinando, no había ningún objeto en unas sesenta millas a la redonda.

Súbitamente, pero con una potencia tremenda, empezó a oír los golpes acompasados que brotaban de la noche joviana: el latido que crecía más y más de prisa, y luego se paraba en pleno crescendo. La cápsula entera retemblaba como un garbanzo dentro de una olla.

Dos cosas comprendió Falcon al mismo tiempo, en el intervalo del silencio repentino y doloroso. Esta vez no provenía de miles de millas de distancia, a través de un circuito de radio. Estaba en la mismísima atmósfera que le rodeaba.

El segundo pensamiento era más inquietante aún. Había olvidado completamente —era imperdonable, pero había tenido otras cosas evidentemente más perentorias en que pensar— que la mayor parte del cielo que tenía arriba quedaba totalmente tapado por la bolsa de gas de la Kon-Tiki. Como era ligeramente plateado para que conservara su calor, el globo hacía de eficaz pantalla ante el radar y el campo visual.

Falcon lo sabía, naturalmente; éste había sido uno de los pequeños defectos del diseño, pasado por alto porque no parecía revestir importancia. Ahora, en cambio, le parecía a Howard tremendamente importante... al ver la fila de tentáculos gigantescos, más gruesos que el tronco de cualquier árbol, que descendían rodeando completamente la cápsula.

Oyó chillar a Brenner:

—¡Recuerde la norma primera! ¡No lo asuste!

Pero antes de darle la respuesta adecuada, empezó de nuevo aquel redoble irresistible y ahogó todos los demás sonidos.

La prueba que verdaderamente revela el grado de adiestramiento de un piloto es el modo como reacciona no ante emergencias previsibles, sino ante aquellas que nadie puede prever. Falcon no se paró más de un segundo en analizar la situación. Con un rapidísimo movimiento tiro de la cuerda de apertura.

Esta palabra era un residuo arcaico de la época de los primeros globos de hidrógeno; en la Kon-Tiki, la cuerda de apertura no abría bruscamente la bolsa de gas, sino que accionaba sólo una serie de claraboyas dispuestas en la curva superior de la envoltura. Inmediatamente, el gas caliente se precipitó al exterior; la Kon-Tiki, privada de su elemento de ascensión, inició una veloz caída en este campo gravitatorio dos veces y media superior al de la Tierra.

Falcon tuvo una fugaz visión de los grandes tentáculos que se sacudían acercándose y alejándose. Le dio tiempo a observar que estaban provistos de amplias vejigas o sacos, los cuales, probablemente, les conferían la flotabilidad; y que terminaban en una multitud de antenas que eran como raíces de plantas. Casi esperaba una descarga eléctrica... pero no ocurrió nada.

Su precipitado descenso fue aminorando a medida que la atmósfera iba siendo más densa, a la vez que la desinflada envoltura hacía las veces de paracaídas. Cuando la Kon-Tiki llevaba descendidas unas dos millas, consideró prudente cerrar las claraboyas otra vez. Perdió otra milla en restablecer su flotabilidad y recuperar el equilibrio, y se aproximaba peligrosamente al límite de su seguridad.

Escrutó ansiosamente a través de las portillas superiores, aunque no esperaba ver nada, sino el bulto oscuro del globo. Pero se había desplazado lateralmente durante el descenso, y consiguió ver la medusa parcialmente a un par de millas por encima de él. Estaba mucho más cerca de lo que esperaba... y seguía bajando más de prisa de lo que habría creído posible.

El Control de la Misión estaba llamando angustiosamente. Falcon gritó:

—Estoy bien... pero sigue aproximándose. No puedo bajar más.

Eso no era totalmente cierto. Podía descender mucho más: unas ciento ochenta millas más. Pero sería un viaje sin retorno, y la mayor parte del recorrido tendría muy poco interés para él.

Entonces, con gran alivio por su parte, vio que la medusa planeaba horizontalmente a menos de una milla de distancia. Quizá había decidido acercarse a este extraño intruso con precaución; o quizá, también, había tropezado con esta capa incómodamente caliente. La temperatura se hallaba por encima de los cincuenta grados centígrados, y Falcon se preguntó cuánto tiempo seguiría funcionando su equipo de sostenimiento de vida.

El Dr. Brenner volvió a ponerse en contacto con él, preocupado aún por la norma primera.

—¡Recuerde: puede que sólo sienta curiosidad! —exclamó sin mucha convicción—. ¡Procure no asustarla!

Falcon se estaba cansando de esta advertencia, y recordó una discusión que presenció una vez por televisión entre un letrado y un astronauta. Después de escuchar una minuciosa exposición de todas las implicaciones de la norma primera, el incrédulo astronauta había exclamado: «Entonces, si no hay otra alternativa, ¿debo quedarme quieto y dejarme devorar?» El letrado ni siquiera esbozó una sonrisa cuando le contestó: «Esa es una excelente recapitulación.»

En aquel momento le había parecido divertido; ahora no se lo parecía en absoluto.

Y entonces Falcon vio algo que le hizo sentirse aún más desdichado. La medusa seguía girando por encima de él, a una milla de distancia... pero uno de sus tentáculos había empezado a estirarse de una manera increíble, y se extendía hacía la Kon-Tiki, al tiempo que se hacía más delgado. De niño, había visto una vez el embudo de un huracán que descendía desde una tormentosa nube a las llanuras de Kansas. La cosa que ahora se venía hacia él le despertó vívidos recuerdos de aquella negra, contorsionada culebra del cielo.

—Se me están agotando las posibilidades a toda prisa —comunicó al Control de la Misión—. Ahora sólo puedo elegir entre la alternativa de asustarla... o producirle un dolor de estómago. No creo que encuentre a la Kon-Tiki muy digestiva, si es eso lo que se propone.

Aguardó unos momentos la respuesta de Brenner, pero el biólogo permaneció en silencio.

—Muy bien. Me quedan veintisiete minutos, pero voy a poner en marcha el cronómetro de ignición. Espero tener la suficiente reserva para corregir mi órbita más tarde.

No podía ver ya a la medusa: se había situado otra vez directamente encima de él. Pero sabía que el tentáculo que descendía debía estar muy cerca del globo. Tardaría casi cinco minutos en poner a pleno rendimiento el reactor...

El fusor estaba cebado. La computadora de órbitas no había desechado la situación como completamente imposible. Las bocas de los tubos propulsores estaban abiertas, dispuestas a engullir las toneladas de hidrohelio que hicieran falta. Aun en condiciones óptimas, éste sería el momento de la verdad... ya que no había habido ocasión de probar los resultados reales de la propulsión a chorro en la extraña atmósfera de Júpiter.

Muy lentamente, algo impulsó la Kon-Tiki. Falcon trató de ignorarlo.

El encendido estaba proyectado para seis millas más arriba, en una atmósfera cuatro veces menos densa y treinta grados más fría. Lástima.

¿Cuál era la inmersión menos profunda para alejarse en la que podrían funcionar los tubos? En cuanto se encendiera el propulsor, enfilaría hacia Júpiter con sus dos g y media, a fin de ayudarse a conseguirlo. ¿Tendría posibilidad de zafarse a tiempo?

Una mano enorme y pesada tentó el globo. La nave entera se bamboleó arriba y abajo como uno de esos yo-yós que acababan de ponerse de moda en la Tierra.

Naturalmente, Brenner podía estar perfectamente en lo cierto. Quizá estaba tratando de mostrarse amistosa. Tal ver. debía intentar él establecer contacto por radio. Qué debía decirle:. «¿Minina, preciosa?» «¿Quieto, Fido?» O: «¿Llévame a tu superior?»

La proporción titrio-deuterio era correcta. Estaba preparado para encender la mecha con un cerilla de cien millones de grados.

La delgada punta del tentáculo descendió, tentando en torno al borde del globo, unas sesenta yardas más arriba. Era más o menos del tamaño de una trompa de elefante, y por la forma delicada en que se movía, parecía que era casi igual de sensitiva. Tenía unos pocos palcos que hacían de bocas inquisitivas. Seguro que el Dr. Brenner estarla fascinado.

Este era el momento. Echó una rápida mirada a todo el panel de control, inició la cuenta final de ignición de cuatro segundos, arrancó el precinto de seguridad y apretó el botón de LANZAMIENTO.

Se produjo una fuerte explosión y una repentina pérdida de peso. La Kon-Tiki cayó libremente, con el morro apuntando hacia abajo. Arriba, el globo, desprendido, ascendía rápidamente arrastrando al inquisitivo tentáculo. Falcon no tuvo tiempo de ver si la bolsa de gas chocaba con la medusa, porque en ese momento se puso en marcha el propulsor, y tenía otras cosas en que pensar.

Brotó una rugiente columna de hidrohelio caliente de los tubos del reactor, imprimiendo un impulso más grande aún... pero hacia Júpiter, y no al contrario. No podía escapar todavía porque el control automático tardaba demasiado. A menos que recuperara el control completo y lograra establecer el vuelo horizontal en los próximos cinco segundos, el vehículo se hundiría demasiado en la atmósfera y se destruiría.

Con agónica lentitud —los cinco segundos parecieron cincuenta— consiguió ponerla horizontal, y luego elevar el morro hacia arriba. Volvió los ojos una sola vez, y echó una última mirada a la medusa, la cual se encontraba ya a muchas millas de distancia. El globo desprendido de la Kon-Tiki había escapado de su presa al parecer, pues no vio el menor vestigio de él.

Ahora volvía a ser dueño otra vez... ya no vagaba impotente al capricho de los vientos de Júpiter, sino que regresaba, con su propia columna de fuego atómico, hacia las estrellas. Confiaba en que el propulsor le daría la velocidad y altitud constantes, hasta alcanzar una aceleración cuasi-orbital en el borde de la atmósfera. Luego, mediante un breve impulso de pura fuerza del cohete, alcanzaría la libertad del espacio.

En plena trayectoria hacia su órbita miró en dirección Sur y vio el tremendo enigma de la Gran Mancha Roja —esa isla flotante cuyo tamaño era dos veces el de la Tierra— elevándose del horizonte. Se quedó mirando su misteriosa belleza, hasta que la computadora le advirtió que faltaban sólo sesenta segundos para la conversión a propulsión de cohete. Apartó los ojos de mala gana.

—En otra ocasión —murmuró.

—¿Qué? —dijo el Control de la Misión—. ¿Qué ha dicho?

—No importa —contestó.

8. Entre dos mundos

—Ahora eres un héroe, Howard —dijo Webster—, no una mera celebridad. Les has dado algo en que pensar... has inyectado algo de emoción en sus vidas. Ni uno solo, entre un millón, realizará un viaje a los Gigantes del Exterior, pero el género humano entero irá con la imaginación. Y eso es lo que cuenta.

—Me alegro de haber hecho un poco más fácil tu trabajo.

La amistad entre ambos era demasiado antigua como para que Webster se sintiera molesto por la nota de ironía. Sin embargo, le sorprendió. Y no era éste el único cambio que había observado en Howard desde su regreso de Júpiter.

El administrador señaló hacia el famoso lema sobre su mesa, copiado de un empresario de antaño: ¡ASOMBRAME!

—No me avergüenzo de mi trabajo. Nuevos conocimientos, nuevos recursos... todo eso está muy bien. Pero los hombres necesitan también novedades y emociones. Los viajes espaciales se han convertido en una rutina; tú los has convertido de nuevo en una gran aventura. Tardaremos mucho, mucho tiempo en encasillar a Júpiter. Y puede que tardemos muchísimo más en comprender a esas medusas. Aún creo que había una que sabía cuál era tu punto ciego. En fin, ¿has decidido tu próximo objetivo? Saturno, Urano, Neptuno... di cuál.

—No sé. He pensado en Saturno, pero no soy necesario allí. Tiene solamente una gravedad, no dos y media como Júpiter. Así que pueden ir perfectamente los hombres.

Los hombres, pensó Webster. Había dicho «los hombres». Jamás había empleado antes semejante expresión. ¿Cuándo le había oído emplear por última vez la palabra «nosotros»? Está cambiando, se está distanciando de nosotros...

—Bueno —dijo en voz alta, levantándose de su silla para disimular su malestar—, vamos a empezar la conferencia. Las cámaras están preparadas y todo el mundo aguarda. Verás un montón de viejos amigos.

Dijo esto último con mucho énfasis, pero Howard no contestó. Cada vez era más difícil leer en la correosa máscara de su rostro. En vez de eso, se apartó de la mesa del administrador, se soltó de su tren de ruedas de manera que no hiciera las veces de silla y accionó su mecanismo hidráulico, levantándose con sus siete pies de altura. Había sido un acierto psicológico por parte de los cirujanos el añadirle doce pulgadas más, para compensar de algún modo lo que había perdido cuando se estrelló el Queen.

Falcón esperó a que Webster hubiera abierto la puerta. Luego giró limpiamente sobre sus ruedas neumáticas y avanzó a la suave y silenciosa velocidad de veinte millas por hora. Esta exhibición de velocidad y precisión no la hizo como un alarde de arrogancia; más bien se le había convertido en algo inconsciente.

Howard Falcon, que un día había sido un hombre y que aún podía pasar por tal por intermedio de un circuito vocal, sintió una serena sensación de triunfo... y por primera vez desde hacía años, algo así como una paz en el espíritu. Desde su regreso de Júpiter, las pesadillas habían cesado. Había encontrado su puesto al fin.

Ahora sabía por qué le obsesionaba aquel superchimpancé del malogrado Queen Elizabeth. Ni hombre ni bestia, estaba entre dos mundos; igual que él.

Sólo él podía desplazarse sin protección por la superficie lunar. El equipo de sustentación de vida del interior del cilindro metálico que había sustituido a su frágil cuerpo funcionaba igualmente bien en el espacio o bajo el agua. Los campos gravitatorios diez veces superiores al de la Tierra eran un inconveniente, pero nada más. Y no había una gravedad que fuera mejor que las demás...

El género humano se estaba convirtiendo en algo muy lejano, y los lazos de parentesco se hacían más tenues. Quizá estos fardos respiradores de aire, sensibles a la radiación, formados de compuestos carbonosos, no tenían derecho alguno a salir más allá de la atmósfera; debían permanecer en sus medios naturales: la Tierra, la Luna, Marte.

Algún día los verdaderos dueños del espacio serían máquinas, no hombres... y él no era ni lo uno ni lo otro. Consciente ya de su destino, sintió un sombrío orgullo de su soledad sin igual: era el primer eslabón inmortal entre dos órdenes de la creación.

Sería, en definitiva, un embajador: entre lo viejo y lo nuevo... entre las criaturas de carbono y las criaturas metálicas que un día llegarían a sustituirlas.

Las dos necesitarían de él en los azarosos siglos venideros.

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