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19 mayo 2010

Jorge Arturo Quintanilla Penagos -- UN AÑO Y UN DÍA




Jorge Arturo Quintanilla Penagos
UN AÑO Y UN DÍA


__________
La primera vez que burló la migra lo acababan
de correr del Mike's, lugar en el que estuvo
trabajando de sacamaloras. Todo fue que
empezó a echarle los perros a las gringuitas, y
hasta se olvidó del trabajo.
Sí, burló a la migra en la forma más sencilla.
Por el año de 1965, de este lado estaba Tijuana
y de aquel Imperial Beach. La raya en
esos tiempos era imaginaria.
Vistió su metro ochenta de estatura con el
traje bañó, una toalla colgando del cuello y una
bolsa en la que se podía creer que llevaba sus
demás bártulos. Empezó a patear su pelotita. La
golpeó como para hacer una finta al invisible
adversario, y le dio un pase lateral, que con
mucha agilidad —pese a su gran corpulencia—
logró alcanzar. Así siguió avanzando cual boxeador
haciendo sombra en la pared. Pasó inadvertido.
Una vez fuera de la zona comprometida
desinfló la pelota, sacó de la bolsa un pantalón y
una camisa. Metió la pelota y la toalla, se calzó
unos tenis y desapareció con rumbo a lo que
originaba su afán de cruzar la frontera: la uña.
“Los gringos son muy confiadotes” —se decía
siempre—. Dejan casas y coches abiertos, y yo
soy muy justo, como dice el refrán: abierto el
cofre, el justo peca.
Después de desvalijar unas cuantas casas
regresó por donde vino y se puso una de "Padre
Nuestro y Jesús Mío".
La lana que había ganado "honradamente"
fue dilapidada entre el Blue Fox, el tropicana y
la Olla de Grillos.
A la otra semana, todavía con algunos efectos
del alcohol, repitió el juego de la pasada por
Imperial Beach, obteniendo esta vez el mismo
resultado.
Su campo de acción fue en aumento, a la par
con el botín; se encontró varias cámaras
fotográficas y de cine en una vagoneta que tenía
los cristales bajados.
Hizo tan buena lana que después del atraco
estuvo metido en la Olla de Grillos, atendido a
cuerpo de rey por un harén de morras, por un
poco de tiempo superior a la semana. Ahí lo
conocimos los de la raza. Nos cayó bien porque
sus ocurrencias eran muy buenas. A todos nos
puso apodo: a mí me clavó lo de Pulgarcito (no
sé si por lo chaparro, o porque mis nervios
siempre me hacen estar rascándome todo el
cuerpo); a Lencho le puso Mirinda, por lo
grandote y corriente; a Rickie, que es el más
alto (más de uno ochenta), lo señaló como la
Enredadera, porque decía que creció a lo bestia.
Nos desquitamos bautizándolo de diferentes
maneras: Raúl, su nombre de pila, únicamente
le sirvió para su propia presentación. Por lo
grandote le adjudiqué chiquilín; Lencho no se
midió, y atinadamente lo nombró Patas de
memela, cuando se dio cuenta de que Raúl
podría nadar sin aletas; Rickie fue el más
salvaje: El Ventanal.
—¿El Ventanal... ¿Por qué? —pregunté sin
hilar cuál era la razón del apodo.
—No, no sigan —nos detuvo Rickie—. Miren
su cara. Todos pudimos percatarnos que la tenía
llena de barros.
—¿Por qué los barros? —pregunté— mejor le
hubiera quedado lo de Mesilla, por los barrotes
de la cárcel.
Las carcajadas de la broza nos identificaron
con Raúl, y sobre todo con su capacidad
económica de invitarnos a varias tandas.
Muchas veces libamos con Raúl, haciéndose,
a partir del bautizo, sobre todo, nuestro mejor
amigo. Máxime que en Escondido, del otro lado,
nos ligó con unas gringuitas muy lindas, con las
que tuvimos de todo. Sí de todo. Fue una
semana apoteótica: ligue con buenas viejas, y
todo gratis; licor a pasto, sin faltar tres o cuatro
juanitas por cráneo. ¡Todo un acontecimiento!
Al cuarto día de farra, muy temprano salió
Patas de memela de nuestra casa y se perdió en
la calle.
Por la tarde Rickie preguntó:
—¿Y El Ventanal... onde anda ese huerco?
—Lo vi salir en la mañana, y me imaginé que
iba a hacerla de conejo ponedor (conejo por
corredor; ponedor porque le pone a la uña).
Pos ya hace rato que se fue y no aparece.
Con el comentario de Rickie se cortó lo que
en un momento pudo ser una buena plática.
La noche transcurrió, y de Chiquilín, Patas
de memela, el Ventanal, ni sus polvos.
A la mañana siguiente decidimos ahuecar el
ala, viendo que nuestro "apoyo económico" no
aparecía. Tomamos el bus hasta la frontera, y
nos reintegramos sin problemas a Tijuana.
Al tercer día, o sea el miércoles siguiente,
estábamos tomando unas cervezas para cotorrear
el punto cuando apareció Raúl con una
cara más verde que la de una rana en tiempo de
agua.
—¿Ora qué te pasó? —le disparó Lencho.
—Me detuvieron los de la migra, por falta de
papeles.
—Pero Chiquilín —le espeté—. ¿Por qué no
has sacado tus papeles?
—Pues porque a ningún greaser como yo le
dan papeles si no trai acta de nacimiento.
—¡Pos consíguela!, ¿o no, huerco? —gritó
Rickie, alterado.
—Hoy te toca un día —me dijeron los de la
tira—. La próxima vez será una semana y la tercera
es de un año y un día.
—¿Trescientos sesenta y cinco días? —pregunté.
—No. ¡Ojalá fuera así! Un año y un día de
quién sabe cuándo puede que te suelten.
—¡Ta cabrón... Ta cabrón! —la voz de Lencho
sonó a susurro.
—¿Dónde estuviste? —mi curiosidad se
despertó ante la insólita situación que nos
narrara haber padecido nuestro "apoyo económico".
—En el Imperial Ranch —nos contestó. Así
le llaman a ese chingado tambo gringo.
—Ta cabrón... Ta cabrón, Ventanal —repetí
maquinalmente.
El chupe nos animó y pronto nos olvidamos
del hecho. Seguimos en el Tropicana, después
de haber estado libando en la Fogata, hasta que
el sacamaloras de turno nos corrió porque la
lana se nos había terminado.
El descrude fue sin Raúl, quien, como buen
conejo ponedor, se había largado temprano.
No lo vimos jueves ni viernes, y para el sábado
a la hora del amigo, nos rastreó. Venía contentísimo
porque se ligó a una morrita preciosa
que le facilitaría su pase al otro lado, ya que era
residente. también celebraba que ya había
delimitado su territorio de jale, que abarcaba
por el Sur hasta Yuma, y en el Norte podría de
L. A., que abarcaba hasta Blyte, casi colindando
con Arizona.
Como ya nos tenía un poco de más confianza,
nos narró que durante su último jale le fue
padrísimo porque para evadir a los de la tira
había cruzado por el desierto y todo le salió
bien. Anduvo poniéndole en Yuma y logró juntar
una buena lana.
—¿Adónde aprendiste la uña? —pregunté
muy interesado en el currículum del amigo
Raúl.
—¡Ah qué bato tan curioso!... ¡Pos donde iba
a ser... Pos en el Defe! —casi gritó muy ufano—.
¡Soy chilango! ¿Y ustedes, huercos?
—También somos del Defe —le dijo Rickie—.
También nosotros somos chilaquiles.
Pedimos otra tanda a costa del Ventanal
para celebrar que éramos paisanos de Patas de
memela, y agarramos la onda otros tres días.
En la mañana del miércoles, nuestro amigo
se fue a la propio: la lana se había terminado.
Como buenos chilangos, todos los de la broza
tratamos de cruzar para ir a San Isidro, con la
intención de llegarle a unas morritas que
estaban de rechupete. Los de la Leyenda nos
retacharon, y de juidas cada quien jaló pa donde
pudo. ¡Inocentes palomitas queriendo pasar con
aliento alcohólico!
Para el jueves hubo reunión en la cueva de
Lencho, y votamos que a partir de ese momento,
y en virtud de que Patas de memela nos estaba
costeando el libe, deberíamos de pararle cuando
menos una semana, para que aquél se pudiera
reponer del gasto, y además juntara algo para
un buen desmadre.
La broza aceptó, y nos separamos para reencontrarnos
en el libe que habíamos programado
para el siguiente jueves, claro que buscando primero
al Ventanal, Patas de memela, Chiquilín.
Llegó el ansiado día, y nadie localizó al conejo
ponedor.
El viernes, para no hacerla larga, nos fuimos
de velada, al mediodía a llegarle a las cheves en
la Fogata, en donde nuestro crédito era bueno,
siempre y cuando no pasara de quinientos pesares
y esa marmaja aguantaba pal resto de la
tarde y, si nos íbamos pian pianito, podíamos
dejar pancho al mesero y alargar más el cuento.
Como a las cinco de la tarde el Chiquilín
llegó arrastrando su golpeada y molida humanidad.
—¡Me torcieron otra vez esos cabrones! Otra
vez al Imperial Ranch —se quejó.
—¿Estuviste otra vez en el tambo? —alcancé
a preguntar—. ¿Cuándo?
—¡Desde el miércoles! Me quise dar una
juida y me pescaron en Calexico —agregó—.
Ayer salí apenas.
—¿Qué te dijeron esos cabrones? —preguntó
Rickie.
—The next time, greaser —masculló Raúl—
remember: You are of the one year, one day.
—Como quien dice —sentenció Lencho—.
¡Te queda un chance!
—Así es; pero ahora me van a ayudar ustedes
y mi morrita que viene de Calexico con su
patas de hule.
—¿Patas de hule? —pregunté con cara de
inocencia—. ¿O Patas de memela?
—¡Oh, no chingues, Pulgarcito. Coche, car,
vehículo, nave, nao, o como te plazca llamarle.
—Okey, no hay tos —contesté.
Volvimos a hacer lo que no nos costaba ningún
trabajo, pero ahora invitando al amigo don
Ventanal, Chiquilín, Patas de memela, persona
por demás estimada por la raza, que en esta ocasión
venía más frío que un cadáver muerto.
A cual más se puso gis hasta las manitas,
como para pegar programas o de perdis detener
la pared. No quedó huerco parado: unos tirados
en el suelo, en las mesas, ya fuera encima o debajo.
¡Un verdadero despiporre!
A veces pienso que por humanidad, y porque
éramos clientes asiduos a ese changarro, fue que
no nos sacaron a tirar a la calle.
La cruda de la mañanita nos agarró en curva.
El canto de huácara fue general.
Llegar a la cueva de Lencho, que era la más
cercana, fue toda una odisea. Para bajarnos el
licor de la cabeza, nos bañamos. ¡Ah, qué difícil
fue llegarle a la regadera!... pero qué sabroso se
siente cuando el agua fría cae sobre el cuerpo
madreado por el alcohol y las gotitas pican por
toda la piel. ¡Es verdaderamente delicioso!
Nos despatarramos por el suelo para planchar
oreja. Quién sabe cuánto dormimos. Un
toquido fuerte, además de insistente, nos
despertó.
—Hooney... Hooney —una dulce y melódica
voz llamaba a la puerta, cual Sirena cantándole
a Ulises.
Al tratar de abrir nos entrechocamos. ¡Todos
queríamos ser los primeros!
No es por presumir, pero yo fui el mero
mero; por accidente, pero yo fui el buenazo:
Raúl jaló a Rickie y éste, a su vez, arrastró hacia
atrás a Lencho, y el resultado fue de lo más
gracioso, porque los tres cayeron patas arriba. Y
yo, como estaba cerca de la puerta, justamente
en el lado contrario de donde cayeron, pude
abrir.
—Good morning —me mordí la lengua cuando,
iniciando un saludo de mosquetero, incliné
la testa y vi, ¡oh, qué belleza, una morrita de los
yunaits con unos shorts que la palabra short se
quedaba corta, mostrando más anatomía que un
maniquí de medicina.
—¿Estar Raúl —su pregunta me sonó celestial.
—¡Andiamo, avanti, s'il vous plait! —las
palabras se salían peleándose por manifestarse—.
Entrè mademoiselle... —Todo bien, pero
lástima que mi idioma saliera equivocado.
La bellísima hembra, como que entendió más
por mis ademanes que por mis palabras. Entró.
Reconoció al Patas de memela en una
revoltura humana, que como araña, lo que más
le sobraban eran patas. Y, materialmente, se le
colgó del cuello, cayendo los dos al suelo.
—Are you sick? —interrogó muy preocupada.
—No, no es nada—dijo el interpelado, y
viendo que la muchacha no entendía: I'm fine...
I'm fine —reiteró.
Platicaron después de las presentaciones de
rigor, las que fueron a base de apodos:
—Te presento a Mirinda, por corriente, y
grande. Pulgarcito, por las pulgas y lo enano.
Mira, este es la Enredadera, el que creció a lo
bestia.
La muchacha no entendió nada, pero se
contagió por las carcajadas nuestras, acabando
por reírse también.
—Ya que vino mi morrita —dijo muy ufano
Patas de memela— podemos ir a L.A. Yo los
invito.
—¡Sale! —grité con júbilo—. Pero, ¿cómo vas
a pasar?—recordé su situación de ilegal
pasando la raya.
—Bueno, ya pasé como espalda mojada, por
Imperial
Beach, por el desierto... y ahora, pos en la
cajuela del coche. El coche de Jenny es grande.
¿Okey?—volvió hacia la muchacha. La preciosa
morrita asintió, y todo quedó arreglado.
Cada huerco cargó sus bártulos y documentación.
Subimos al coche. La broza y la ensabanable
Jenny como pasajeros, y Raúl en calidad
de equipaje, en la cajuela.
Llegamos a la raya. Los de la migra apenas
si nos revisaron al ver que íbamos con una
residente. Pasamos a Calexico.
Cuando ya no había moros en la costa sacamos
al Ventanal de la cajuela. Estaba bañado en
sudor. La bendita cajuela parecía un baño de
vapor. Era un horno.
En Calexico repetimos nuestra acción acostumbrada,
libando hasta que cada bato quedó
bien gis, pero ahora con la modalidad de
completarnos con unos toques de buena juanita.
Juanita de la verde, no Jenny, la de Raúl que es
muy celoso. Amanecimos de chupe, y en puntada
de drogados se nos ocurrió regresar a Tijuana. Y
ahí vamos otra vez rumbo a la raya.
Íbamos muy bien aparentemente, aunque los
ojos nos delataban. Nadie recordó que con la marihuana
las pupilas se dilatan, y no llevábamos
anteojos.
Los de la tira fácilmente nos clacharon. Nos
pidieron los papers. Un negro me quitó las
llaves del coche y se dirigió a la cajuela. La abrió
y se echó para atrás, pistola en mano, cuando
vio a Raúl.
El pobre Patas de memela, medio drogado y
medio borracho, se incorporó coquetonamente, y
dijo:
—¡Uf...! ¡Qué calor!... ¿bailamos?

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