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25 septiembre 2008

EL NIÑO ESTELAR --FRED MUSTARD STEWART



El Niño Estelar

Fred Mustard Stewart





INDICE
Primera Parte: La Anunciación
Segunda parte: Los Hechos de los Apóstoles
Tercera parte: Las visiones
Cuarta parte: Revelaciones
Quinta parte: La Ascensión
Epílogo: Muerte y Transfiguración


Si Dieu n'existait pas il faudrait l'inventer.
(Si Dios no existiera, habría que inventarlo).
VOLTAIRE



PRIMERA PARTE
La Anunciación
1
La rubia de diecisiete años soltó una risita mientras el hombre con cabeza de búho bajaba con ella los peldaños de madera que conducían al sótano.
—¿De modo que éste es tu gran secreto? —preguntó la muchacha, mirando a su alrededor—. Pero… ¿qué es esto?
—Mi templo.
El hombre era alto, llevaba una capa negra que le cubría el cuerpo y su cabeza quedaba totalmente oculta por la máscara en forma de cabeza de búho. Había sido confeccionada con plumas blancas, y los grandes ojos tenían unos orificios a través de los cuales él la miraba. El hombre sujetaba una botella de dos litros de Almadén Chablis y un vaso vacío. Con el vaso a medio llenar, la joven bebía a sorbitos, mientras miraba el altar erigido en el extremo de la sala.
—Un templo privado. Es una idea fascinante… —se inclinó y besó el pico de la máscara—. No tenía la menor idea de que fueras tan original. Pero, ¿para qué un templo?
—Para el Gran Dios Raymond.
Ella rió entre dientes.
—¿Raymond? Es un nombre estúpido para un dios.
—No más estúpido que Jesús.
El hombre dejó la botella de vino en el suelo de tierra.
El sótano era viejo. Las vigas del techo estaban combadas a causa de la antigüedad y la carcoma, y las paredes de piedra parecían datar de finales del siglo XVIII o principios del XIX. En el extremo opuesto al pequeño altar, una enorme caldera de carbón se agazapaba en la semipenumbra, con los tentáculos de acero de sus tuberías desplegados en todas direcciones, como los de un pulpo.
—Está bien, me parece una buena idea que tengas tu propio dios —dijo la muchacha, mientras se dejaba caer ruidosamente sobre el catre que había en el centro del sótano y saltaba sobre los chirriantes muelles del somier.
La desnuda lamparilla que colgaba sobre las cabezas iluminaba su cabello rubio y corto. Era una belleza de estilo californiano, una hermosa figura cubierta con un albornoz de algodón blanco. Sus piernas estaban desnudas y sus pies, descalzos. Los ojos de búho la observaban desde el ultimo escalón.
—¿Éste es el altar donde haremos el amor en honor de… Raymond? —preguntó, casi derramando el vino sobre las blancas sábanas, con sus saltos sobre el catre.
—Algo así.
—Ben, eres un loco y eso… ¡me encanta! No tenia la menor idea de que aquí abajo existiera todo esto. Quítate esa fea mascara, acércate y bésame. Luego háblame de ese Raymond… Tal vez me adhiera a su religión.
Él se levantó la máscara y la colocó sobre un sucio arcón adosado a la pared. Con los dedos se aliso el pelo, tan rubio como el de ella. Ben era un guapo muchacho de dieciocho años.
Abrió su capa negra mostrando su cuerpo, que, salvo por unos calzoncillos azules, estaba desnudo. Después se abalanzó sobre su compañera, gritando con la voz de Bela Lugosi:
—¡Soy Drrrácula! ¡Voy a beberrr tu sangrrre!
Envolvió a la chica con la capa mientras se inclinaba e hincaba los dientes en su cuello. Ella recorrió el cuerpo del muchacho con las manos y acarició su suave piel.
—Hummm… Sabe a vino, pero es toda tuya.
Él acercó su boca a la de ella y se besaron. La chica notó que Ben abría los labios y sacaba la lengua. Lo imitó, y sus lenguas se entrelazaron como coléricas serpientes. Sintió las manos del muchacho que buscaban sus pechos desnudos bajo el albornoz, y lo deseó más que nunca. Trató de tirar de él para que se le echara encima, pero Ben se resistió.
—Oh, Ben —susurró—, ahora…
—No, no es así como le gusta a Raymond.
—¡Oye, basta ya de Raymond! —estalló malhumorada, mientras él se erguía para coger el vino.
Ben llenó su vaso y bebió un trago. Luego se volvió.
—Raymond es el nuevo dios que pronto vendrá a la tierra para ofrecer a la humanidad una nueva religión…, una nueva y hermosa religión que rinde culto al cuerpo, no al alma.
Ella sonrió, recuperando el buen humor. A fin de cuentas, Ben estaba aderezando la cosa con un espectáculo fuera de lo corriente.
—Esa clase de religión me gusta mucho más que las otras.
—A mí también. Verás, hace aproximadamente una semana Raymond empezó a aparecérseme en sueños. Al principio, en cierto modo, me asustó…
—¿Qué aspecto tiene? —le interrumpió la muchacha.
—Adopta muchas formas. A veces es una hermosa mujer, en ocasiones un hombre muy guapo, pero puede ser… una cabra, o un lagarto. Una noche, incluso se convirtió en búho.
Ella se echó a reír y señaló la máscara:
—Entonces, por eso…
Él movió la cabeza afirmativamente.
—Eso me inspiró. Sea como fuere, Raymond es omnipotente y omnisciente, y cuando llegue a nuestro mundo comenzará una nueva era de amor y goce… y otras cosas.
—¡Suena maravillosamente! Me encanta esta fantasía. Es la mejor de todas las tuyas.
Él esbozó una leve sonrisa.
—Bien, me alegra que te guste —se quitó la capa y la arrojó sobre el baúl—. Raymond me enseñó que el acto del amor debe ser también un acto de adoración, porque cada vez que hacemos el amor consumimos parte de la fuerza psíquica del universo. Entonces me dijo que construyera un altar para él y para Fuego Estelar —explicó, extendiendo la mano.
Ella abandonó la camilla y se reunió con él.
—¿Quién es Fuego Estelar?
—El padre de Raymond. Fuego Estelar es el Creador.
La condujo hasta el altar. Consistía en un baúl cubierto con un chal de seda negra, bordado con hilos de oro. Encima había dos candelabros de latón, un cuenco blanco entre ambos y, detrás del cuenco, una caja de cerillas de cocina y dos antifaces negros. El muchacho cogió la caja de cerillas, sacó una y la encendió.
—Los cirios —explicó, mientras los encendía— representan a Raymond…, y éste es Fuego Estelar.
—¿Qué hay en el cuenco?
—Mirra e incienso.
—¿Dónde los conseguiste?
—En Fairfax. Son carísimos.
Encendió el incienso, que comenzó a humear, impregnando el sótano con su perfume. Puso la caja de cerillas en su sitio y arrojó al suelo la que había usado. Luego cogió los dos antifaces y le ofreció uno a la joven.
—Aquí tienes; póntelo.
—¿Para qué?
—Forma parte del ritual. Ocultándonos una parte del rostro, nos concentramos más en nuestros cuerpos.
Ella lo miró, vacilante, pero tomó la máscara y estiró el elástico sobre su pelo.
—Aprieta mucho —se quejó.
Él también se había puesto su máscara.
—¿No crees que así resulta todo diferente?
—Sí—admitió ella—. Es raro, pero resulta más sexy.
Ben apoyó las manos en el cuello del albornoz de la muchacha.
—Ahora debemos consagrar nuestros cuerpos —susurró.
Le abrió el albornoz poco a poco. Ella se relajó mientras él se lo quitaba y lo dejaba caer al suelo, a sus pies. Los generosos pechos y el liso vientre de ella relucían a la luz de los cirios. Él la rodeó con los brazos, la atrajo hacia sí y dejó que sus labios rozaran los de ella, mientras la joven se deleitaba con su musculoso cuerpo.
—Consagro tu cuerpo a Raymond —dijo él, suavemente—, y el mío a Fuego Estelar.
—¿Qué debo decir yo? —susurró ella, con los ojos cerrados.
—Nada. Se supone que debes sentir y gozar. Entonces, el espíritu de Raymond vivirá en tu interior.
Ella besó su hombro, luego apoyó la cabeza en él y le rodeó la estrecha cintura con los brazos.
—Te amo, Ben —dijo—. Eres tan hermoso…
—También tienes que amar a Raymond.
Ella levantó la vista y sonrió.
—De acuerdo. También lo amaré a él.
Ben apartó suavemente los brazos de la muchacha y volvió a llevarla a la camilla.
—Tiéndete —susurró, besándola.
Ella le obedeció; él se echó a su vez y apretó el interruptor de la luz. Excepto el suave brillo de los cirios, el sótano estaba a oscuras.
Ben se quitó los calzoncillos y los apartó de una patada. Una vez desnudo, montó a horcajadas sobre la joven, que abrió los brazos. Ben se inclinó y la besó.
La muchacha sintió que la punta de su pene caliente y erecto chocaba contra su vientre. Luego él lo introdujo en su vagina y comenzó a empujar. Ella gimió sutilmente mientras la placidez crecía en su interior.
Juntos alcanzaron el orgasmo.
Cuando todo concluyó, él se tendió junto a la muchacha, que clavó la mirada en el oscuro cielorraso, con una sonrisa en el rostro.
—Ha sido hermoso —murmuró—. Me haces tan feliz, Ben…
Con la mano derecha, él cogió un objeto oculto debajo del catre. Se trataba de un cuchillo de carnicero que guardaba entre el somier y el colchón.
—Es Raymond quien te hace feliz.
—¡Qué bobo! —exclamó ella cariñosamente, y riéndose—. ¿Cómo se te ocurren esas ideas delirantes?
Ben se incorporó, sosteniendo el cuchillo detrás de la espalda.
—No es un delirio. Raymond es real. Es el hijo de Fuego Estelar y su advenimiento a la Tierra me ha sido anunciado en sueños.
—Háblame en serio —dijo ella con un dejo de irritación—. ¿Qué estás haciendo?
Él estaba otra vez a horcajadas sobre ella y la contemplaba, todavía con el cuchillo oculto a sus espaldas.
—Soy el primer apóstol de la nueva religión —susurró—, y te ofrezco a Raymond como mi primer sacrificio.
—¿Qué has dicho?
La joven contempló el cuchillo de carnicero cuando él lo hizo aparecer y lo alzó sobre su pecho.
—Ben…
El cuchillo relampagueó y se enterró en su corazón. La sangre brotó a chorros, como el agua de una cañería rota.
La chica murió instantáneamente.
* * *
Helen Bradford salió de la tienda de ultramarinos de la población con una bolsa de papel repleta de costosos alimentos. Shandy relucía bajo el sol de finales de agosto, un sol que había hecho ascender el termómetro a la temperatura ―insólita en Nueva Inglaterra― de treinta y cinco grados y medio.
Shandy, que se encontraba en el extremo noroeste de Connecticut, a unos kilómetros al sur de Massachusetts, estaba rodeada por las estribaciones de Berkshire y la cruzaba el pintoresco río Housatonic, de modo que resultaba difícil imaginar una situación mejor. La villa en sí no era una joya arquitectónica, aunque el blanco edificio de la iglesia congregacionalista —construido en la década de 1860— constituía un bello ejemplar del gótico victoriano ―para quienes gustasen de ese estilo―, y había unas cuantas casas atractivas de tipo colonial a lo largo de la Ruta 9, la calle principal de Shandy. El centro comercial tenía una longitud inferior a la de una manzana y lo constituían la ferretería Grayson, el Shandy Package Store ―una tienda de comestibles provista de una buena selección de vinos―, el mercado Haley, dos o tres casas de antigüedades y la Shandy Shoppe, donde era posible comprar unas grasientas hamburguesas y el New York Times. A lo largo de la vía del ferrocarril —que ya no se usaba, y cuya estación se había convertido en una cerería— se encontraban la farmacia seudocolonial y la lavandería; frente a la iglesia congregacionalista se alzaban las oficinas de la inmobiliaria Dryer.
En dirección opuesta, al sur de la columna erigida en 1883 en memoria de los caídos en la guerra civil, se hallaban el Ayuntamiento y dos gasolineras, y, con excepción de la escuela y el cementerio, eso era todo lo que había en Shandy, una población de 267 habitantes… al menos durante el verano. Pero el pueblecillo ya se preparaba psicológicamente para el comienzo del curso lectivo, que se iniciaría tres semanas más tarde, momento en que más de cuatrocientos chicos y chicas de la comarca invadirían el elegante campus seudogeorgiano del otro lado del río y duplicarían con mucho la población. La Prep de Shandy —así la llamaban— era una de las escuelas privadas más importantes del Este. Representaba la principal fuente de ingresos de Shandy y era su primera ―y casi única― actividad, con una plantilla de cuarenta profesores, todos ellos residentes en el pueblo y sus alrededores.
Jack y Helen Bradford constituían un caso algo especial, como el único matrimonio de docentes en la escuela.
Mientras subía a su Toyota, frente al mercado Haley, Helen pensó en su marido y en la fiesta que la noche siguiente ofrecerían para festejar su segundo aniversario; precisamente para esa ocasión acababa de comprar una pierna de cordero. Helen seguía tan enamorada de Jack como aquel verano, dos años atrás, cuando desafiaron a los chismosos de la villa al vivir juntos durante seis semanas, antes de legalizar aquel lazo que ya no parecía tan consistente como en otros tiempos. Pero a ellos seguía uniéndolos.
Helen no sólo continuaba enamorada de su marido, sino que además le gustaba… a pesar de su mal humor, sus ocasionales arranques de ira, el vicio de comerse las uñas, su costumbre de ver las viejas películas de la sesión nocturna en la televisión —que lo mantenían despierto hasta las dos de la madrugada—, y sus borracheras en las fiestas. Bien…, era de suponer que también ella tenía un montón de defectos.
En el aspecto positivo, él se mostraba generalmente amable, su físico era atractivo ―a Helen todavía le encantaba contemplar su cuerpo desnudo―, y se desempeñaba bien en la cama, lo cual, en estos tiempos no deja de tener su importancia; en realidad, era un hombre normal, aunque últimamente había intentado algunos… experimentos. Resultaba brillante y podía ser divertido, y como profesor le consideraban fantástico, el mejor del departamento de literatura de habla inglesa. Sus alumnos lo adoraban, y ella también.
Mientras conducía junto al Housatonic, al pasar por el desierto campus —aunque no del todo desierto, pues vio a Jeremy y a Marcia Bernstein jugando al tenis en una de las pistas del colegio—, se dijo que existían muchas cosas por las que debía sentirse agradecida.
Había cumplido los veintiocho en junio. Era alta y, si bien no podía considerarse una belleza según las pautas convencionales, su cutis terso, su sedoso cabello castaño y sus grandes y expresivos ojos verdes, le valían habitualmente la calificación de «enormemente atractiva». Provenía de Wiscasset, Maine, donde su padre todavía trabajaba como ejecutivo para la Bath Iron Works; pero cuatro años en Vassar habían suavizado su acento del Maine. Tras su primer año de estudios pasó unas vacaciones en Francia; se enamoró del país, de la cultura y del idioma, y regresó allí al terminar la enseñanza secundaria, para graduarse en la Sorbona. Hacía tres años había aceptado un puesto en el departamento de literatura francesa de Shandy, el mismo año en que Jack Bradford ingresó en el departamento de literatura inglesa. Vassar-Sorbona-Maine se enamoraron de St. Marks-Harvard-Boston en su segunda cita.
Su coche traqueteó por la escarpada carretera de Rock Mountain, giró en la calzada junto a la que se alzaba la casa que habían alquilado y aparcó frente al doble garaje. Jack, vestido únicamente con un pantalón corto de color caqui y unas sucias zapatillas de tenis, seguía a la ruidosa cortadora de césped alrededor del pequeño jardín delantero, desde el cual se dominaba el imponente panorama del pueblo desde la montaña, la escuela, el río y el valle, más abajo.
Al ver a su esposa, Jack paró el motor de la cortadora de césped y se pasó los brazos por la boca: a pesar de que llevaba el pañuelo alrededor de la frente, su rostro estaba empapado de sudor. Medía casi un metro noventa y cinco, era muy delgado y conservaba la estilizada elegancia del nadador que se había destacado en Harvard. Sus largos cabellos castaño oscuro tenían franjas cobrizas —desteñidos por el sol—, y su delgado y bronceado rostro, junto con los que Helen llamaba sus «salvajes» ojos castaños, le daban un aspecto de hippie ya pasado de moda, lo que, en cierto modo, se atenía a la verdad. En los años sesenta, Jack Bradford se ausentó por un tiempo, luego regresó e intentó dedicarse a dirigir cine artístico, pero fracasó; ahora estaba casado y tenía treinta y dos años… y además, corría la década de los setenta. Jack Bradford detestaba reconocerlo, pero se había convertido en un hombre del establishment.
—¿Qué has comprado? —preguntó a Helen cuando bajó del coche.
—Una magnífica pierna de cordero.
—Al diablo con el presupuesto. ¿Has traído el vino?
Ella puso los ojos en blanco:
—¡Caray, lo olvidé!
—No importa; iré a buscarlo esta tarde. Hace calor, ¿verdad?
—Es un horno…
Helen llevaba las provisiones hacia la puerta de la cocina cuando oyó un golpe seco procedente de la cima de la montaña. Miró arriba y vio que uno de los altos pinos blancos que remataban Rock Mountain se venía abajo.
—¿Quién está talando los pinos?
—Ben. Dice que va a venderlos como leña.
—¡Pero eso es un crimen! Unos árboles tan hermosos…
—El monte es de su propiedad, nena. ¿Qué te parece si le preparas un poco de té helado a tu esclavo?
La miró provocativamente, como si quisiera cortar cualquier intento de discusión acerca de Ben Scovill y sus árboles. Helen se mosqueó un poco.
—De acuerdo.
Dio un último vistazo a la montaña, y entró en la fresca cocina para guardar los alimentos y preparar el Lipton instantáneo. Ben Scovill, su vecino más cercano, vivía en la cima de la montaña. El excelente Ben, el apuesto Ben, el simpático Ben… ¿Por qué se le ponían los pelos de punta cada vez que lo mencionaban? Los Scovill eran una de las familias de granjeros más antiguas del lugar, y su granja, con sus cuarenta hectáreas en la ladera norte de Rock Mountain, había pertenecido a la familia durante cinco generaciones. Esto hacía de Ben un «pueblerino» ―tal era el término empleado con semiinconsciente esnobismo por los profesores para denominar a los nativos de pocos recursos— y, sin embargo, había obtenido una beca para la Prep, lo cual le otorgaba una ambigua categoría y le colocaba en un mundo ambivalente al que él había sabido ajustarse a la perfección. Ben era un muchacho brillante y un excelente deportista. Agradaba a todos, y Jack lo apreciaba mucho.
Ben había ingresado en el equipo de natación de la escuela —del que Jack era entrenador—, y en poco tiempo, bajo su tutela, se había convertido en un buceador de primera línea. Su relación deportiva, unida al hecho de ser vecinos, había creado entre ambos un vínculo que Helen consideraba poco aconsejable entre profesor y alumno. Amigos sí, compinches jamás, decía ella. Jack no estaba de acuerdo, y la muerte del padre de Ben en el mes de mayo, a causa de un tumor cerebral, añadió una dimensión protectora a los sentimientos de Jack, ya que la madre del muchacho había muerto seis años atrás en un accidente automovilístico, y ahora Ben se encontraba solo en el mundo.
Jack y Ben. Ignoraba cuál era el motivo por el que no podía compartir el entusiasmo de su marido por Ben, pero notaba que existía un distanciamiento en el muchacho que no parecía originado por la timidez —era cualquier cosa menos tímido— sino, más bien, pensaba Helen, por su actitud taimada. Nunca sabía exactamente lo que Ben pensaba, y eso la molestaba. Sabía que era injusto que le desagradara por algo tan impreciso, sobre todo teniendo en cuenta que, desde luego, ella era la única persona que abrigaba tales sentimientos. En ocasiones, incluso se había preguntado si no estaría un poco celosa de él, como si de algún modo le molestara compartir a su marido. Pero eso era absurdo, pues no compartía a Jack con Ben. Sin embargo, el sentimiento existía; vago y oscilante, pero existía.
Ahora, Ben estaba talando sus árboles para convertirlos en leña. Un acto del todo inocente, pensó; pero la brusca negativa de Jack a discutirlo le confería un carácter casi conspiratorio. ¿Una conspiración? ¿Deducía eso de la tala de un árbol? Se dijo que estaba desvariando. No obstante, mientras revolvía el té helado en la jarra de cristal, no logró convencerse de que los pinos eran cortados para convertirlos en leña, sencillamente.
¿Habría algo más?
Aquella noche tuvo el primer sueño.
Se encontraba en un hermoso valle. Cruzando la zona central de éste corría un arroyo que centelleaba como lentejuelas bajo el sol abrasador, y unos maravillosos y verdes prados se extendían hacia las distantes colinas. Frente a ella distinguió un manzano totalmente florido y se vio a sí misma flotando hacia él. Al aproximarse, advirtió a alguien de pie bajo el árbol. Se trataba de un niño —de unos diez años, calculó— de hermosos cabellos dorados y con el rostro de un ángel de Botticelli. Vestía una corta túnica blanca y tenía los brazos y las piernas desnudos, y los pies descalzos; se dio cuenta de que también ella iba vestida con una túnica blanca de la misma gasa fina. A medida que ella se acercaba, el niño abrió los brazos en un gesto de bienvenida y sonrió.
—Soy el Niño Estelar —se limitó a decir.
Ella se sentó sobre una roca y lo miró fijamente.
—No temas —prosiguió el chico, bajando los brazos—. No te haré daño. He proyectado mi propio pensamiento en tu mente dormida, de modo que podamos aprender a tenernos confianza.
—¿Proyectado… el pensamiento?
—Mi gente ha desarrollado un método para proyectar nuestros pensamientos fuera de nuestros cerebros físicos, hacia los cerebros de otros. Lo hacemos generando mecánicamente un campo electromagnético que utilizamos para transmitir el pensamiento a través del espacio. Puedes considerarlo como una versión altamente perfeccionada de vuestra transmisión por radio.
—¿Por qué vosotros, quienesquiera seáis, habéis desarrollado ese método?
Él vaciló.
—Por razones que no te explicaré ahora —respondió, evasivo—. Existen motivos que te parecerían inquietantes, y no quiero que penséis en mi como en alguien inquietante. Como nuestra raza ha evolucionado de un modo que difiere del vuestro, pues nuestro medio es ligeramente distinto, yo he tomado la forma de uno de vuestros niños con el propósito de que no me consideres extraño ni temible. Sabemos que, con un criterio acertado o equivocado, tenéis la tendencia a confiar en vuestros niños y, como te dije, quiero que confies en mí como yo debo confiar en ti. Más adelante te revelaré mi verdadero aspecto; después de todo, ha de sorprenderte ver que no soy totalmente distinto de ti.
—Pero… —estaba tan confundida que apenas sabía qué preguntar en primer lugar— ¿De dónde vienes?
—Nuestro mundo es un planeta de tamaño mediano, que gira alrededor de una estrella a la que vuestros astrónomos denominan Tau Ceti. Nuestro sol es similar al vuestro; sin embargo, nuestra raza evolucionó en el tiempo con rapidez mucho mayor que la vuestra. Tecnológicamente, somos más avanzados que vosotros. Lo sabemos porque hemos observado vuestra civilización durante varios miles de años.
»Sabemos que vuestra civilización atraviesa una etapa de gran peligro, y por eso he sido enviado a vuestro planeta. Traigo conmigo un don de incalculable valor para tu mundo, un regalo que alterará vuestra historia. Pero…
Hizo una pausa, y por primera vez ella notó que el temor brillaba en sus ojos; hasta ese momento su rostro había tenido un aspecto de divina impasibilidad y bondad. Ahora, súbitamente, parecía muy humano, semejante al de un niño preocupado.
—Pero alguien esta intentando hacer fracasar mi misión ―finalizó―. ¿Has tenido otros sueños últimamente? ¿Alguien más ha penetrado en tu mente?
—No. Es decir, no recuerdo ningún sueño…
—Lo recordarías si lo hubieras tenido, así como recordarás este. Él puede tratar de proyectar su pensamiento dentro de tu mente.
—¿Quién?
El Niño Estelar volvió a vacilar:
—Ahora no importa, pero puede ocurrir.
Ella empezó a irritarse.
—¿Por qué eres tan misterioso? —preguntó con impaciencia—. ¿Cuál es ese «regalo» que nos traes? ¿Por qué nuestra civilización corre más peligro que de costumbre?
El Niño Estelar la observó atentamente.
—Es importante que mi misión en tu mundo sólo sea conocida por unos pocos. Por eso debes prometer que no contarás a nadie este encuentro onírico, ni lo que yo te he dicho, hasta que te dé instrucciones en otro sentido. ¿Lo juras?
Ella se encogió de hombros, indecisa.
—Supongo que de todos modos nadie me creería…
—Eso no importa; sea como fuere, debes prometerme que no se lo dirás a nadie. ¿Lo prometes?
—Bueno, creo que…
—No jures por tu dios, sino por el amor a tu esposo.
Ella frunció el ceño. La intensidad del tono de la voz del Niño Estelar desvaneció su incertidumbre.
—Sí, lo prometo —dijo serenamente.
El Niño Estelar pareció relajarse.
—Bien. —Se sentó en la hierba junto a ella y la miró a los ojos—. Tu mundo está tomando conciencia de que pierde energía, de que las provisiones de combustibles fósiles son limitadas. ¿Has oído hablar de la fusión termonuclear controlada?
—No —replicó, sintiéndose casi culpable por su ignorancia.
—No me sorprende, pues muy pocos de vosotros la conocéis. Pero vuestros científicos saben de qué se trata. Están desesperados tratando de encontrar un modo de generarla, porque saben que es la última fuente de energía, lo único que puede salvar a vuestro planeta de convertirse en un mundo muerto. Sin embargo, se encuentran a muchos años de distancia del secreto.
—Todavía no comprendo de qué se trata. ¿Te refieres a la bomba de hidrógeno?
—No, me refiero a vuestro sol como fuente de energía. Estoy hablando de una ilimitada reserva de energía, que resultaría barata y relativamente poco contaminante. Vuestras bombas de hidrógeno son mecanismos toscos, cuyo poder destructivo depende de la fusión termonuclear no controlada. Pero si lográis controlar la energía…, eso representaría la más importante revolución en la historia de vuestra civilización desde el aprovechamiento de la electricidad. Quizá la más importante de todos los tiempos.
»Las necesidades energéticas de todo el planeta durante un año podrían generarse a partir del combustible almacenado en una embarcación anclada en el puerto de Nueva York. Significaría el fin de la pobreza en el mundo, y el fin de la mayoría de las guerras, que generalmente se producen a causa de la pobreza. Y, más importante aún, el fin de la contaminación de vuestro aire y vuestras aguas. Ése es el regalo que traigo a tu mundo: la tecnología con la cual aprovechar ahora la energía de la fusión termonuclear controlada.
Si bien no comprendió totalmente lo que él decía, entendió lo suficiente como para quedar anonadada por todo cuanto implicaba.
—Pero… ¿por qué quieres hacernos semejante regalo? —fue todo lo que se le ocurrió preguntar.
El Niño Estelar sonrió.
—Eres suspicaz; lo suponía. Permíteme decirte, sencillamente, que la solidaridad existe en cualquier lugar del universo, no sólo en tu mundo… donde, de hecho, es bastante rara. Os ayudamos porque no queremos que os destruyáis, que es lo que seguramente haréis cuando vuestras actuales fuentes de energía comiencen a menguar. Pero debo insistir una vez más en que no debes hablar con nadie de todo esto. Con nadie, ¿comprendido?
—Sí.
Él la miró, tranquilizado.
—Bien. Te he elegido para que desempeñes un importante papel en la historia de tu civilización. No defraudes mi confianza.
Después de pronunciar estas palabras, y para asombro de ella, la imagen del Niño Estelar comenzó a desvanecerse.
—Aguarda un momento… no te vayas —murmuró ella, levantándose.
—Volveré —musitó el Niño Estelar, con una voz tan tenue como su cuerpo en ese momento—. Entretanto, recuerda tu promesa.
Luego se desvaneció, y ella quedó sola en el valle. La brisa agitó las ramas del manzano cuando miró a su alrededor, tratando de comprender dónde se encontraba.
Entonces se despertó.
Estaba en la cama, junto a su marido, en el dormitorio de la planta alta. Se incorporó y se frotó la cabeza, que estaba a punto de estallarle. Miró la esfera luminosa del despertador que había sobre la mesilla de noche: las tres y veinticinco. Ahora lo recordaba. Se había acostado a las diez, y luego de hacer el amor, Jack —en un brusco retorno a lo prosaico— había sintonizado el noticiario del canal cuatro. A las once y media cambió de canal para ver, por enésima vez, Oscura victoria, con Bette Davis y George Brent. Haciendo caso omiso de la banda sonora, por fin ella había logrado dormirse, en el preciso momento en que Bette Davis descubría que iba a morir. «Pronóstico negativo» eran las últimas palabras que recordaba haber oído.
Y luego el sueño, por cierto el más extraño de su vida. Rara vez soñaba, o rara vez recordaba lo que soñaba; pero, tal como el Niño Estelar profetizara, revivía este sueño en sus más nítidos detalles, casi como si hubiera estado hablando con la angelical criatura en aquella misma habitación. Nunca había soñado en colores, pero ahora recordaba su pelo dorado, casi blanco, el azul del cielo, el verde de la hierba y también el perfume de las flores del manzano. Estaba segura de que nunca había olido nada en sus sueños anteriores, pero recordaba ahora esa fragancia.
Tau Ceti. Nunca había oído hablar de una estrella llamada Tau Ceti. Quizás inventó el nombre… o, más bien, en todo caso, lo había inventado su subconsciente. Pero… ¡qué nombre tan extraño!
¿Y «fusión termonuclear controlada»? ¿Por qué iba a soñar ella con semejante cosa?
Sintió la mano de Jack en su brazo, y se dio cuenta de que también él estaba despierto.
—¿Te pasa algo? ―dijo él.
—Nada. Tuve un sueño estrambótico, sencillamente.
Un momento de silencio. Luego él se incorporó y encendió la luz de la mesilla de noche.
—¿Qué clase de sueño?
No defraudes mi confianza.
—Oh, olvídalo. Era una tontería. ¿Me darías un par de aspirinas? El vino de la cena me ha provocado un increíble dolor de cabeza…
Eres una mentirosa, pensó Helen, mientras él se levantaba de la cama con dosel, que pertenecía al mobiliario de la casa, y entraba en el cuarto de baño. Sólo bebiste dos vasos de Beaujolais. No fue el vino, sino el maldito sueño… ¿o la proyección del pensamiento? ¿Era posible que no se tratara realmente de un sueño?
Por supuesto, eso era una locura. Sin embargo, obedeciendo las instrucciones del Niño Estelar, no le había contado el sueño a su esposo. Deseaba hacerlo, pero no debía. ¡Qué extraño!
Jack volvió con un vaso de agua y dos aspirinas y, mientras ella las tomaba, se sentó a su lado y la contempló.
—Raymond —dijo él, suavemente.
—¿Qué?
—El sueño. ¿Se refería a alguien llamado Raymond?
Helen frunció el ceño.
—¿Quién es Raymond?
Él la observó un momento, tratando de encontrar su mirada.
—Entonces, ¿no era Raymond?
—No.
—Creí haber entendido que no recordabas de qué se trataba.
—Claro, pero recuerdo de quién no se trataba, y no se trataba de alguien llamado Raymond.
—Pero… te oí decirlo en sueños.
—¿Decir qué?
—«Raymond». Dijiste el nombre Raymond.
Ella lo miró, totalmente desconcertada. Jack se encogió de hombros y se acostó. Tiró de la sábana, se tapó hasta la cintura y agregó:
—No tiene importancia. Buenas noches ―y apagó la luz.
—Buenas noches, querido.
Helen dejó el vaso en la mesilla, se echó y se preguntó quién demonios sería Raymond. Una ligera brisa sopló en la montaña y penetró por la ventana que miraba al Norte, refrescando sus cuerpos mientras pasaba por encima de la cama, y desapareció por la ventana que daba al Sur. Luego ella susurró:
—Jack…
—¿Sí?
-—¿Alguna vez oíste hablar de algo llamado fusión termonuclear controlada?
—No. ¿Qué diablos es eso?
—¿Alguna vez oíste hablar de algo llamado Tau Ceti?
—¿Tau qué?
—Ceti.
—¿Qué es Tau Ceti? ¿Un nuevo vino griego?
—No. Es…
Cuidado.
—…creo recordar que era parte del sueño.
―Entonces, te convendría soñar con subtítulos. Eso no tiene sentido.
—Ya lo sé.
Helen dejó de lado el tema al oír que su marido se aquietaba, y que su respiración se hacia más profunda a medida que se deslizaba en el sueño. La cabeza de Helen era un torbellino de confusión, pero pronto comenzó a adormecerse.
Diez minutos más tarde se había quedado dormida.
* * *
Aunque practicaba la psiquiatría en un lugar del mundo en el que el crimen violento resultaba casi inaudito ―el último asesinato en Shandy se había producido en 1923―, el doctor Norton Akroyd, un soltero de cuarenta años, estaba fascinado por la problemática del crimen. Y no sólo fascinado, pues se le conocía como una especie de experto en la materia y había escrito un libro titulado La base psicosexual del crimen, que llegó a ser casi un clásico del tema. En su obra, Norton sostenía que en todo ser humano existe un asesino en potencia, pero que el instinto criminal no sólo es producto de la ira o del odio ―aunque estos dos elementos pueden estar presentes―, sino también una prolongación del impulso sexual; según su teoría, el crimen resulta placentero al igual que el sexo, y puede producir en el asesino una exaltación tan gratificante como el orgasmo, si no más.
Un año atrás, cuando se publicó la obra, su tesis en parte sensacional había provocado bastante revuelo en el tranquilo campus de la Prep de Shandy, donde el apacible Norton Akroyd era psiquiatra residente y director del pequeño departamento de psicología. Circularon con profusión por la escuela bromas referentes a un Norton Akroyd de suaves modales que entraba como Clark Kent en una cabina telefónica, para quitarse su desgastado traje de mezclilla y salir como el Superasesino, en pos de la sangre de su víctima. Incluso durante un tiempo, algunas de las esposas de profesores más chapadas a la antigua mostraron hacia Norton una actitud bastante temerosa, y se crispaban cuando se encontraban con él en las reuniones de la facultad, imaginando espeluznantes asesinatos con violación.
Norton contemplaba estas reacciones con secreto regocijo y, tal como suponía, pronto menguó el nerviosismo. Al fin y al cabo, era querido y respetado tanto por los profesores como por los alumnos. Empero, a menudo hacía conjeturas acerca de lo que aquellas pusilánimes damas pensarían si vieran la sala de su residencia de tres habitaciones en Miller Hall, una de las viviendas de ladrillo rojo y estilo seudogeorgiano del campus. Norton preparaba el material para un nuevo libro —una continuación del primero, en la que presentaría la historia de famosos asesinos—, y en su enorme mesa escritorio metálica se amontonaban tomos dedicados a Gilles de Rais, Sawney Bean, el Destripador de Baviera, Lacenaire, Karl Hussman, Jack el Destripador, Leopold y Loeb, Richard Speck, el Vampiro de Dusseldorf… todo un auténtico tesoro sanguinario. Y en su fichero metálico, junto al escritorio, había aún más: fotografías de víctimas, libros inhallables sobre medicina forense, recopilaciones de estadísticas de crímenes…
La tarde posterior al sueño de Helen, mientras se ponía su bien planchada chaqueta de lino para ir a cenar a casa de los Bradford, para festejar su aniversario, Norton echó una mirada al escritorio. Decidió archivar la foto de la reciente víctima de una violación con apuñalamiento, acaecida en Boston; foto que aquella mañana había recibido por correo, enviada por un policía bostoniano amigo suyo. Había algunos obreros en el campus, acondicionando las instalaciones para el comienzo de las clases, y nunca se sabía si alguien podía entrar por error en la casa y ver las fotos. A Norton Akroyd no le gustaba fomentar rumores.
Archivó la foto, abandonó la casa, subió a su Mercury negro y condujo a través del apacible campus en dirección a la carretera de Rock Mountain. Aquel mediodía se había desatado una tormenta que acabó con la ola de calor, y ahora la temperatura era fresca y el cielo estaba despejado: una noche perfecta para la fiesta de los Bradford, pensó. Norton sentía simpatía por Helen y Jack Bradford, aunque los burdos intentos de casamentera de Helen a veces lo sacaban de quicio. Por ejemplo, sabía que había invitado a Sarah Blake a la fiesta de esa noche con el propósito de «emparejarla» con él. Sarah, vicedirectora del departamento de música y organista de la escuela, era atractiva e interesante, pero estaba demasiado comprometida con las luchas feministas. A Norton eso le parecía bien, pues estaba de acuerdo con la mayor parte de las reivindicaciones del movimiento; pero Sarah era monotemática, lo que resultaba tedioso. La perspectiva de una noche de feminismo no resultaba muy estimulante, pero no había vuelta de hoja. Pensó decirle a Helen con toda crudeza que le gustaba la soltería y que tuviera la bondad de no volver a intentar encontrarle pareja, pero decidió que esa noche no era la apropiada para sincerarse de aquella manera.
Giró al llegar a la senda para coches que llevaba a la casa auténticamente colonial de los Bradford y aparcó junto al Mercedes gris del director. La casa, que Jack alquiló a un profesor retirado que se había trasladado a Florida a causa de su artritis, era una antigua granja de paredes blancas y contraventanas negras, construida alrededor de 1840. Le había sido agregado un garaje doble y una cocina moderna, pero esencialmente la casa conservaba su firme dignidad colonial, situada como estaba en un saliente bajo la cima de Rock Mountain, con su magnífica vista hacia el Sur. Norton admiraba la casa y envidiaba la suerte que los Bradford habían tenido al conseguir semejante joya por sólo trescientos dólares mensuales de alquiler, y amueblada.
Abrió la puerta Helen, muy hermosa con blusa verde y una larga falda blanca. Lo besó mientras él le entregaba la botella de champaña que había comprado para la ocasión, y le invitó a pasar a el enorme salón, de techo bajo y blanco y elegante suelo de piedra. Además de Lyman Henderson —el corpulento director de la escuela— y su canosa esposa Marjorie, estaban presentes Jeremy y Marcia Bernstein, y la alta y nerviosa Sarah Blake. Para sorpresa y delicia de Norton, Sarah no hablaba de la liberación de la mujer: el tema era el crimen.
—¡Aquí está nuestro especialista en asesinatos! —lo recibió Jeremy, un barbudo colega de Jack en el departamento de literatura, cuya especialidad era la novela moderna—. Norton, ¿has resuelto el misterio?
—¿Qué misterio? —preguntó el psiquiatra, al tiempo que aceptaba el vaso de vino blanco que Jack le ofrecía. Norton no bebía nada excepto vino.
—Judy Siebert. ¿No te has enterado? Desapareció.
—¿Quién es Judy Siebert?
—Esa preciosa rubia que trabaja en el bar del pueblo, el Soda Shoppe. Art Siebert, su padre, es el propietario. Desapareció el miércoles pasado por la noche y nadie sabe qué le ha podido ocurrir.
—Pero… Jeremy, ¿no crees que nos apresuramos en concluir que ha sido asesinada? —intervino Marjorie Henderson, cuya cerrada pronunciación de Long Island armonizaba con su patricio rostro—. Tal vez se largó, simplemente. Si Art Siebert fuera mi padre, yo me largaría.
Su gordo esposo soltó una risita estúpida.
—Probablemente comió una de esas grasientas hamburguesas de Art y murió intoxicada.
—Creo que todos vosotros estáis suponiendo que hay un responsable de la desaparición de Judy —observó Marcia Bernstein, la moderna y atractiva esposa de Jeremy, que se había criado en Central Park West y detestaba la placidez rural de Shandy con la misma intensidad con que extrañaba el bullicio urbano de Nueva York—. Si queréis conocer mi opinión, creo que Judy es absolutamente capaz de meterse en aprietos por su cuenta.
—¿Por qué? —preguntó Jack, uniéndose al grupo con su segundo martini—. Parece una buena chica…
—¡Oh, vamos! —protestó Marcia—. Es una zorrita. Se acuesta con la mitad del equipo de Lacrosse.
—¿Y por qué no también con la otra mitad? —ironizó Lyman, que estaba acostumbrado al feminismo de Marcia y no compartía su visión de Peyton Place con respecto a Shandy y su escuela.
—Hacen cola. Apuesto cinco dólares a que Judy se hartó y se fue a Nueva York en busca de otros placeres
—¿No habrá quedado embarazada? —sugirió Marjorie Henderson.
Marcia se echó a reír.
—Ya nadie queda embarazada, Marjorie. Estas atrasada. Hasta en Shandy se consigue la píldora.
—Bien, pues yo digo que fue asesinada —declaró Jeremy, que tenía treinta y un años y un rostro hermoso, aunque lleno de marcas de viruela—. Supongo que paró algún coche, y el que la recogió la violó y enterró su cadáver en el campo. ¿Tú que piensas, Norton?
El psiquiatra se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Todos vosotros habéis leído mi libro, y conocéis mi opinión de que cualquier persona es capaz de cometer un asesinato. Pero debo admitir que considero bastante improbable que alguien haya asesinado a Judy. En Shandy la gente no parece muy interesada en matarse entre sí, aunque reconozco que esto no dice mucho en favor de la exactitud de la tesis de mi libro.
—Norton, tú sí sabes realmente cómo animar a la gente —opinó Helen, y miró nerviosamente a su marido, que acababa de terminar su segundo martini. No quería que se lanzara a por el tercero—. Y aunque sé que vosotros seguiríais con el tema de la sangre, hoy es nuestro aniversario y la cena está lista, así que pasemos al comedor y olvidemos a Judy Siebert.
La siguieron hasta el pequeño comedor, donde Helen había dispuesto una encantadora mesa, con la vajilla de Quimper que había comprado en Francia y los candelabros de cristal en forma de delfín que escogió en el catálogo de Navidad del Museo Metropolitano. Pero nadie olvidó a Judy Siebert. Por el contrario, Marcia Bernstein —que estaba sentada junto a Norton— continuó hablando del asunto, aunque sólo fuera para incordiar a la anfitriona. A Marcia le encantaba fastidiar a Helen.
—¿Realmente crees lo que dices en tu libro? —inquirió, tomando una cucharada de su gelatinoso madriléne—. Me refiero al asesinato como forma de placer sexual.
—No se trata de eso exactamente —replicó Norton—. Lo que afirmo es que en el asesinato hay un componente sexual, y que el crimen resulta placentero para el asesino.
—Bueno, ¿eso no significa decir que el crimen es un placer sexual?
El psiquiatra suspiró.
—De acuerdo, pero a ningún escritor le gusta ver las trescientas páginas de su prosa inmortal reducidas a un clisé.
—Tal vez algunos asesinos maten por placer —apuntó Lyman Henderson desde el otro lado de la mesa; su redonda y calva cabeza era apenas visible por encima de la frondosa planta de crisantemos amarillos del jardín de Helen—. Pero disiento de tu concepto según el cual todo asesinato es placentero. Existen crímenes por venganza, por interés; crímenes casuales…
—¿Qué es un crimen «casual»?
—El que se perpetra durante un robo, por ejemplo. El ladrón se asusta o se pone nervioso y mata al cajero, a pesar de que no lo tenía planeado.
—Sigo sosteniendo que eso proporciona al asesino un placer especifico, una sensación de exaltación…
—¿Una complacencia sexual?
—Sí.
—Pero… —intercalo Jack desde la cabecera de la mesa— el instinto sexual es algo que da vitalidad. El asesinato, obviamente, destruye la vida. No entiendo cómo pueden relacionarse ambas cosas.
—Se trata del poder —explico Norton, serenamente— Una parte del placer sexual es el sentimiento del poder sobre el otro en el momento del orgasmo, el poder de proporcionarle placer. Acabar con la vida de otro significa ejercer el máximo poder. Pienso que en ese punto reposa la relación a que te refieres.
―¡Bueno, al menos yo no relaciono el deseo con el poder! —exclamo, indignada, Marjorie Henderson
—Pero los hombres sí —aclaro Sarah Blake—. A ellos les gusta dominar a las mujeres y reducirlas a objetos sexuales. El sexo es el triunfo final del hombre sobre la mujer.
—No estoy de acuerdo —manifestó Norton—. El sentimiento de poder fluye en ambas direcciones. Las mujeres dominan a los hombres sexualmente, o pueden hacerlo.
—Pero, seguramente —observo Helen, que se estaba metiendo en la conversación a pesar de sí misma—, estás hablando de una perversión del propósito original del sexo, que es la procreación. Los animales no tienen sensaciones de poder cuando se aparean, y me parece que, cuando dices que los seres humanos experimentan sensaciones de poder durante el acto sexual, estás hablando de gente muy enferma
—Quizá, aunque personalmente no me gusta la idea del criminal como «enfermo». La civilización moderna es sumamente compleja, y las emociones de sus miembros, incluso las de los mas simples, también lo son. No afirmo que la gente tenga conciencia de las sensaciones de poder que experimenta mientras se acuesta con alguien, como tampoco digo que el asesino corriente sienta el poder cuando mata. Digo que, en el plano emocional, la sensación de poder existe. Al fin y al cabo, en los Estados Unidos quedan hoy relativamente pocas personas que consideren que el sexo es, ante todo, una forma de procreación. La mayoría de los americanos lo consideran una forma de placer.
—Norton, creo que toda tu tesis es una tontería absoluta —puntualizó Marjorie Henderson—. Dices que todo ser humano es capaz de asesinar, pero me considero un ser humano incapaz de cometer un crimen. Es algo totalmente ajeno a mi carácter. Ni siquiera me gusta aplastar a los mosquitos.
—Quizá no conoces tu carácter tan bien como crees, Marjorie —replicó Norton—. Últimamente hemos sabido de algunos casos bastante espectaculares de personas que experimentaron inversiones totales de su carácter: dóciles y tranquilas colegialas que se radicalizan y cometen actos terroristas…
—Pero estás hablando de circunstancias extraordinarias. Si yo fuera secuestrada, o temiera por mi vida, o me viera sujeta al lavado de cerebro, a la hipnosis o Dios sabe qué, claro que podría llegar a hacer algo extremo. Pero no sería la misma persona.
—¿No? Tus células cerebrales serían las mismas. Tu carácter, o nuevas facetas de él, se revelarían. La historia está llena de casos de dramáticos cambios de carácter: la conversión de Pablo en el camino a Damasco, por ejemplo. Generalmente, la vida misma está llena de drásticos cambios de carácter. La personalidad de un graduado es diferente a la que él mismo tenía cuando era un estudiante de primer año.
—Bueno, es más maduro. Pero no por eso sale y comete un asesinato…
—Si en la universidad le enseñan que el asesinato es respetable, o que se trata de un pasatiempo deseable, no hay duda de que cometerá un asesinato… aunque admito que éste es un razonamiento forzado. Según mi punto de vista, el potencial existe, está en nuestro interior y es susceptible de aflorar. A un nivel simple, probablemente yo podría hipnotizarte e inducirte, por medio de la sugestión, a hacer tonterías que en condiciones normales no harías. Ahora bien, por lo común se dice que ningún hipnotizador puede forzar a su sujeto a hacer nada contrario a su supuesta moral, por ejemplo a cometer un crimen. Pero dadas las circunstancias y las técnicas adecuadas, parece que a un ser humano puede convertírsele en casi cualquier cosa.
»Como ejemplo dramático, considera el caso de China. El carácter de toda una nación ha sido fantásticamente alterado de una generación a otra mediante técnicas de manipulación del pensamiento. Y lo que puedes hacerle a una nación, que a fin de cuentas no es otra cosa que un gran número de individuos, indudablemente puedes hacérselo a un individuo solo. Me parece que no queremos aceptar la verdad de que la antigua noción de carácter moral ya no es realmente aplicable. No nacemos con una estructura moral protectora, ni con tabúes. Nacemos con una infinita capacidad para cambiar, para ser cambiados, y para ser manipulados.
—Si eso es cierto —replicó Marjorie—, vivimos en un mundo muy enfermo.
—Otra vez esa palabra. La sociedad está cambiando. Lo que en 1920 se consideraba «enfermo», hoy se acepta. Lo que hoy es «enfermo» puede resultar normal dentro de cincuenta años. Como científico, «enfermo» es un término que me preocupa.
—Bien, yo estoy enferma a causa de esta conversación —protestó Helen, poniéndose de pie—, y como anfitriona declaro una moratoria para el sexo y la violencia.
—Y entonces, ¿de qué hablaremos? —inquirió Marcia, con tono malhumorado.
—Del vino —propuso Jack, paseando una jarra alrededor de la mesa.
Pero Helen tenía otras ideas. Sabía que Norton estaba muy bien informado sobre muchos de los campos de la ciencia y, cuando el cordero y los espárragos estuvieron servidos y el Beaune escanciado, dijo:
—Norton, ¿alguna vez oíste hablar de una estrella llamada Tau Ceti?
Norton la observó con una expresión de sorpresa en su angosto y oscuro rostro.
—Sí, pero… ¿dónde oíste tú hablar de ella?
Helen miró a Jack desde el otro extremo de la mesa, recordando la intensidad de la advertencia del Niño Estelar.
—Anoche tuve un sueño bastante extraño —explicó—. No puedo recordar mucho, salvo que tenía que ver con una estrella llamada Tau Ceti…, y me pregunto si tal estrella existe.
—No sólo existe —contestó Norton—, sino que es una estrella bastante especial. Pertenece a la constelación Cetus, la ballena, que se encuentra en el hemisferio Sur. Las estrellas tienen asignadas letras del alfabeto griego, unidas al genitivo del nombre en latín de la constelación. Así, Tau Ceti es la «T» de la constelación de Cetus.
—Pero… ¿por qué es especial?
—Porque de todas las estrellas que están en el vecindario, por así decirlo, Tau Ceti sólo se encuentra a doce años luz del Sol, lo que, en términos astronómicos, significa que está muy cerca y es la más idónea para contar con un sistema planetario capaz de albergar vida.
A Helen casi se le cayó el tenedor de la mano.
—Entonces, ¿crees en la vida extraterrestre?
—Cualquiera que posea algún conocimiento de astronomía sabe que cabe la posibilidad de que haya vida en algún otro lugar del universo. Incluso he leído argumentos convincentes en el sentido de que las dos lunas de Marte, Fobos y Deimos, son en realidad satélites artificiales lanzados por una civilización marciana, millones de años antes de desaparecer. Pero dejando de lado nuestro casi insignificante sistema solar, en nuestra galaxia existen cientos de miles de millones de planetas que giran alrededor de soles estables como el nuestro, y no puedo creer que en algunos de ellos no se haya desarrollado la vida.
»Tau Ceti es la estrella favorita de las personas que, como yo, sueñan con establecer contacto con otra civilización. Porque, entre otras cosas, esa estrella está próxima a nosotros y se parece mucho a nuestro sol en tamaño y brillo.
—Pero —se interesó Jack—, si existiera una civilización en uno de los planetas de Tau Ceti, ¿podría enviar algún tipo de cosmonave aquí?
Norton extendió sus delgadas y velludas manos.
—¿jQuién sabe? Pero… ¿por qué no? De acuerdo, dejemos que nuestra imaginación vuele libremente por un instante, estimulada por el vino. Digamos que un planeta que gira alrededor de Tau Ceti posee una civilización técnicamente muy avanzada y que, por alguna razón, decide enviarnos un vehículo espacial. Ahora bien, Tau Ceti se encuentra a algo más de doce años luz de nuestro sol, lo que significa unos ciento veinte billones de kilómetros. De modo que hay dos problemas complicados que es preciso resolver: el tiempo necesario para cubrir una distancia tan colosal, y la cantidad de combustible requerida para propulsar la nave.
»Tomemos el primer problema, el del tiempo. Para recorrer ciento veinte billones de kilómetros en el tiempo de vida de la tripulación, suponiendo que su promedio de vida sea similar al nuestro, la nave tendrá que mantener una velocidad relativa aproximada a la velocidad de la luz, o sea de alrededor de mil millones de kilómetros por hora.
—¿Es posible viajar a semejante velocidad? —quiso saber Jack.
—No a la velocidad de la luz, pues nada que contenga masa es capaz de moverse con tal rapidez. Pero supongamos que puedan aproximarse a esa velocidad… Ahora bien, gracias a Einstein sabemos que el tiempo se diluye a medida que nos aproximamos a la velocidad de la luz. El reloj aminora la marcha. De modo que si la nave viajara tan rápidamente, aun cuando el viaje durara doce años de tiempo terrestre, en la propia nave el tiempo sería mucho menor. En consecuencia, para el astronauta el viaje debería equivaler a una placentera excursión de un par de años, digamos. Podría dormir mucho, escribir una novela autobiográfica, resolver crucigramas…
—O ver películas pornográficas —sugirió Marcia Bernstein.
—Exacto. Probablemente le proporcionarían un gabinete de películas. El segundo problema es el combustible. Resulta concebible, incluso en términos de nuestra tecnología, construir un motor del tipo estatorreactor que pueda alcanzar altas velocidades en el espacio. Pero ello requeriría un motor impulsado por algo como la fusión termonuclear controlada.
—¿Qué? —le interrumpió Helen en voz tan alta, que todos se volvieron y la miraron sorprendidos.
—He dicho fusión termonuclear controlada.
—Entonces… ¿existe tal cosa?
—Por supuesto. Es el medio por el cual el sol produce energía. Es la principal fuente de energía del universo.
A Helen le latía violentamente el corazón, pero ignoraba si era a causa del temor o por el asombro. Ahora, en la vida real, escuchaba las inverosímiles palabras que había oído durante el inverosímil sueño de la noche anterior. Tau Ceti existía. La fusión termonuclear controlada existía. Quizá el Niño Estelar también existía…, pero eso era imposible.
—Creo que tú y Helen habéis planeado esto —protestó Jack, que miraba a su esposa a través de la mesa y con expresión de curiosidad.
—¿Planificado qué cosa? —inquirió Norton.
—Toda esta conversación. Anoche mismo ella me preguntó por esa cosa llamada Tau Ceti, y por la fusión termonuclear controlada. ¿Cuál es la broma?
—No es ninguna broma —replicó Norton.
—Debí de leerlo en alguna parte —mintió Helen— y apareció en mis sueños.
—¿Sueñas con la fusión nuclear? —preguntó Marcia con incredulidad—. ¡Dios, qué aburrimiento! Yo sueño con Robert Redford.
La carcajada general quebró la tensión, y Helen aprovechó para abandonar el tema. Pero después de la cena, cuando todos volvieron a la sala para beber champaña, llamó a Norton aparte y le dijo:
—Cuando dices que se trata de la energía del sol, ¿a qué te refieres exactamente?
Él trató de explicárselo lo mejor que pudo. Le dijo que la fusión termonuclear era una rama de la física del plasma, y que plasma era la denominación científica del gas ionizado. Que el núcleo del Sol es una enorme masa de plasma de hidrógeno —o gas de hidrógeno completamente ionizado— que está sometida a una gran presión; se calcula que dicha presión es de 450 mil millones de atmósferas, y le explicó que una atmósfera es el promedio de presión del aire de la Tierra al nivel del mar. A esa increíble presión y a una temperatura de setenta millones de grados, los iones de hidrógeno eran sometidos a fusión…
―Lo que básicamente significa —explicó Norton— que cuatro iones de hidrógeno son combinados para producir un solo ion de helio, el elemento más complejo después del hidrógeno. El proceso de fusión del hidrógeno en helio libera una gran cantidad de energía. Un gramo de hidrógeno convertido en helio libera una fuerza explosiva equivalente a 150 toneladas de TNT, o 160 mil kilovatios hora de energía eléctrica.
En el Sol, explicó, la energía es liberada en forma de calor y luz: el brillo que calentaba e iluminaba la Tierra. De modo que el Sol, al igual que todas las estrellas del universo, es una inmensa caldera de fusión termonuclear que constantemente convierte el hidrógeno en helio y que a cada segundo transforma cuatro millones de toneladas de materia en energía que es irradiada al espacio. No obstante, la inmensidad del Sol es tal que, aunque el fenómeno ha estado ocurriendo durante cinco mil millones de años, podrá continuar igual durante otros cinco a diez mil millones de años… Y luego, cuando todo el hidrógeno solar se fundiera en helio, era tal la milagrosa economía del proceso que el peso del Sol de helio sólo sería alrededor de un uno por ciento más liviano que la totalidad original del Sol de hidrógeno.
—Ahora bien —prosiguió Norton—, si el hombre pudiera reproducir este proceso en la Tierra, que es lo que por estas épocas estamos intentando, no sólo contaríamos con una provisión literalmente ilimitada de energía barata, pues los océanos están repletos de hidrógeno, sino que también poseeríamos una fuente de energía no contaminante, ya que el proceso de fusión es casi totalmente limpio, a diferencia de lo que sucede con los reactores atómicos de fisión.
»De hecho, la energía atómica de fisión es una nadería comparada con el poder de la fusión…, como la luz del gas comparada con el láser. Los beneficios de obtener la fusión son incalculables. Por ejemplo, podríamos arrojar un portaaviones usado dentro de un horno de fusión y en segundos quedaría reducido a gas. Luego se podría utilizar el acero, el cobre y todo lo que se hubiera empleado para fabricar el portaaviones y reciclar los metales puros.
»La Tierra nunca se quedaría sin recursos. ¡Piénsalo! Energía limpia ilimitada, ilimitados recursos que podrían producir riqueza ilimitada para el mundo entero… No es extraño que los científicos se devanen los sesos diseñando reactores de fusión. Pero los problemas también son incalculables, porque esencialmente se trata de recrear una estrella aquí en la Tierra. Creo que es, probablemente, el mayor desafío tecnológico a que el hombre se haya enfrentado jamás… y cuando se resuelva, si es que se resuelve, es posible que dé lugar al cambio más importante de la civilización desde…
—¿Desde el aprovechamiento de la electricidad? —lo interrumpió Helen, recordando la comparación del Niño Estelar.
—Seguramente. Pienso que significaría el progreso más importante desde que el hombre aprendió a emplear el fuego. Sería como Prometeo robándole el fuego a los dioses, porque es el poder de los dioses, o el de Dios. Dios creó el universo para que éste funcionara con fusión termonuclear.
—¿Y cuándo se resolverá? —quiso saber Helen.
Norton apuró su champaña.
—Lo más acertado es suponer que dentro de veinticinco o treinta años. Con suerte, a principios del próximo siglo —aventuró—. Y ahora que te he dicho todo lo que sé sobre el tema, que no es mucho, ¿querrías decirme por qué una joven y atractiva profesora de literatura francesa está tan interesada en la fusión termonuclear, justo en la noche de su segundo aniversario?
—Como te dije, leí algo y debe de haberme fascinado, porque anoche soñé con eso.
—Oh, es fascinante, sin duda. Tanto que adormece la imaginación, como este champaña del que voy a beber otra copa y luego me iré a casa.
Norton se encaminó al bar, dejándola a solas con sus pensamientos, que eran los más extraños que había tenido en su vida. Nunca había leído nada sobre fusión ni sobre Tau Ceti; había soñado ambas cosas, y lo que esto significaba era para ella tan apabullante como lo que implicaba la energía solar.
Ese es el regalo que traigo a este mundo, había dicho el Niño Estelar. La tecnología con la cual alcanzar ahora la energía de la fusión termonuclear controlada. No dentro de veinticinco años, sino ahora. Prometeo robándole el fuego a los dioses. La energía de Dios. El Niño Estelar traía esto para… ¿para ella? ¿Para Helen Bradford?
Tenía que tratarse de una loca coincidencia, de una pesadilla grotesca, de un extraño sueño. Era imposible que estuviera sucediendo realmente.
La idea volvió a atormentarla con escalofriante aprensión. ¿Y si estuviera sucediendo?

2
En la cima de Rock Mountain, que se veía desde la casa de los Bradford, se alzaba otra granja de estilo colonial —curiosamente emplazada en la ladera Norte— y que databa de finales del siglo XVIII. Más o menos en el mismo momento en que los invitados de Helen bebían champaña en el salón de su casa, en el desván de la granja de los Scovill el asesino de Judy Siebert estudiaba su imagen en el espejo.
A Ben Scovill no le afectó demasiado la muerte de su padre, acaecida en el mes de mayo. Nunca habían estado muy unidos y a Ben le atraía la idea de ser independiente, pues para él la independencia significaba mucho. Encantado con su buen aspecto —y no poco enamorado de sí mismo—, soñaba con abandonar Shandy y marcharse a Hollywood, donde intentaría trabajar en la televisión o, incluso, en el cine. En junio había concluido los estudios en la Prep de Shandy. Como sus calificaciones habían sido de las mejores y contaba con inmejorables antecedentes deportivos, sería bien recibido y mimado en cualquier universidad. Sin embargo, Ben no deseaba ir a la universidad, y la muerte de su padre lo había liberado de esa carga. Liquidó el rebaño de vacas de raza Holstein que mantenía su granja, ingresó en el banco los veinte mil dólares del seguro que su padre le había dejado y empezó a vender el equipo de la granja. Consciente de que el alza vertiginosa del precio de la tierra había conseguido que sus cuarenta hectáreas rocosas valieran bastante dinero, decidió vender también la granja. El dinero y la libertad eran embriagadores.
Luego comenzó a tener aquellos sueños, y sus planes cambiaron.
Ahora estaba en el desván, de pie frente al espejo, comparando la imagen de su vestimenta con la fotografía de Douglas Fairbanks padre que tenía en el libro de carteles de viejas películas. La cinta se llamaba El ladrón de Bagdad, y Fairbanks aparecía inmortalizado en un salto felino, ataviado con un pantalón bombacho muy holgado y blandiendo una cimitarra. El atuendo de Ben era bastante parecido. Había cosido los pantalones burdamente, utilizando una vieja sábana, y con una bufanda se había confeccionado la faja roja que ceñía su cintura. Su arma no era una cimitarra, sino una espada de oficial japonés que su padre había robado a un teniente que mató en la segunda guerra mundial; desde entonces, el arma descansaba en un baúl del desván. Ben la había recuperado y había afilado la hoja. Arrojó el libro de carteles de películas al suelo, y con la espada describió un molinete sobre su cabeza.
—¡Diez mil vidas para el emperador! ¡Recordad Hiroshima! ¡Banzai, Banzai! —Bajó la espada y, con voz profunda, declaró ante el espejo—: Las cámaras están a su disposición, señor Fairbanks. En esta escena, usted salta desde los muros del palacio del califa y escapa de una muerte segura a manos de sus torturadores.
Se echó a reír, apoyó la espada en una silla polvorienta y estudió el reflejo de sus pantalones desde ambos costados. Satisfecho con su obra comenzó a apartarse del espejo, pero la imagen de su rostro le llamó la atención. Se miró y pasó levemente sus manos por el pecho desnudo y lampiño. Tendió las manos y las apoyó en el espejo, tocando el reflejo de su pecho. Sonrió débilmente. Se acercó todavía más al espejo, apoyó la boca sobre el frío vidrio y besó su imagen.
Recogió la espada y abandonó el desván, después de apagar la luz y cerrar la puerta. Bajó de prisa la angosta e inclinada escalera hasta el vestíbulo del segundo piso de la antigua granja. Allí había tres habitaciones y un lavabo pequeño; cuando su padre murió, Ben ocupó la habitación principal. Era un agradable cuarto en esquina, que miraba al Norte y al Este, y tenía un descolorido empapelado rosa que su madre había colocado veinte años atrás.
Había en la estancia un escritorio negro de estilo Victoriano con espejo ovalado, que había pertenecido a la familia durante cuatro generaciones y al que Ben atribuía algún valor. Una enorme cama a juego, deshecha, y dos mecedoras como las de las abuelas componían el resto del original mobiliario, al que Ben agregó su mesa escritorio metálica, donde apilaba las revistas.
También había pegado en las paredes diversos carteles de sus héroes: Marlon Brando, James Dean, Peter Fonda, Alice Cooper, el gurú Maharaj Ji, Jobriath, Stevie Wonder y Bette Midler. Sobre una mesa se veía un equipo barato de alta fidelidad y cientos de álbumes de rock. Encima, en un estante, pilas de libros en rústica: docenas de novelas de misterio, de ciencia ficción y de Jonathan Livingstone Seagull. El suelo estaba cubierto de ropa sucia, además de revistas y periódicos. Ben había sido absolutamente pulcro mientras vivió su padre, pero ahora se había convertido en un cerdo y eso le encantaba. Libertad.
Colocó la espada sobre el escritorio y se dejó caer pesadamente de espalda sobre la cama; permaneció así durante un rato, ociosamente, rascándose el vientre desnudo y metiendo la mano en sus pantalones bombachos para acariciar sus partes genitales.
Pero de momento no le interesaba masturbarse, pues tenía otras cosas en las que pensar. Se sentó y miró el reloj eléctrico del escritorio: las nueve y media. Luego se inclinó y cogió un periódico del suelo. Era el Sunday Fairfax Bulletin, el único periódico del distrito. Lo abrió en la tercera página y volvió a leer el artículo que había marcado aquella misma mañana. El titular decía: «Agente de inmobiliaria asiste a una convención». Lo importante del artículo consistía en que el señor Arnold Fredericks, del número 225 de Hudson Street, en Fairfax, había partido el día anterior rumbo a Washington D.C. para asistir a una convención nacional de agentes de inmobiliarias y no estaría de regreso hasta el martes siguiente. Su esposa Betty se había quedado en casa para cuidar de Anthony, el hijo de diez meses.
Ben recorrió con el dedo las señas, fijándolas en su mente. Luego se levantó para vestirse.
Diez minutos más tarde apagaba las luces y salía por la puerta principal. La casa, bastante apartada de Rock Mountain Road, se encontraba en mal estado de conservación, pues la pintura blanca estaba desconchada ―la orientación hacia el Norte contribuía a ello―, el tejado cedía, y al remate de la chimenea le faltaba una docena de ladrillos. Todas las ventanas de la casa padecían cataratas: protecciones de plástico barato que, por pereza, Ben no había quitado aquel verano. No tenía importancia. La casa podía estar abandonada, pero a Ben le constaba que iba a seguir en pie cien años más… y no podía decir lo mismo acerca de la mayor parte de las casas modernas que conocía.
Cruzó el portal delantero y caminó hacia el establo pintado de rojo, donde subió al Dodge verde, modelo 1969, que había heredado de su padre. Lo puso en marcha y enfiló hacia Rock Mountain Road; luego se dirigió al Norte, rumbo a Fairfax, a veinte kilómetros de distancia. Sabía dónde quedaba Hudson Street, y veinte minutos más tarde aparcaba junto al número 225.
Se trataba de una calle tranquila, iluminada por un farol en la esquina; el 225 correspondía a la tercera casa. Ésta era modesta, con un zócalo de aluminio blanco y contraventanas de color verde claro. Situada en un terreno pequeño, la calzada de acceso llegaba hasta la puerta de la cocina, y un alto seto de lilas servía de separación con la casa contigua, que, notó Ben, estaba a oscuras. Al otro lado de la calle había un solar.
No podía ser mejor.
Satisfecho, Ben puso el coche en marcha y emprendió el camino de retorno a su casa.
* * *
A las once, cuando Norton Akroyd, Sarah Blake, los Henderson y los Bernstein se marcharon, Helen Bradford cerró la puerta principal y se volvió hacia su marido, que estaba tumbado en una silla frente a la chimenea.
—¡Otra vez borracho! —estalló Helen.
—Vete al cuerno —respondió Jack.
En realidad, Jack Bradford intentaba el olvido mediante la ingestión de alcohol. Tenía los ojos semicerrados, se había quitado la chaqueta y en la mano sostenía una copa de champaña vacía; su rostro mostraba una expresión hostil. Después de los martinis y del vino de la cena, el champaña de la sobremesa había acabado con él.
Helen comenzó a vaciar ceniceros.
—Pasemos por alto los insultos —dijo—. Pensé que el día de nuestro aniversario te las arreglarías para mantenerte sobrio…, sobre todo con los Henderson en casa. Lyman es un buen hombre, pero no le gusta que los profesores de su escuela se caigan borrachos por ahí.
—Al cuerno con Lyman Henderson.
—¡Basta ya! Te detesto cuando te emborrachas. Además, te mostraste bastante descarado con Marcia.
Jack se irguió y trató de enfocar su mirada en Helen.
—Y eso… ¿qué quiere decir?
—Lo sabes perfectamente. Te pasaste la noche mirándola como si quisieras llevarla al granero.
—No tenemos granero.
—Da igual. Marcia es capaz de hacerlo en la copa de los árboles.
—¿Y qué me dices de Norton y tú?
—¡Oh, vamos…!
—¿En qué consiste ese juego que inventasteis? Tau Caca o como diablos se llame. Termofusión nuclear. ¿Qué pasa entre vosotros dos?
—Jack, desvarías. Norton es uno de nuestros amigos más queridos… Sabes que nunca ha intentado nada…
—Norton está enfermo —afirmó, señalándola con el dedo—. Enfermo. Todas esas historias sobre el asesinato y el sexo…, tonterías enfermizas. Ten cuidado; de lo contrario ese galán te cortará el cuello para aliviar sus cojones.
Se reclinó en la silla. Helen lo miró fijamente.
—Estás borracho —repitió con desdén.
—¿Qué era ese sueño que tuviste? —preguntó Jack, clavando la mirada en la chimenea apagada.
—Ya te dije que no lo recuerdo.
—No me mientas. Sí lo recuerdas. ¿De qué se trataba?
Helen acabó de ordenar el salón.
—Me voy a la cama —declaró—. Y te sugiero que hagas lo mismo antes de desplomarte.
Jack se levantó y le arrojó la copa de champaña, que rozó el pelo de Helen y se estrelló contra el artesonado blanco de la pared.
—¿De qué mierda se trata? ―gritó.
Helen se estremeció.
―Jack…
—Has estado soñando con ese Raymond, ¿verdad? —le recriminó—. ¡Dime la verdad, maldición! ¿Qué te dijo?
—¿Qué me dijo quién?
—¡RAYMOND!
Súbitamente, Jack se inclinó y se cubrió el rostro con las manos. Alarmada, Helen dejó la bolsa de papel en la que había tirado las colillas y se acercó presurosa a él. Se arrodilló a su lado y lo abrazó.
—¿Qué ocurre, Jack? —preguntó—. ¿Qué es lo que ocurre?
Él la miró. Tenía los ojos inyectados en sangre y lacrimosos.
—Tengo miedo.
—¿De qué tienes miedo?
Jack empezó a decir algo, pero cambió de idea. Apartó los brazos de Helen, se puso de pie y caminó a tropezones por la alfombra hasta la escalera.
—Jack, ¿qué es lo que te da miedo?
Jack no respondió hasta llegar a la escalera. Allí se detuvo, se apoyó en la barandilla y se volvió para mirarla. Ella no logró deducir si su expresión era de confusión o de hostilidad. Jack pronunció una sola palabra:
—Raymond.
Comenzó a subir la escalera. Helen atravesó el salón corriendo hacia él.
—En nombre de Dios, ¿quién es Raymond? —gritó.
Jack no respondió.
Cuando ella apagó las luces y entró en el dormitorio, él ya estaba dormido. A la mañana siguiente, cuando Helen despertó, se había marchado.
* * *
Jack estaba asustado y confundido y, al mismo tiempo, intrigado. Además tenía resaca. Al despertar no recordaba demasiado de la noche anterior, salvo que se emborrachó, y no quería volver a recibir los sermones de Helen. Se levantó, se vistió, bajó las escaleras de puntillas y salió de la casa. Subió a su Volvo color mostaza y lo condujo montaña abajo hasta el desierto campus. Quería estar solo para meditar y tratar de entender qué le estaba ocurriendo. También quería nadar, para quitarse la resaca y revitalizar su cuerpo.
Aparcó delante del moderno gimnasio, y al bajar del coche vio el Dodge verde de Ben Scovill frente al edificio. De modo que Ben había decidido entrenarse un poco… A pesar de que necesitaba estar a solas, la idea de ver a Ben le agradó. Entró en el vacío vestuario, se desvistió, se puso el bañador y se encaminó a la piscina cubierta, donación de un millonario ex alumno, una hermosa piscina olímpica. Mientras se aproximaba a ella, oyó que alguien saltaba en el trampolín; seguramente era Ben. Cuando entró en el enorme recinto le vio hacer equilibrios en el borde del elevado trampolín.
—¡Buenos días! —le saludó Ben.
Jack observó a su joven ex alumno. Como de costumbre, experimentó cierto placer estético al ver el bien formado cuerpo de Ben, aunque a veces se preguntaba, con cierta inquietud, si el placer que sentía era algo más que estético.
Ben se volvió y retrocedió hasta el otro extremo del trampolín.
—Un salto mortal doble —anunció—, hacia atrás y desde la posición de cuclillas.
Saltó arqueando la espalda en el aire, como el cuerpo invertido de un pájaro. Luego, enroscándose como una bola, hizo dos piruetas antes de enderezarse y zambullirse en el agua de color turquesa.
—¿Qué tal estuvo? —preguntó al salir a la superficie.
—No del todo mal —respondió Jack, aunque en realidad había sido maravilloso.
—Su turno, entrenador.
—Hoy no, gracias —se excusó Jack.
Se zambulló desde el borde de la piscina. Sintió un agradable impacto cuando chocó con el agua fría y se sumergió. Salió a la superficie a unos metros de distancia de Ben, que agitaba los pies en el agua.
—Veo que practicas —comentó Jack.
—Bajo de vez en cuando.
—Eso está bien.
Jack se tendió de espaldas y dejó que su cuerpo flotara a la deriva.
—¿Se sabe algo de Judy Siebert? —preguntó Ben.
—Todavía no apareció.
—Oí decir que la policía piensa que huyó…
—Es posible.
—¿Qué haría si yo le dijera que sé dónde está?
Jack dejó de flotar. Chapoteó con los pies y miró a Ben, cuyo rostro mostraba una leve sonrisa.
—¿Dónde?
—En mi casa.
—¿Quieres decir que está contigo… desde el miércoles por la noche?
—Así es.
—¡Santo Dios, Ben! ¿Por qué no se lo dijiste a nadie? Su padre está muy preocupado…
—¿Y qué?
Jack se preguntó qué ocurría. Ben parecía jugar con él, y disfrutar del juego.
—¿Le gustaría verla?
—No especialmente.
—Yo quiero que la vea, señor Bradford.
El suave golpeteo de las ondas contra los costados de la piscina era el único sonido audible en el cavernoso recinto.
—¿Qué ocurre, Ben? —preguntó serenamente.
—Suba a mi casa y se lo mostraré.
Se zambulló bruscamente y, nadando bajo el agua, apareció en el otro extremo de la piscina. Salió chorreando y volvió a mirar a Jack. Sonrió una vez más, mientras decía:
—Sabía que hoy iba a venir.
—¿Cómo lo supiste?
—Me lo dijo Raymond.
Ben abandonó el recinto de la piscina y se dirigió al vestuario.
Aun sin la misteriosa observación de Ben y su silencio de esfinge mientras se vestían, Jack hubiera sabido que algo extraño estaba ocurriendo. Ben trataba de ocultar su excitación, pero ésta manaba de él como si fuera sudor… y, como si de eso se tratara, Jack casi la olía. ¿Cómo era posible que Ben hubiera oído hablar de Raymond? ¿Cómo sabía Raymond que él iba a ir al gimnasio aquella mañana, cuando ni siquiera él lo sabía antes de despertarse? Parecía que les acompañaba una tercera presencia en el vestuario, una persona o cosa invisible cuya identidad Ben conocía y Jack estaba empezando a intuir.
Siguió al Dodge de Ben montaña arriba hasta más allá de su casa, por la calzada. La antigua granja que se erguía en la ladera norte era desproporcionadamente baja, como una verruga. En silencio, siguió los pasos de Ben hasta el vestíbulo y luego a la sala. Entonces le preguntó:
—¿Dónde está?
—En el sótano.
Entraron en la desordenada cocina, donde Ben se acercó a un rincón y abrió una trampilla.
—Vamos.
Ben encendió la luz y empezó a bajar los peldaños. Jack le siguió. Cuando pisó el suelo de tierra, Ben se erguía ya en medio del sótano, junto al catre de limpias sábanas, ahora arrimado a la pared de piedra. La bombilla que colgaba del techo, directamente encima de su cabeza, derramaba luz sobre su rostro, creando un misterioso claroscuro.
—¿Y bien? —preguntó Jack, mirando a su alrededor.
Ben señaló el suelo bajo sus pies.
—Está aquí abajo —dijo, sencillamente—. La sacrifiqué a Raymond.
El primer impulso de Jack Bradford le aconsejó salir corriendo de la casa, pues en aquel antiguo sótano moraba el terror. No sólo el terror de la muerte violenta, sino el de los sueños que habían desgarrado su mente las últimas noches. La cosa que aparecía en su mente, la cosa que se hacía llamar Raymond y afirmaba ser el nuevo dios, la cosa que insinuaba malignas obscenidades en su inconsciente, arrastrándolo al límite de la total desesperación… Ahora, de pronto, estaba frente a él en el sótano de Ben Scovill. Mejor dicho, estaba frente a Ben, que también afirmaba conocer a Raymond…
Quiso correr, pero no pudo. Estaba inmovilizado por la curiosidad y también intrigado, porque debía reconocer que muchas de las cosas que Raymond le había susurrado no eran pensamientos nuevos en su mente, sino ideas que yacían sumergidas. Incluso se había preguntado si Raymond no sería una manifestación de su alter ego, o el principio de la esquizofrenia. Pero eso no era posible si Ben también había visto a Raymond en sueños. A menos que existiera otra explicación racional, en la que no hubiera pensado…
—¿Sabes quién es Raymond? —preguntó, indeciso.
—Naturalmente. Y usted también. Él me dijo que usted lo sabe.
—¡Pero yo no sé quién es! Ni qué es…
—Es un dios —explicó Ben, flemático—. Afirma que lo es, y ¿qué otra cosa puede ser? ¿Qué otra cosa, salvo un dios, podría penetrar así la mente, noche tras noche? Es un milagro…
—Yo no creo en milagros.
—Tiene que creer, Jack; está ocurriendo, y nosotros participamos de ello. Es una nueva era, una segunda llegada, llámelo como quiera. El Maestro dice que el mundo necesita un nuevo dios y es verdad. Ha llegado la hora de Raymond.
—Pero ¿por qué mataste a Judy Siebert…, si es que la mataste?
—Fue una muerte de amor y resultó hermosa, tal como Raymond anunció que sería.
Su rostro juvenil y sin arrugas estaba casi radiante, y Jack Bradford se sintió trastornado.
—Por Dios, Ben… eso es una locura…
—No es una locura, es algo hermoso. Y tú quieres participar en ello, ¿verdad? —Ben se acercó a Jack y le apoyó una mano en el antebrazo—. Raymond quiere que lo hagas, pero tú también lo deseas. Es un sacrificio por él, un acto de amor: lo más emocionante y placentero que he experimentado en mi vida.
Jack sintió que Ben le acariciaba el brazo suavemente, y el pánico le dominó. La vaga atracción física que a veces había sentido por el joven era inducida ahora por el mismo Ben, como si su metamorfosis incluyera convertirse en un bisexual agresivo, algo que Jack jamás había experimentado antes. Esto le aterrorizó tanto como la delirante idea de una muerte por amor. Apartó con violencia la mano de Ben.
—¡No creo que hayas matado a nadie! Todo esto es una comedia.
—No, no lo es…
—Entonces, el responsable es Norton Akroyd. Él te metió toda esta bazofia en la cabeza…, el placer de matar…
—¡Es Raymond, y tú lo sabes!
—No, no lo sé —Jack retrocedió—. Tiene que ser Norton; de alguna manera ha logrado hipnotizarnos… Dios, ¡debe de estar haciendo lo mismo con Helen!
—Vamos, Jack. Norton no está hipnotizando a nadie, eso es una estupidez.
—¡No me llames Jack! —gritó—. Soy el señor Bradford.
—Eres mi hermano —dijo Ben dulcemente, y extendió ambas manos hacia Jack—. Raymond quiere que nosotros dos seamos sus apóstoles…
Jack estaba ahora en la escalera, y no quiso oír una palabra más. Echó una última mirada semiairada y medio aterrada a Ben, subió corriendo los peldaños de madera y salió de la casa.
* * *
Norton Akroyd hizo un saque desde el otro lado de la red hacia Lyman Henderson, que maniobró su adiposo cuerpo con sorprendente agilidad y logró devolver la pelota con una volea alta. La pelota flotó sobre la pista de tenis mientras Norton retrocedía, protegiendo sus ojos del sol con la mano libre y tratando de divisar la vellosa esfera amarilla.
—¡Fuera! —gritó, cuando la pelota cayó a pocos centímetros más allá del límite de juego.
—¡Maldición! —gruñó el director.
Henderson se secó el sudor de la cara. Su deporte favorito era el tenis, que lo apasionaba, aunque su afición nunca logró la esperada pérdida de peso. Cuando Norton recuperó la pelota, vio que el Volvo de Jack Bradford se detenía junto a la pista. Jack salto del coche, corrió por la breve extensión de césped que separaba la pista del camino del campus y traspuso los límites de la cancha.
—¿Qué me estás haciendo? —chilló como un maniático, embistiendo a Norton.
—¿Qué dices?
—¡Ya me has oído! —gritaba, congestionado por el esfuerzo y la ira—. Primero Helen, ahora Ben Scovill… , Qué significa este maldito juego? ¿Intentas demostrar tus estúpidas teorías acerca del crimen y del sexo?
—Jack, no tengo la menor idea de lo que estás diciendo…
—Sí, lo sabes muy bien —agarró la blanca camisa Lacoste de Norton con la mano izquierda y atrajo hacia sí el esbelto cuerpo del psiquiatra, hasta que sus narices casi se tocaron—. Escúchame bien, Norton: no sé qué le estás haciendo a mi mente, ni cómo lo haces. Y no comprendo cómo has logrado incluir a Ben y a Helen en la representación. Pero si no le pones punto final te denunciaré a la policía. ¿Entendido?
Lyman Henderson había pasado al otro lado de la red, con una expresión preocupada en su rubicundo rostro.
—¿Qué ocurre, Jack?
Jack soltó al asustado Norton y miró al director.
—Norton me está comiendo el coco… de alguna manera —masculló—. No sé si se trata de hipnosis o de qué, pero voy a ponerle punto final… ¡ahora mismo! —volvió a dirigirse a Norton—: Lo digo en serio, te denunciaré a la policía.
Se alejó de los dos tenistas que, evidentemente estupefactos, le vieron regresar a su Volvo.
—¿Sigue borracho? —inquirió Lyman, con voz apagada.
—No, está sobrio —replicó Norton.
—Entonces, ¿de qué hablaba?
La respuesta de Norton fue tan confusa como su expresión:
—No tengo la menor idea.
* * *
—¿Dónde has estado? —preguntó Helen diez minutos más tarde, cuando su marido entró en el salón de la casa.
Jack no respondió. Se acercó a ella, que estaba sentada sobre la alfombra blanca, rodeada por el Times.
—Sabes que siempre he sido absolutamente sincero contigo —dijo—. Ahora quiero que tú lo seas conmigo.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a lo que os lleváis entre manos Ben, Norton y tú ―declaró―. También acerca de Raymond. Las cosas a las que Norton se refirió anoche parecen estar ocurriendo. Quizá se dedique a probar sus teorías en mí mediante la sugestión hipnótica… Sea como sea, le advertí que pusiera punto final y ahora te lo advierto a ti. Se acabó Raymond, ¿de acuerdo?
—Jack, anoche te dije que no sé quién es Raymond. Si lo supiera te lo diría, porque de alguna manera te está aterrorizando…
—Entonces no tuviste un sueño la otra noche. Eran mentiras.
Helen se puso de pie.
—¡No, no eran mentiras!
—¿Por qué te dijo Norton que fingieras haber soñado esa estupidez de la estrella?
—¡Norton no me dijo nada! Tuve un sueño… extraño y terrorífico…
—¿De qué se trataba, entonces?
Helen apretó los ojos, al borde de las lágrimas.
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué?
Abrió los ojos y lo miró desafiante.
—Porque si te lo dijera no me creerías, y porque he jurado no decirlo.
—¿Jurado? ¿A quién? ¿A Norton?
—No, por Dios, Norton no tiene nada que ver. Se lo prometí a… al Niño Estelar.
Jack parpadeó.
—¿Niño Estelar? ¿Quién es ése…?
Helen cedió. Se hundió en el sofá, frente al hogar, y suspiró.
—De acuerdo, puesto que no decírtelo hará que nos despellejemos, te lo diré. Tuve un sueño sumamente real en el que un chico que se hace llamar Niño Estelar y afirma que proviene de un planeta de la estrella Tau Ceti, me dijo que traerá a la Tierra el secreto de la fusión termonuclear controlada. Ahora bien, tengo plena conciencia de que parece una locura, pero te aseguro, Jack, que yo jamás había oído hablar de Tau Ceti ni de la fusión termonuclear, de modo que era imposible que soñara con esos temas. Quiero decir que no es posible soñar cosas ajenas a la propia mente, ¿verdad?
Jack tenía el ceño fruncido. Su mirada inicial de incredulidad estaba siendo desplazada por algo distinto. Helen pensó, con gran sorpresa, que ahora él la creía.
—¿Me juras que es verdad?
—Sí. Te amo, Jack, y me parecía espantoso ocultártelo, pero el Niño Estelar fue inexorable en este sentido…
—Entonces, ¿Norton no tenía nada que ver con todo esto?
—Que yo sepa, no. Supongo que fue una coincidencia que mencionara anoche la fusión termonuclear, y créeme que fui la primera sorprendida al enterarme de que existe. Sorprendida y… asustada.
—¿Por qué?
—Bueno, si el sueño es real… el Niño Estelar, o lo que sea, vendrá aquí como dijo…
—Entonces… —Jack reflexionó un instante—. Entonces Raymond, sea lo que sea y esté donde esté, también debe de estar a punto de llegar.
—¿Querrás tener la bondad de decirme quién es Raymond? El Niño Estelar ya es bastante fantástico, pero… ¿quién es Raymond?
Jack no respondió. Miraba más allá de Helen, con la vista fija en la librería, perdido en sus pensamientos.
—¿Quién es? —insistió Helen.
Jack volvió a centrar su atención en ella.
—Raymond debe de ser… lo que afirma que es, entonces…
Jack esbozó una sonrisa, movió la cabeza de un lado a otro, hundió las manos en los bolsillos y entró en la cocina para buscar una cerveza. A pesar de todos los ruegos, halagos e incluso amenazas por parte de Helen, se negó a continuar con el tema. Pasó el resto del día trabajando en la pila de abono compuesto y, finalmente, Helen renunció a obtener más información sobre Raymond.
Aquella noche fueron a cenar a una posada y comieron en un silencio casi absoluto. Él no se mostró hostil, pero sí poco comunicativo. Helen sabía que pensaba en algo… ¿en Raymond? Jack no pidió ningún cóctel y sólo bebió dos vasos de vino durante la cena, lo que fue casi un récord en la escala de abstinencia de Jack Bradford.
Volvieron a la casa y se acostaron. Jack dijo que estaba demasiado fatigado para hacer el amor, lo que no dejó de sorprender a Helen, aunque en su estado de inquietud no se sentía especialmente inclinada a expansiones amorosas.
Apagaron las luces, se dieron mutuamente la espalda y luego… silencio. Mientras ella escuchaba la respiración apenas audible de Jack a sus espaldas, se preguntó qué se estaba haciendo de su matrimonio y de su vida.

3
A las nueve en punto de aquella noche, una acalorada y fatigada Betty Fredericks, del número 225 de Hudson Street, Fairfax, se sentó frente al televisor Zenith de su pequeña sala de estar para ver una reposición de Obras Maestras del Teatro. Anthony, su hijo de diez meses, se había dormido finalmente, aunque había expresado su mal humor berreando desde que lo acostó. Pero ahora, por fin, reinaba el silencio en el dormitorio contiguo a la sala. Betty se había preparado un café helado y la recepción del Canal 13 era mejor que de costumbre, por lo cual aquella atractiva morena de treinta y dos años logró relajarse.
Entonces oyó que un coche frenaba en el acceso particular.
Como estaba sola con Anthony, el inesperado visitante la alarmó. Se levantó del sillón Barcalounger de su marido, entró en la cocina, encendió la luz y se acercó a la puerta trasera para ver quién había llegado. Era un Dodge verde, y cuando encendió la luz exterior vio que se apeaba de él un apuesto joven. Iba pulcramente vestido y, aunque Betty no entendió por qué había llevado el coche hasta el extremo del sendero particular y aparcado frente al garaje en lugar de hacerlo en la calle, su alarma disminuyó.
Pero el ruido del coche había despertado a Anthony, que volvió a berrear. Maldición, pensó Betty, mientras descorría el cerrojo de la puerta y abría.
―¿Sí?
El joven se había acercado a la escalinata trasera. Betty mantuvo cerrado el cancel.
—¿Está el señor Fredericks?
—En este momento no. ¿En qué puedo serle útil? Soy su esposa.
—Es que… he heredado una granja en Shandy y estoy pensando en ponerla en venta. Me enteré de que su marido se ocupa de fincas, y pensé que podría interesarle. ¿Cuándo volverá?
—Tenía que volver el martes, pero hoy me llamó y dijo que llegará a Hartford mañana por la mañana. Si me deja su número de teléfono, le diré que le llame.
—Muy bien.
Betty abrió el cancel e hizo pasar al visitante a la cocina.
—Disculpe que la moleste a esta hora.
—No importa. Buscaré papel y lápiz.
Betty se acercó a la mesa de la cocina y abrió un cajón, mientras los gimoteos de Anthony iban en aumento.
—¿Su bebé? —preguntó Ben.
—Si. Esta noche está de muy mal humor. Supongo que se debe al calor.
—¿No se siente nerviosa al quedarse sola con él?
Betty se volvió, con una libreta y un papel en la mano.
—Un poco sí, pero… Bueno, después de todo, Fairfax no es Chicago. Por favor, escriba aquí su nom…
El puño derecho de Ben le aplastó la nariz. Haces de luz centellearon en las retinas de Betty cuando la golpeó en la barbilla. Gimiendo, cayó de espaldas sobre la mesa revestida de acero. Luego se desplomó en el piso de linóleo.
Ben sacó de su bolsillo dos trozos de cuerda para tender la ropa, se sentó a horcajadas sobre la mujer, la hizo girar hasta que quedó boca abajo, de un tirón juntó las dos muñecas a la espalda y rápidamente las ató. Después los tobillos. A continuación, sacó una servilleta blanca de hilo del otro bolsillo, la retorció en forma de mordaza y la metió en la boca de la mujer, anudándola con firmeza en la nuca. Luego se levantó y apagó las luces, incluso la de la sala. La casa quedó a oscuras, excepto por el fantasmal brillo de Obras Maestras del Teatro. Los sollozos de Anthony que llegaban desde el dormitorio se mezclaban con las cultas explicaciones de Alistair Cooke.
Levantó a la mujer y la cargó sobre sus hombros como si fuera un saco de harina. Se acercó al cancel, lo abrió de un empujón y abandonó la casa, dejando la puerta de la cocina entreabierta. Cruzó deprisa el oscuro jardín trasero hasta el coche, abrió con dificultad la puerta posterior e introdujo a la mujer de cabeza. Ella se quedó acurrucada en el asiento trasero, con la cabeza colgando. Ben la empujó hasta que cayó al suelo del coche y luego cerró la puerta. Echó una rápida mirada a la casa vecina y vio que seguía a oscuras, se instaló en el asiento delantero y puso el coche en marcha. Retrocedió por el camino de entrada hasta la calle y miró en ambas direcciones. Nada.
En la calle viró y tomó la dirección de Shandy. No encendió las luces hasta rebasar la esquina de Hudson Street.
* * *
Helen se encontraba otra vez en Valle Hermoso.
Como la vez anterior, el sol brillaba en un cielo sin nubes, haciendo centellear en el arroyo millones de fragmentos ígneos. Frente a ella estaba el manzano, y debajo de él, el Niño Estelar. Helen se le acercó, mientras se daba cuenta de que otra vez estaba vestida con la túnica blanca.
Cuando llegó junto al Niño Estelar, advirtió que estaba enojado.
—Se lo dijiste a tu marido —manifestó él, mientras ella se sentaba en la roca—. Traicionaste mi confianza.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy en tu mente. Conozco tus pensamientos.
—Entonces, tendrías que saber que me vi obligada a decírselo. Le está ocurriendo algo extraño, algo que no comprendo.
—Raymond —la interrumpió Niño Estelar.
—¿Quién es Raymond?
—Es muy peligroso. Conoce las técnicas de proyección del pensamiento y está introduciendo su mente en las vuestras, haciéndose llamar dios. No es más dios ni demonio que yo, pero resulta peligroso y puede volver peligroso a tu marido.
—¿Peligroso? ¿Para quién?
—Para ti. La proyección del pensamiento puede emplearse para dominar una mente. Puede volverla del revés. Puede enfermar una mente sana y enloquecerla.
—Pero… ¿por qué habría de hacer semejante cosa?
—Porque quiere que tu marido te destruya, con el propósito de que no puedas ayudarme.
Mientras el Niño Estelar hablaba, se levantó un viento fuerte y repentino que comenzó a agitar las ramas del manzano. Salieron de la nada oscuras nubes que empezaron a apagar la luz del sol. Niño Estelar observó el cielo.
—Es él —dijo—. Supuse que lo intentaría…
—¿Que intentaría qué cosa?
—Proyectar su pensamiento en tu mente. ¡Raymond! —llamó con toda la potencia de su voz, tratando de ser oído por encima del sonido del viento, que ahora era casi un rugido—. Raymond, canalla, ¿qué quieres? ¿Qué estás tratando de hacer?
Hubo un destello de luz y estalló un trueno. Helen se tapó los ojos con las manos. Cuando volvió a mirar, el Niño Estelar se había desvanecido. En su lugar se enroscaba una siseante serpiente de cascabel.
Rodeó la roca en la que había estado sentada y empezó a correr alejándose del árbol en dirección al arroyo. Ahora el valle estaba a oscuras y llovía. Cortinas de agua arrastradas por el impetuoso viento le golpeaban el rostro, mientras se tambaleaba por el breve terraplén hacia el arroyo. Repentinamente, Helen se encontró flotando en el vacío, retorciéndose ociosamente en una nada amarillo naranja.
Luego se encontró de pie en un oscuro cementerio.
Todo era silencio. Se miró la túnica blanca. Un instante antes estaba empapada. Ahora estaba seca ―y ella también―, y una indolente brisa la acariciaba levemente, enroscándose alrededor de su cuerpo como una columna de humo.
Helen miró a su alrededor. Aunque el cielo nocturno era negro, logró ver las inclinadas lápidas coloniales rodeadas de malas hierbas. Frente a ella había un mausoleo de piedra caliza, con sus pesadas puertas de bronce custodiadas por dos estatuas funerarias victorianas que representaban dolientes ángeles arrodillados. Sobre la puerta, donde normalmente debía estar cincelado el apellido de la familia a la que pertenecía, había una piedra en blanco.
Estaba asustada. Se dijo a sí misma que de algún modo la cosa, persona o lo que fuera que se llamaba Raymond, había invadido su mente dormida, expulsando al Niño Estelar en el proceso, y que todo aquello sólo era un espectáculo de linterna mágica, trucos escénicos destinados a moldear su voluntad a través del pánico y así poder satisfacer algún designio de Raymond. El conocimiento de que todo era superchería no hacía menos perturbadora la escena. El sueño-realidad era tan vívido como lo real durante la vigilia. Sentía un vago cosquilleo primordial de temor fantasmal.
Entonces las puertas de bronce del mausoleo empezaron a abrirse lentamente, chirriando en los goznes su pesado metal. Trató de correr, pero sus pies pesaban como plomo. Apareció una figura en la puerta del sepulcro; estaba envuelta en una mortaja fosforescente que destellaba. Su mano sostenía sobre el rostro una máscara blanca que ocultaba totalmente sus rasgos, y sólo contenía dos huecos para los ojos. Detrás de la máscara salió una voz sepulcral que dijo:
—Soy Raymond, el hijo del Fuego Estelar, el único dios verdadero. Adórame o serás destruida.
Era una escena de novela gótica, algo infantil, en cierto sentido casi ridícula. Sin embargo, Helen se sintió paralizada por el terror. Sólo era un espectáculo de linterna mágica, pero ella estaba dentro. No, era más bien estar viendo una película…, una especie de astuta producción terrorífica que cobrase vida y en la que ella representase un primer papel. Se obligó a desafiarlo:
—Eres falso… No eres ningún dios, y no me asustas.
La figura permaneció inmóvil por un momento, después se apartó de la puerta del mausoleo y caminó hacia la mujer. Su silencio parecía aún más amenazador. Helen trató de retroceder, pero descubrió que sus pies seguían paralizados.
—¿Quién eres? —inquirió—. ¿Por qué montas este absurdo espectáculo? Ya no tengo seis años, y no puedes asustarme con pesadillas.
La figura se erguía entonces a menos de un metro de distancia y Helen percibió un hedor nauseabundo y detestable. La figura interrumpió sus pasos y se quitó la máscara. El rostro era el de su marido. Pétreo y de mirada intensa, una mirada que a Helen le hizo recordar la de un lunático. Repentinamente, con dramática prontitud, las manos de él agarraron la parte anterior de la mortaja y la abrieron de par en par, como un exhibicionista de Central Park, y así la mantuvieron, como si fuera una capa extendida.
Helen paseó la mirada por el cuerpo desnudo. Se encontraba en la última etapa de la descomposición. Sobre la carne verde negruzca reptaban gusanos, lombrices y cucarachas. En algunas zonas le habían arrancado la carne, dejando el esqueleto a la vista; los genitales estaban parcialmente destruidos. Toda la visión era tan repulsiva que Helen sintió cómo trepaban las náuseas desde su estómago. Cayó de rodillas y volvió la cara para vomitar.
—Vete —gimió—. Por favor, vete.
Silencio. Helen volvió lentamente la cara hacia la aparición. Estaba sola en el cementerio.
Se puso de pie trastabillando, y miró el mausoleo. Las puertas estaban cerradas. Encima, sobre el dintel de piedra que antes estaba en blanco, había ahora un bajorrelieve con una sola palabra: BRADFORD.
Despertó.
Estaba temblando. Una vez más sintió que le estallaba la cabeza. Se dio vuelta para mirar a su marido, pero éste no estaba a su lado. Se sentó y encendió la luz de la mesilla de noche.
—Jack… —llamó suavemente.
Silencio.
Helen se levantó de la cama, se puso una bata y salió corriendo del dormitorio. Desde el pasillo vio que abajo había luz. Descendió a la sala, donde vio a Jack sentado en el sillón, frente al hogar. Jack tenía puesta la bata a cuadros y fumaba un cigarrillo, algo muy raro en él. Sus piernas velludas asomaban por debajo de la bata y tenía los pies cruzados sobre la lana de la blanca alfombra. Helen entró en la sala, diciendo:
—Acabo de soñar con Raymond.
Él la observó, pero no pronunció una sola palabra. Helen se detuvo junto al sillón.
—¿Crees que estabas en lo cierto? ¿Piensas que Norton nos está hipnotizando, metiéndose en nuestros sueños bajo la forma del Niño Estelar, o de Raymond? ―silencio―. El Niño Estelar lo denominó «proyección del pensamiento». ¿Piensas que Norton habrá aprendido a proyectar sus pensamientos en los sueños de otras personas?
Por fin Jack se decidió a hablar:
—¿De qué demonios estás hablando?
—De Raymond. Acabo de soñar con él y resulta repugnante. Reconozco que es posible que tuvieras razón, y que Norton trate de demostrar sus teorías mediante la manipulación de nuestras mentes. El Niño Estelar me dijo que la manipulación del pensamiento puede volver loca a una mente cuerda, que es, prácticamente, lo mismo que decía Norton… —se interrumpió. Algo andaba mal. Secamente, agregó—: ¿Recuerdas a Raymond?
—Recuerdo haberte oído pronunciar ese nombre en sueños.
—Tu memoria parece curiosamente adaptable. ¿No te acuerdas de lo de anoche? Dijiste que te aterrorizaba…
—Anoche estaba borracho.
—Pero esta mañana estabas sobrio. Jack, no juegues conmigo. Algo sobrenatural, quizá peligroso, nos está ocurriendo…
—¿Por qué no vas a ver a Norton?
—Él puede estar implicado en esto. Tú mismo lo dijiste.
—Te estaba tomando el pelo. ¿Crees que Norton es Svengali? ¿Que anda por ahí disparando rayos pensantes, y convirtiendo a la gente en zombies?
—Pero… ¡si fue idea tuya!
—Sospecho que fue una idea empapada en ginebra. La cuestión consiste en que si te atormentan sueños extraños, debes visitar a un psiquiatra, y Norton es intérprete de sueños.
—Pero tú también tienes esos sueños. Eso me dijiste.
—¿Sí? —su voz era fría; la miró y dejó caer la ceniza del cigarrillo en un cenicero de cristal—. Helen, la mente es algo delicado. Una vez que echa a rodar, va más allá de uno mismo…
—Yo no estoy fuera de mí misma.
—Entonces, ¿cómo lo llamas? ¿Indigestión?
Helen hizo un esfuerzo para conservar la calma.
—De acuerdo —dijo, después de un instante—, quizá me está pasando algo. Iré a ver a Norton, que puede tener algo que ver o no con esto. Pero no finjas que a ti no te ocurre nada, Jack. Porque si yo me estoy volviendo loca, querido, a ti te ocurre lo mismo.
Los ojos de Jack parecieron descansar en los de ella un instante, y Helen recordó la figura del cementerio, la figura con el rostro de su marido y el cuerpo de un cadáver. La muerte. ¿Estaba muerto su marido? ¿Era éste el significado del sueño?
Sin decirle una palabra más, retrocedió por la sala y subió la escalera. Tenía la mente en blanco.

4
Douglas Fairbanks contempló a la mujer atada y sus ojos centellearon a través de los orificios de su negro antifaz.
—Eres la bella princesa Fátima, y te he rescatado del palacio de tu padre, el califa —explicó, mientras hacía girar la espada japonesa alrededor de su cabeza.
Betty Fredericks miró fijamente al joven y su fantástico atuendo y se preguntó si era posible que aquello le estuviera ocurriendo a ella, si realmente iba a morir. Parecía increíble: estaba tendida sobre un catre, en medio de un sótano de Shandy, atada por las muñecas y los tobillos a las cuatro esquinas del camastro, mientras el guapo muchacho danzaba a su alrededor ataviado con unos bombachos de fabricación casera y un antifaz… Se dijo que debía de tratarse de una grotesca pesadilla. Y el misterioso altar en el extremo de la habitación, donde él acababa de pronunciar una plegaria dirigida a alguien llamado Raymond… No tengas miedo, se dijo; en realidad, no lo hará. Simplemente, se trata de un juego delirante o algo así. No tengas miedo.
Él apoyó la espada en el suelo de tierra y se inclinó sobre ella. Su rostro quedó a pocos centímetros de distancia del suyo.
—No temas —dijo—. Formas parte de una hermosa y nueva religión que llega a nuestro mundo. No temas. Verás —continuó, mientras desabotonaba la parte delantera de la bata de la mujer—, el nuevo dios nos ha dicho que seamos creativos en nuestra adoración, que representemos nuestras fantasías Siempre quise ser una especie de espadachín, como Tony Curtiss o Douglas Fairbanks, así que haremos El ladrón de Bagdad. Tú eres la princesa Fátima. ¿No prefieres ser princesa por una noche, antes que ama de casa toda la vida?
Ella meneó la cabeza
—Pero así debe ser, princesa. Y ahora que te he rescatado, disfrutaremos de una noche de amor. Te cantaré canciones, y cubriré tu cuerpo con mis besos.
De un tirón, abrió el resto de su vestido y le arranco las bragas. La vulva de la mujer quedó al descubierto.
—Princesa, ¡qué hermoso es contemplarte!
Se inclinó y apoyó los labios en su vello púbico. Su pene palpitaba. El templo de Raymond… Cuan cierto era, pensó. Como decía Raymond, cuánto más satisfactorio es de esta manera.
Se desató la faja roja; su pene se elevó como una cimitarra. Lo introdujo en la mujer, empujando cada vez más y más profundamente.
A Betty siempre le había aterrorizado la idea de la violación. Ahora que estaba ocurriendo, pensó que era peor de lo que imaginaba. El mito de que las víctimas de violación secretamente gozan era —según su experiencia— del todo falso. ¿Cómo podía ella, o cualquiera, gozar cuando un maníaco invadía su cuerpo? Este maníaco religioso… ¿Cuál era esa religión? ¿La suya propia, algo que el había inventado? Oh, Dios… El terror le provocó dolores en todo el cuerpo.
—Mi princesa —repitió él, mientras alcanzaba el orgasmo.
De hecho, ella le oyó rezar o, al menos, asi lo parecía. Algo acerca de Raymond, el único y singular dios al que había consagrado su vida, aquél que le enseñó un deleite y un éxtasis especiales.
El joven se apartó de ella y permaneció junto al catre, mientras observaba su rostro. Después se inclinó y la besó en la frente.
—Ahora vivirás con Raymond —anunció.
Retrocedió y cogió la espada. Ella apartó la cara, tenía los ojos en blanco. Él elevó la espada, apuntó, y la bajo con todas sus fuerzas. Había afilado la hoja con todo esmero; no obstante, fueron necesarios dos golpes para separar la cabeza del tronco.

SEGUNDA PARTE
Los Hechos de los Apóstoles
1

El edificio Beline Hall, del departamento de psicología de la escuela, pequeño y sin pretensiones, se encontraba junto a la elegante capilla georgiana; debía su nombre al graduado que había proporcionado los fondos para su construcción. Era un modesto edificio rectangular de ladrillos, compuesto por un salón de conferencias, dos laboratorios, cuatro aulas pequeñas y un gabinete de consulta. Este último lo formaban la oficina de Norton Akroyd y dos pequeñas habitaciones en las que podía recibir a aquellos alumnos que solicitaban atención psiquiátrica.
A las diez de la mañana siguiente, Helen se sentó frente al escritorio de su amigo y dijo:
—Norton, ya sé que es una pregunta absurda para comenzar el día, pero… ¿estás realizando algún tipo de hipnosis con Jack y conmigo?
Él la miró fijamente un momento y luego denegó lentamente con la cabeza.
—Por Dios, ¿qué significa esto? ―preguntó el médico―. Ayer, en la pista de tenis, Jack prácticamente me atacó, y ahora tú… ¿Qué os hace pensar que os estoy hipnotizando?
—La otra noche, durante la cena, dijiste que podías manipular la mente de las personas mediante la hipnosis…
-—No dije eso. Dije que, bajo ciertas circunstancias, es posible alterar o revelar facetas ocultas del carácter de las personas, pero sólo hablaba en general. Por supuesto, no estoy tratando de hacérselo a Jack, ni a ti, ni a nadie. En primer lugar, jamás os he hipnotizado…
—Entonces, ¿cómo explicas los sueños?
—¿Qué sueños?
Helen le habló del Niño Estelar y de Raymond, y él escuchó, aparentemente con asombro creciente. Cuando ella concluyó, él reflexionó sobre sus palabras y luego dijo:
—Ya veo por qué Jack piensa que estoy detrás de todo eso. Debe de estar buscando alguna explicación racional de lo que ocurre, aunque no sé si es muy racional decir que yo lo estoy «manipulando».
—Tienes que admitir que resulta extraño que esté ocurriendo lo mismo de lo que hablaste durante…
—Pero yo no os estoy hipnotizando —la interrumpió—. Y, realmente, no sé proyectar mis pensamientos en los sueños de otras personas. Dios mío, si supiera hacerlo… ¡te aseguro que no estaría clavado en Shandy!
—Entonces, ¿qué nos está ocurriendo?
—No lo sé… todavía. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y añadió—: ¿Dices que ahora Jack niega haber soñado?
—Sí, y eso es lo que más me preocupa. O, mejor dicho, me asusta. Está empezando a jugar conmigo, y no sé qué ocurre de veras en su cabeza. —Movió con nerviosismo sus huesudas manos—. ¡Resulta todo tan grotesco…! No distingo la realidad, no sé si ese Niño Estelar es sólo un sueño o significa algo… Y Dios sabe qué se supone que es Raymond.
—De momento, concentrémonos en ti y dejemos al margen a Jack.
—Pero los sueños deben de estar relacionados…
—Lo sé, pero ten paciencia conmigo. Estoy tratando de hacer cuanto puedo por ayudar. Lo sabes. Y tendremos que ser totalmente sinceros entre nosotros.
Ella se serenó y asintió:
—Lo sé.
—¿Cómo marcha tu matrimonio? ¿Se ha producido alguna tensión últimamente?
Ella se encogió de hombros.
—Bueno, Jack ha estado emborrachándose más que de costumbre.
—Me di cuenta el día de tu fiesta.
—¡Hubiera sido difícil no notarlo! Además, las cosas han resultado… Al menos yo pensaba que las cosas marchaban bien. Yo era feliz…
—Y… ¿qué me puedes decir del aspecto sexual?
—Solía ser excelente.
—¿Solía ser?
—Bueno, anoche él me rechazó. Ya sé que es algo que ocurre a veces, por supuesto, pero anoche parecía…, no sé…, diferente.
—¿Cómo?
—Era como si su mente estuviera en otra parte.
—¿Jack te ha sido fiel?
—Creo que sí.
—¿No crees que puede estar interesado en alguien más?
Ella pensó un momento antes de responder.
—No.
—¿Dudas?
—Oh, a veces pienso que Marcia Bernstein lo excita. Y luego… Bueno, está Ben Scovill.
—¿Qué ocurre con Ben?
—Jack tiene una amistad íntima con él. Demasiado íntima, me parece. A veces incluso me pregunto si existe algo… Bueno, algún tipo de atracción física. No quiero decir que Jack sea homosexual, ni nada por el estilo, pero…
—Un componente bisexual no es extraño y, desde luego, tampoco resulta anormal.
—Creo que es eso lo que quiero decir. No se trata de que yo piense que ocurre algo entre ellos. Sinceramente, no lo creo, ni creo que jamás ocurra, pero… —vaciló—. ¿Qué tiene que ver todo esto con el Niño Estelar?
—Me contaste que en el segundo sueño, cuando Raymond, en cierto modo «reemplazó» al Niño Estelar, apareció como Jack o tomó su forma. Después dijiste que él te mostró su cuerpo y que te pareció repulsivo. No es necesario ser Karl Jung para sospechar que tal vez ha sucedido algo en el plano físico de tu matrimonio, algo que te perturba, y que tu subconsciente responde elaborando esa espeluznante imagen onírica, esta transformación del cuerpo de Jack en algo desagradable. ¿Me sigues?
—Sí.
—¿Estás de acuerdo en que es una interpretación razonable?
Ella se movió en la silla.
—Bien, Jack ha estado intentando algunas… algunas variaciones en los últimos meses.
—¿Te importaría ser más clara?
—Sexo oral…, y estuvo hablando de intentar el otro…, ya sabes.
—¿Eso te molesta?
—Creo que sí. Me desconcierta. Pero… Norton, realmente creo que estás despistado, si no te importa que te lo diga.
Norton enarcó sus gruesas cejas negras.
—¿Cómo?
—Abordas el problema como un psiquiatra… lo que era de esperar, tratando de explicar los sueños en función de mis impulsos sexuales, represiones o lo que sea. Salvo que yo no pienso que tengan algo que ver con eso.
—Los sueños son el mecanismo clásico mediante el cual el subconsciente libera tensión.
—Pero ¿qué ocurre si no son sueños?
Él se inclinó sobre el escritorio.
—Helen, los dos seres oníricos que has imaginado, el Niño Estelar y Raymond, probablemente son una conceptualización bastante elaborada del aspecto bueno y el aspecto malo de algo que te fastidia. Ahora bien, no estoy seguro de si se trata de Jack o no. Pero pienso que hemos de avanzar en la suposición de que tus sueños son sueños, y no la invasión de tu mente dormida por parte de algún poder externo.
—Entonces, ¿piensas que lo que Niño Estelar llama proyección del pensamiento es un imposible?
—No digo que nada sea imposible, y te aseguro que, para mí, como psiquiatra, la idea de la proyección del pensamiento es seductora. ¿Dices que él te explicó que genera un campo electromagnético y luego transmite sus pensamientos fuera de éste?
—Sí, como una superradio. ¿Tiene algún sentido?
—Supongo, Helen, que una civilización superior podría ser capaz de crear algo así. Al fin y al cabo, la radio, el teléfono y la televisión son formas mecánicas de proyección del pensamiento, de modo que resulta concebible que se pudiera desarrollar una técnica para suprimir los intermediarios mecánicos y transmitir el pensamiento directamente. Pero sigo sugiriendo que hay una explicación más racional de los sueños.
—En otras palabras, ¿no crees que el Niño Estelar, sea lo que fuere, exista?
—No; sinceramente, no.
—La gente ¿sueña en colores?
—Sí, a menudo. Generalmente al despertar olvidamos el color, razón por la cual la mayoría de nosotros tiene la impresión de que sueña en blanco y negro. Pero el color es natural. No hay motivos para que nuestro subconsciente, nuestra fábrica de sueños, no emplee el color.
—¿Las personas son conscientes de los olores que hay en sus sueños? Yo era muy consciente del olor de las flores del manzano en los dos sueños, y de la carne en descomposición… Bueno, prefiero no recordarlo, pero, por desgracia, lo recuerdo.
—Es poco común tener conciencia de los olores durante los sueños, pero…
—¿Y cómo es posible que Jack tenga también esos sueños? —le interrumpió—. Y sabes que los tiene, aunque lo niegue, pues de lo contrario, ¿por qué te habría dicho lo que te dijo ayer en la pista de tenis? Además, él fue el primero en mencionar a Raymond. Yo no supe de qué me hablaba hasta que tuve el segundo sueño.
—Bien, es posible que su versión sea cierta, que te oyese mencionar a ti el nombre de Raymond en sueños, y luego quizás él comenzó, por sugestión, a soñar con un «Raymond»…
—Pero eso no es cierto —insistió ella—. No soñé con Raymond aquella noche.
—Los sueños son engañosos. A veces los recordamos y la mayoría de las veces no. Mira, Helen, no digo que tu experiencia no resulte extraña, pero tengo que abordarla desde mi orientación psiquiátrica. Como dije, el Niño Estelar y Raymond parecen representar algo que tu subconsciente está intentando expresar en el contenido de tus sueños. Raymond personificaría el lado «oscuro» de éstos, si quieres, y está comenzando a reprimir la parte del Niño Estelar. Porque para mí, aceptar que dos entidades procedentes del espacio exterior están invadiendo tus sueños…; bueno…, a pesar de que la idea me seduce como una especie de invasión de vida extraterrestre —extendió las manos y sonrió—, digamos simplemente que soy un psiquiatra, no un astrofísico.
—Tal vez tengas razón. No estaría aquí si no pensara que algo debe de funcionar mal en mí. Pero… ¿no existe algún modo de comprobarlo?
—¿Comprobar qué?
—Los sueños. Ver si realmente son sueños o si son lo que el Niño Estelar dice.
Norton reflexionó un momento.
—Quizá no sea mala idea —dijo con tono complacido—. Y, realmente, existe una manera de comprobarlo…, aunque es bastante equívoca y yo no afirmaría que resulte contundente.
—¿De qué se trata?
—Cuando soñamos, nuestros cuerpos sufren ciertas alteraciones fisiológicas previsibles que se pueden comprobar. Si te conecto a un electroencefalógrafo y tú te duermes y tienes uno de esos sueños, y el electroencefalógrafo no lo registra como lo haría con un… digamos, sueño normal, en ese caso deberíamos deducir que la experiencia onírica que tuviste tal vez era algo más. Incluso algo tan inverosímil como una proyección del pensamiento de una fuerza exterior… ¿Estarías de acuerdo en intentarlo?
—Sí. ¿Cuándo?
—Bueno, ¿qué te parece esta noche? Claro que el experimento exigirá varias noches. No sabemos cuándo se producirá tu próximo sueño con Niño Estelar o con Raymond, pero puedo reunir en el laboratorio el equipo necesario y comenzar tan pronto como quieras. A propósito, ¿cómo sueles dormir?
—Espléndidamente.
—¿No tomas píldoras?
—Nunca. No tomo nada.
—Bien. Las píldoras para dormir afectan muy negativamente el sueño normal, debo advertírtelo. Entonces, ¿vendrás esta noche, digamos a las diez?
—Estupendo.
—¿Qué me dices de Jack? ¿Qué le dirás?
Helen se puso de pie.
—La pura verdad —respondió—. Y si no le gusta, se puede ir al diablo.
* * *
—Es increíble lo poco que sabemos sobre el sueño —comentó Norton aquella noche en el laboratorio, mientras procedía a conectar los electrodos a Helen— y, teniendo en cuenta que ocupa alrededor de un tercio de nuestras vidas, resulta bastante interesante. Sólo en la década del ’30 la ciencia comenzó a comprender lo que le ocurre a nuestro cuerpo y a nuestro cerebro mientras dormimos, y todavía no es mucho lo que sabemos.
Ella estaba tendida en una cama, en un rincón del laboratorio, y llevaba un pijama blanco. Norton ya había conectado la mayoría de los electrodos: nueve de ellos para medir la tensión muscular ―uno detrás de cada oreja y sobre cada ojo, tres en la frente y dos en la barbilla―, dos en el tope de la cabeza para registrar las ondas cerebrales, uno en la espalda para registrar los latidos del corazón, y uno bajo el brazo para la temperatura corporal. Ahora colocaba uno junto a sus fosas nasales, para registrar la respiración.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Norton.
—Como la novia de Frankenstein —replicó ella, en tono malhumorado.
El médico sonrió.
—Nunca has estado más encantadora. De todos modos, algunas cosas se han descubierto con respecto al sueño. Por ejemplo, se sabe que existen dos productos neuroquímicos, la serotonina y la norepinefrina, cuyo empleo induce el sueño y controla sus pautas, así como las de la actividad onírica. Sabemos que entramos en el sueño por etapas; las dos primeras, las de sueño ligero y medio, conducen a la tercera y la cuarta, las de sueño profundo. Cada una de éstas presenta ondas cerebrales características, modelos de latidos del corazón, etcétera. El resultado consiste en que, observando los datos registrados, siempre podemos determinar en qué punto te encuentras. Sabemos que, una vez has penetrado profundamente en los niveles de la tercera y cuarta etapas, comienza a ascender otra vez hasta llegar al primer punto del período REM.
—¿Qué es REM? —preguntó Helen, soñolienta.
—Quiere decir «movimiento ocular rápido». Cuando soñamos, nuestros globos oculares se agitan, ya sea a causa de impulsos eléctricos que les envía el cerebro, o bien porque realmente estamos contemplando nuestros sueños como si fueran una película dentro del cráneo, no lo sé. Pero ocurre. Y cuando se registran esos movimientos, sabemos que probablemente el sujeto está soñando. ¿Te estoy dando sueño con toda esta charla?
—Un poco —respondió Helen, sonriendo.
—Bien. Es mejor una dosis de información aburrida que los somníferos. Estás totalmente conectada. Ahora pondré las clavijas en el tablero… —procedió a conectarlas en el tablero que se encontraba en la cabecera de la cama—, y tú limítate a dormir. Estaré al otro lado de la habitación, controlándote. Si necesitas algo, no tienes más que silbar.
—De acuerdo. ―Tenía ya los ojos cerrados.
—¿Helen?
—¿Humm?
—Yo… —Norton hizo una pausa; su voz casi parecía tierna—. Espero que esto ayude.
—Yo también…
Él la observó un momento y luego corrió un biombo de hospital frente a su cama, sepárandola del resto del laboratorio. Apagó las luces de ese lado de la habitación, se dirigió hacia el extremo opuesto, se sentó frente al polígrafo y al electroencefalógrafo y puso en marcha los aparatos.
Se reclinó contra el respaldo de la silla y abrió una botella de Tab, preparado para una larga noche en vela. Se sentía extrañamente tenso.
Esa misma noche, a las diez y media, mientras hacía autostop hacia el Oeste, en la Ruta 44, un fornido joven de cara granujienta y largo pelo castaño vio que un coche aminoraba la marcha y se detenía. Se lanzó a la carrera y, cuando alcanzó al Dodge verde, el conductor, que tenía más o menos su misma edad, dijo:
—¿Adónde vas? No logré leer tu cartel.
—A Albany.
—Puedo llevarte cerca de la frontera del estado.
—Fantástico.
Se quitó la mochila y la arrojó en la parte de atrás junto con el trozo de cartón en el que había escrito ALBANY. Luego subió al asiento delantero. Ben Scovill accionó la palanca del cambio automático y tomó de nuevo la carretera, que estaba poco concurrida.
—Muchas gracias. Te agradezco que me recogieras.
—No tiene importancia. ¿De dónde eres?
—De Katonah.
—¿Nueva York?
—Sí.
—¿Qué haces en Connecticut?
—Estaba visitando a una chica, en Avon.
—¿Cerca de Hartford?
—Exacto. Me puse en camino hacia Albany esta tarde, pero tuve una suerte perra haciendo autostop. Estaba a punto de darme por vencido y echarme en el campo.
Ben dirigió una mirada de soslayo a su pasajero: tejanos gastados y camisa haciendo juego. Por lo menos un año pasado de moda.
—¿Qué hay en Albany?
—La universidad estatal. Voy con un par de semanas de antelación para buscar un trabajo. Este es mi segundo año.
—¿Te gusta?
—No está mal. ¿Tú estudias?
—No. Debería empezar este año en alguna parte, pero he decidido dejarlo. ¿Quién necesita la universidad?
—Has dado en el clavo. ¿Te importa si fumo? Quiero decir un cigarrillo.
—Adelante.
El muchacho sacó un paquete de Camel del bolsillo de su camisa y se lo ofreció.
—¿Quieres uno?
—No, gracias —respondió Ben—. No fumo. Prefiero otros tipos de placer.
—¿Por ejemplo?
Ben esbozó una sonrisa.
—Ya sabes, ciertas cosas.
El muchacho le dedicó una aguda mirada mientras accionaba el mechero. Después de encender el cigarrillo se reclinó en el asiento y exhaló el humo.
—Mi nombre es Roger, un nombre estúpido. ¿El tuyo?
—Ben. No es mucho mejor.
Roger sonrió satisfecho.
—Oh, no sé. Franklin… es mejor que Roger.
—Tal vez.
Recorrieron medio kilómetro en silencio.
—Hermoso coche —comentó Roger.
—Gracias. Mi viejo murió hace un par de meses, así que ya ves, lo heredé.
—¿Sí? Lo siento. Me refiero a lo de tu padre… —arrojó el cigarrillo por la ventanilla y agregó—: Ruego a Dios que el mío se muera.
—¿Es muy insoportable?
—Es un borracho de mierda.
—¿No bromeas?
—Le echa bourbon a los copos de maíz del desayuno —sacudió la cabeza—. Entonces, ¿quién te ha quedado? ¿Tu madre?
—Nadie —afirmó Ben—. Vivo solo.
—¿De veras? Eso es lo que me gustaría.
—Merece la pena.
—Nada de disputas… nadie que te diga que recojas los malditos calcetines…
Se hizo un breve silencio mientras Roger contemplaba a su benefactor, cuyo rostro estaba iluminado por las luces verdes del tablero. Luego inquirió:
—Entonces, ¿de qué cosas extraes tus placeres? ¿Has encontrado a alguien con quien vivir?
Ben se encogió de hombros.
—Bueno, van y vienen.
Roger se rió.
—Suena como si quisieras ocultarlo. ¿Tú… fumas? No me refiero a los cigarrillos.
Ben no respondió de inmediato. Luego dijo:
—Claro. A veces. Tienes que ser cuidadoso en Connecticut.
—Aquí es mucho mejor que en Nueva York. Allí los polis te rompen el culo a patadas.
—Lo sé, pero aun así…
—Por eso fui a Avon. ¿Me comprendes?
Ben lo miró.
—¿Quieres decir que traes en la mochila?
—Exacto. ¿Quieres un poco? Quiero decir, como regalo. Ya sabes, porque me has recogido en tu coche y todo eso.
—Bien… no puedo negarme.
Roger comenzó a inclinarse sobre el asiento para coger la mochila.
—Espera un momento —propuso Ben—. Te diré algo. ¿Por qué no te quedas en mi casa esta noche y nos fumamos unos porros juntos? Por la mañana puedo traerte de nuevo a la 44 y así empezarás descansado.
—¡Eh, muchacho, qué idea! —exclamó Roger, acomodándose en su asiento con una sonrisa de satisfacción—. Será estupendo. En realidad —dijo, riendo—, estaba esperando que me lo propusieras. Me muero de ganas de dormir en una cama.
—Tengo un hermoso lecho en el sótano —explicó Ben.
Roger le miró con curiosidad, luego sacó el paquete de Camel y encendió otro cigarrillo.

2
El grave diapasón de pedales de la obertura del Passacaglia de Bach retumbaba desde la parte inferior del coro —allí donde se ocultaban los tubos graves del órgano— mientras Helen bajaba lentamente por la nave central de la capilla de la escuela. El elegante edificio de estilo georgiano estaba a oscuras, salvo por la luz de la caja del órgano en el coro tras del altar, que arrojaba su blanco brillo sobre el rostro de Sarah Blake. Sus manos la ayudaban a sostenerse en el banco mientras sus pies tocaban el majestuoso tema en el tablero de pedales; la mujer parecía transportada por la música y no notó la llegada de Helen. Luego, a medida que la obertura concluía, puso las manos en medio del teclado y el débil tema de contrapunto brotó de las hileras de flautas ocultas tras los falsos tubos del órgano, encima del coro. La belleza y la pureza de la música eran mágicamente serenantes. Helen, fascinada, se acomodó en un banco y se dedicó a escuchar.
Pocos minutos más tarde, mientras las variaciones del Passacaglia se entrelazaban tejiendo un magnífico modelo de sonido, oyó unas suaves pisadas en la nave de suelo de pizarra. Al volverse, vio que un hombre se aproximaba desde la parte trasera de la capilla. A medida que se acercaba en medio de la penumbra, comprendió que se trataba de Jack.
Éste le sonreía. Ella le devolvió la sonrisa y se deslizó en el banco de madera para hacerle lugar. Su marido se sentó junto a ella y le tomó la mano.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró él—. Creía que estabas con Norton.
—Estaba —respondió, frunciendo ligeramente el ceño—. Quiero decir, estoy. Esto es un sueño.
—No, no lo es.
Ella lo miró, más confundida aún.
—¿No lo es?
—Claro que no. Te estás obsesionando con los sueños.
Luego él volvió el rostro hacia el altar. Cuando ella le miró, la tenue luz que provenía del órgano marcaba su perfil. Había pensado que se trataba de un sueño, pero ahora no estaba segura. Intentó recordar cómo había entrado en la capilla, pero no lo logró. Se le ocurrió la perturbadora idea de que ya no era capaz de distinguir los sueños de la realidad.
Salvo que, hasta ahora, sus sueños habían sido fantásticos ―si no grotescos―, y aquello en cambio resultaba apacible. Cuando Jack le rodeó el hombro afectuosamente con un brazo, ella se relajó contra la tibieza de su cuerpo, pensando que era la primera vez en casi dos días que no advertía hostilidad en su esposo, ni ella la sentía hacia él. Se sintió feliz. Si se trataba de un sueño, podía considerarlo hermoso, por una vez. Si estaba viviendo en la realidad, ésta era deliciosa.
Apoyó la cabeza en el pecho de Jack y cerró los ojos; tenía los oídos inundados por la música de Bach, y su corazón por la paz.
—Jack —susurró—. Te amo.
Él se inclinó y le besó la frente; con la mano derecha le apretó el brazo cariñosamente.
—Te amo —replicó.
—Lamento que hayamos discutido.
—Fue culpa mía. He estado bebiendo demasiado. Lo dejaré a partir de ahora.
—¿Lo harás? ¿De veras? —preguntó ella, mirándole.
—De veras. Por mi honor de boy scout.
Sonriendo, ella le besó en la boca. El aliento de él era dulce y fresco, su beso, cálido. Su antiguo amor por Jack parecía tan dulce y fresco como su aliento. Su deseo fue tan repentino e intenso que se sorprendió.
—Vamos a casa —murmuró Helen.
—Quiero escuchar la música. Es hermosa.
—Lo sé. Pero quiero… Ya sabes.
Él volvió a besarla.
—Hagámoslo aquí.
—¿En la capilla?
—¿Por qué no? —Jack comenzó a desabotonarle la blusa—. Nadie entrará. Y si Sarah nos ve, se divertirá. Vamos.
—Jack…
Ella no se resistió. Lo deseaba. Además, la idea de hacer el amor en la capilla la excitó de un modo extraño. Y, sin embargo, era algo pervertido, una blasfemia. Sus pensamientos la sorprendieron; algo le dijo que se mantuviera alerta. Apartó a Jack cariñosamente.
—Querido, no podemos. Seamos serios.
—Hacer el amor es parte de la fuerza psíquica del universo —susurró él—. No hay nada malo en ello, lo sabes. Hacer el amor en la casa de Dios es como una plegaria esencial.
Ella se rió entre dientes.
—Estás chiflado… ¿Desde cuándo crees en las plegarias… o en Dios?
—Desde ahora.
Se inclinó sobre ella, besándola, y suavemente la obligó a tenderse en el banco. Ella intentó resistirse, pero comprendió que no podía… o no quería. El Passacaglia había concluido y la magnífica doble fuga comenzaba. La música le parecía erótica, aunque no había razón para ello. De hecho, la razón se había evaporado.
Ahora no le importaba dónde se encontraba, y casi no le importaba con quién lo hacía. Comenzó a arrancar la ropa de Jack. Él reía.
—Estás realmente entusiasmada, ¿eh? —susurró.
Ella no respondió. Se incorporó, apoyó las piernas en el suelo y tiró de la camisa de Jack. La visión de su piel, oscura bajo la luz del órgano, la hizo olvidar dónde se encontraba. Apoyó la boca en la tetilla derecha de Jack y la chupó mientras metía la mano derecha en los pantalones de él para coger sus genitales. Sintió que el pene se endurecía entre sus dedos y deseó apretarse contra él.
Entonces notó que algo se arrastraba a sus pies. En la oscuridad miró debajo del banco y vio los ojos de una enorme rata que la contemplaba. Trepó al asiento, separándose de Jack, que la miraba.
Oyó que la rata se escabullía, haciendo crujir las uñas contra el suelo de pizarra de la capilla, en pavoroso contrapunto con la música del órgano. Ahora estaba en el respaldo del banco, frente a ella, y otras tres ratas bajaban por la redonda columna de madera. Una se detuvo frente a Helen y la observó. Ella se inmovilizó y clavó la mirada en esos ojos.
—Jack —murmuró—, sácame de aquí…
Se volvió para mirarlo…, pero ya no estaba allí.
Descubrió que la capilla estaba llena de ratas. Había miles. No sólo las oía, sino que ahora podía verlas pululando en la oscuridad de la nave, corriendo bajo los bancos, trepando por el altar. La música del órgano cesó súbitamente, la luz parpadeó hasta apagarse y se encontró sola en la negra capilla. Sola con las ratas.
Comenzó a gritar. Se puso de pie sobre el asiento y las sintió pasar por encima de sus pies. Intentó apartarlas a patadas, pero había demasiadas. Una de ellas saltó sobre su hombro. Helen chilló y la golpeó con la mano. La rata aulló al tiempo que chocaba contra el banco, produciendo un ruido sordo.
En el altar destelló una enorme llamarada azul. Alcanzaba casi tres metros de altura, e inundó la capilla con su fría luz. En medio de ella aparecieron lentamente los contornos de una calavera; los oscuros agujeros de las cuencas eran negros contra el azul de la llama.
—Soy Raymond —dijo suavemente, con la siniestra profundidad del órgano—. El único dios, hijo del Fuego Estelar, el Creador… ―las ratas alborotaban con sus chillidos—. Adórame, o serás destruida.
—¡No creo en ti! —bramó Helen—. ¡Eres un impostor, no te creo!
Ahora las ratas le mordían los tobillos, y el dolor le mordía el cerebro. Al tiempo que ella gritaba, el órgano rompió en un maníaco estruendo, una atronadora cacofonía de exasperantes disonancias. Se llevó las manos a los oídos, cerró los ojos e intentó separarse de la escena deteniendo la energía que recibía su cerebro.
Sintió que dos manos le tomaban de los hombros…
—¡Helen! ¡Helen! ―Norton Akroyd estaba inclinado sobre ella y la sacudía.
Helen abrió los ojos, estudió el nervioso rostro de su amigo y siguió gritando. Él la abofeteó. El escozor y el dolor la obligaron a guardar silencio. Echó los brazos alrededor de él y sollozó.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué era?
—¡Oh, Norton, por favor, por favor! ¡Por el amor de Dios, no permitas que vuelva a ocurrirme! Por favor… No permitas que ocurra otra vez…
—¿Era Raymond?
—Sí, sí lo era… ¿Qué pretende? ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué?
Mientras la sostenía y evitaba los cables del electroencefalógrafo ―que saltaban en su cabeza como espantados cabellos―, Norton Akroyd no supo cómo responderle. Un momento más tarde, Helen apoyó la cabeza en la almohada, tratando de apaciguarse. Cerró los ojos, agotada, y dijo:
—Está intentando matarme por medio de los sueños.
Norton se sentó en el borde de la cama y aguardó un momento antes de responder. Luego, simplemente, comentó:
—No son sueños.
Ella abrió los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo has dormido diez minutos —explicó—. Ni siquiera estabas cerca de la etapa del sueño cuando, al parecer, empezaste a soñar. No sé qué fue, pero indudablemente no un sueño.
Ella no abrió la boca. Se limitó a mirarlo fijamente, con ojos dilatados. Por primera vez en su vida, deseó estar muerta.
* * *
—Perteneció a mi tatarabuela que, según se dice, fue una bruja —comentó Ben Scovill, mientras pasaba aquel hierro de marcar, de extraño aspecto, a Jack Bradford.
Ambos se encontraban en el desván de la casa de Ben, revisando el mohoso baúl que había guardado la espada japonesa desde aquel día de principios de 1946, cuando el padre de Ben regresó de ultramar.
—¿Qué es esto? —preguntó Jack, contemplando un instrumento negro de casi un metro de longitud, toscamente trabajado en hierro.
—Se supone que es la Estrella de Satán. ¿Ves el extremo? Tiene cinco puntas… La idea, al menos según me contó mi madre, consistía en que los miembros de la cofradía celebraban una misa negra para intentar evocar al Diablo. Y de la ceremonia formaba parte un sacrificio a Satán. Bueno, eran demasiado cobardes para matar a alguien, así que se limitaban a emplear este instrumento.
—¿Quieres decir que marcaban a la gente? —inquirió Jack, con una mueca de disgusto.
—Exactamente. En el culo. Los marcados eran bastante comunes por aquí, en los viejos tiempos. Los marcaban en el culo y eso convertía a la persona en un «hijo del Diablo». También proporcionaba a los demás un placer sádico, y Raymond me ha dicho que muchas de las llamadas religiones oscuras estaban relacionadas con el sadomasoquismo. ¿Te animas a intentarlo?
—¿Qué quieres decir?
—Sabes perfectamente a qué me refiero.
Jack observó el hierro de marcar que tenía en sus manos.
—¿De qué tienes miedo? ―inquirió Ben.
—De mí mismo…, de la policía… De ti, supongo.
Ben se echó a reír.
—¡Vamos, hombre, al fin y al cabo somos amigos! En cuanto a la policía, nunca me ha molestado.
—Porque nadie sabe que las dos mujeres están muertas. Todavía no. Creen que han desaparecido…
—¿Qué tipo de dios crees tú que es Raymond? —le interrumpió Ben—. ¿Supones que es como Jesús? Jesús no podía proteger a sus discípulos…, ni siquiera fue capaz de protegerse a sí mismo. Pero Raymond tendrá poder, auténtico poder. Cuando al fin llegue, traerá algo que le proporcionará todo el poder del mundo, todo el dinero del mundo. Sé de qué se trata; me lo dijo. ¡Es la energía del sol! Sólo piénsalo: la energía del Sol y de las demás estrellas, ¡el poder definitivo del universo! ¿Supones que permitirá que algún poli haga daño a sus seguidores? ¿A las personas que lo aman y lo reverencian? Jack, usa la cabeza… Estamos a salvo; nada puede herirnos. Nos encontramos más allá de las cosas comunes.
Jack parecía indeciso.
—¿Qué quiere decir eso de «la energía del sol»?
—Exactamente eso. Raymond dijo que traerá el secreto de algo denominado fusión termonuclear.
—Entonces, ¿quién es el que apareció en los sueños de Helen? Ella dice que se trata de una especie de niño que, según afirma, traerá el secreto de la fusión termonuclear. No debe haber tal secreto entonces, si la mitad del universo parece empeñada en traérnoslo…
—Niño Estelar es el otro —explicó Ben—. Raymond me habló de él. Es un dios falso y Raymond lo destruirá.
—¿Cómo sabemos que es falso?
—Porque me lo dijo el Maestro. Ven, bajemos.
Una vez más, Jack Bradford observó el cruel instrumento que tenía entre las manos. El corazón le latía velozmente, y se dijo que era de temor. ¿También podía ser de anticipación?
—Sabrás —agregó Ben suavemente— que Raymond no sólo protege a quienes lo siguen, sino que castiga a los que no lo hacen.
Jack levantó la mirada.
—¿Es una amenaza?
Ben hizo una lenta señal de asentimiento con la cabeza. Jack vaciló y luego comenzó a caminar hacia la puerta del desván.
—Podemos utilizar el carbón de la caldera para calentar el hierro —dijo Ben, mientras bajaban la escalera.
* * *
—Muy bien… supongamos que Raymond existe ―dijo Norton―. Supongamos que es una «fuerza»… creo que es la palabra más adecuada… una fuerza inteligente que invade tu cerebro dormido mediante un método sumamente complejo de transmisión del pensamiento. A propósito, me parece significativo que, al parecer, sólo sea capaz de entrar en tu mente estando tú dormida.
—¿Por qué? —preguntó Helen.
Estaba sentada en el borde de la cama del laboratorio y bebía la taza de té que Norton Akroyd acababa de prepararle. Le había quitado los electrodos de cabeza y cuerpo.
—Todo parece indicar que tu mente despierta ofrecería demasiada resistencia a la proyección del pensamiento —respondió Norton mientras revolvía el té; apoyado contra la pared del laboratorio, la observaba atentamente y medía sus palabras—. Es como la hipnosis. El hipnotizador tiene que adormecer la mente consciente, como mínimo hasta una etapa temprana del sueño, antes de poder ejercer su voluntad sobre el sujeto. Lo mismo se aplica a Raymond. Según parece, tiene que esperar a que estés dormida para poder entrar en tu mente. La diferencia fundamental radica en que, una vez ha entrado, se diría que es capaz de hacer cosas extraordinarias.
—Pero ¿cuál es el sentido de esas cosas extraordinarias? —preguntó, hastiada—. ¿Asustarme terriblemente? El Niño Estelar dijo que Jack podría matarme, pero sospecho que el mismo Raymond se encargará del trabajo.
—No, creo que se trata de otra cosa. Debemos considerar lo que dice en los sueños y su significado literal: «Adórame o serás destruida». ¿No es eso?
—Sí.
—Es posible que utilice una técnica de terror psicosexual para asustarte, a fin de que lo reverencies. No quisiera parecer blasfemo, pero no es totalmente distinta a la técnica que Dios utilizó en el Antiguo Testamento: el Dios de la venganza, del terror, el Dios de las plagas y los tormentos. Quizás esta fuerza llamada Raymond no sea un dios, pero, evidentemente, desea que lo adoren como tal y utiliza un método trillado para lograrlo.
—Pero… ¿por qué recurrir al sexo? O, mejor dicho, ¿por qué intenta que me resulte repulsivo el sexo? Primero, la cosa horrible en el cementerio; más tarde en la capilla, en el momento en que deseaba tan desesperadamente a Jack, las ratas… ―se estremeció.
—Te repito que sólo puedo hacer conjeturas —añadió Norton—. Pero el sexo es una de las fuerzas más poderosas de nuestras mentes, y quizá Raymond explota esta fuente energética para manipular tu voluntad. El hecho de que adopte la forma de tu marido quizá indique que intenta desviar tu amor por Jack hacia él. También tu temor de Jack. Amor, contra temor u odio: los opuestos clásicos. Si los dominamos, también dominaremos la esencia de las emociones de una persona.
—Pero… él también está en la mente de Jack. ¿Qué significa eso?
—Quizá utiliza métodos distintos para lograr que Jack le tema y lo adore.
Helen meditó un momento y luego preguntó:
—¿Qué hora es?
Norton miró el reloj.
—Las doce menos veinte.
—Me voy a casa.
—Pero ibas a pasar la noche aquí…
—Aquí ya he averiguado todo lo que podía. Me he enterado de que no son sueños. Ahora tengo que hablar con Jack. Él tiene que decirme qué ha ocurrido en sus sueños. Debemos ser sinceros entre nosotros antes de… Bueno…
—¿Consideras que marcharte es seguro? Si estás en lo cierto, y existe la posibilidad…
—Alguna vez tendré que hacerle frente, ¿no? Da lo mismo que sea ahora. —Comenzó a caminar hacia el cuarto de baño, donde había dejado su ropa—. Además —agregó al llegar a la puerta—, en casa hay una pistola. Jack la compró el año pasado por si aparecían merodeadores. Estamos tan aislados allá arriba… Me aseguraré de tener yo el arma antes de comenzar a hacer preguntas ―y entró en el cuarto de baño para cambiarse.
* * *
Media hora después detuvo su pequeño Toyota gris delante de su casa, ahora a oscuras, y se apeó. Él no la esperaba, lo cual era bueno. Cerró la portezuela del coche tan silenciosamente como pudo y se dirigió a la entrada principal, mientras sacaba la llave del bolso. Era una noche reconfortante, con una luna nueva como una rodaja de melón que ascendía por encima de la cima de Rock Mountain, donde pudo ver, incluso a pesar de la oscuridad, que habían talado más árboles. Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. La sala estaba a oscuras y en silencio. Cerró la puerta y encendió una lámpara. Se dirigió al comedor y abrió la rinconera. Metió la mano por detrás de la pila de platos de Quimper y tocó el rígido acero de la Smith & Wesson.
Durante un segundo, consideró la situación. ¡Dios, era su marido! ¿Podía creer en serio que quizá constituyera una amenaza física para ella? Pero él no es mi marido, se dijo. Al parecer, su mente había sido trastornada por alguna fuerza extraña…, por algo. Cogió la pistola, la sacó del aparador y la guardó en su bolso.
Regresó a la sala, caminó hasta la escalera y gritó:
—¿Jack? ―silencio―. ¡Jack, ya estoy en casa!
Subió la escalera a la carrera y miró ambos dormitorios. Vacíos. Era más de medianoche y su marido se había marchado.
Volvió a la planta baja y se sentó en el sofá, al tiempo que observaba la puerta de entrada. No tenía la menor idea acerca del paradero de él, pero estaba decidida a esperarlo levantada.
Con el arma.

3
Jack Bradford estaba borracho, pero sabía que recordaría aquella estrafalaria velada durante el resto de su vida. Era una escena de la Inquisición española: el sótano con el joven y aterrorizado vagabundo atado por las muñecas a la viga del techo, amordazado, sujetos los pies con un cinturón de cuero, y con una mirada de temor incrédulo en sus ojos mientras observaba a Ben calentar el hierro de marcar en el cubo de acero lleno de carbones al rojo vivo. Era la Inquisición española y él, Jack Bradford, el pacífico profesor de literatura inglesa, se había convertido en Torquemada.
No, se equivocaba; no era el Gran Inquisidor en persona, sino el jefe torturador, dispuesto a destrozar el cuerpo de su víctima administrándole las sesiones de potro que rompían los huesos, o la agonía de la silla de suplicio. Y, al igual que en la Inquisición, todo se hacía por razones religiosas, pero ¡cuan distinta la teología! Teóricamente, la tortura ni siquiera iba encaminada a salvar el alma del hereje, sino sólo a lograr la gratificación del torturador. Y luego, más tarde, ¿qué? La víctima sería «entregada al brazo secular», según la gentil fraseología de la Inquisición, para una muerte amante, según la fraseología wagneriana de Raymond. Una muerte amante… ¿Podría hacerlo? ¿Era siquiera remotamente posible que se sintiese capaz?
Mientras acercaba la botella de vino tinto a sus labios y observaba al muchacho, reconoció para sus adentros que la respuesta era, por lo menos, un sí con reservas.
Indudablemente, Ben no tenía recelos. Había disfrutado descalabrando al joven con el atizador del hogar, había gozado al atarlo a la viga, y se divertía al calentar el hierro de marcar. De vez en cuando miraba a Roger ―cuya camisa azul de tejano estaba llena de aureolas de sudor― y sonreía. Ciertamente, Ben se divertía.
—Creo que ya está caliente —comentó, al retirar el hierro de las brasas. La estrella de cinco puntas del extremo, de unos ocho centímetros de diámetro, humeaba y brillaba con un color rojo opaco—. ¿Estás listo?
Jack bebió otro trago de tinto, dejó la botella de dos litros en el suelo de tierra y se limpió la boca con la manga de la camisa. Se tambaleaba ligeramente.
—¿Dónde…? —inquirió.
Ben apoyó el hierro de marcar sobre los carbones y se quitó los guantes de hornear, de tela a cuadros. Se apoyó un dedo en la frente. Al ver la seña, Roger comenzó a temblar, aterrorizado. Jack retrocedió.
—No puedo hacer eso.
—¿No puedes? —preguntó Ben, y le lanzó los guantes.
Jack los cogió, los sostuvo indeciso y luego miró a Roger. No era necesaria mucha imaginación para adivinar lo que pensaba.
Ben se sentó en el borde del catre, que había desplazado del centro del sótano y arrimado a una pared. Entonces dijo a Jack:
—Raymond afirma que hace siglos que el cristianismo agoniza y que siempre fue una religión falsa, pues sostenía que el hombre puede redimirse. Mantenía la esperanza, al tiempo que provocaba millones de muertes en guerras y persecuciones religiosas. Al menos, nuestra nueva religión no alienta falsas esperanzas: dice que somos lo que somos y que deberíamos estar orgullosos de ello.
—Raymond ha hecho esto. No se trata de lo que yo soy —farfulló Jack con furia ebria.
Ben se echó a reír.
—Raymond te ha liberado, eso es todo. ¿Y bien?
Durante un momento, Jack permaneció inmóvil. Miró a Ben y después a Roger, cuyo rostro estaba empapado en sudor. Luego se calzó los guantes y caminó hasta el cubo de carbón; cogió el extremo del hierro de marcar con ambas manos y lo levantó. Durante un instante miró la estrella humeante, una mirada de temor mezclada con incrédula excitación.
Se volvió y, sosteniendo la estrella humeante delante de él, comenzó a avanzar hacia Roger.
Muerte amante. Dolor. Los placeres de Sade. Asesinato. Violencia. Las ideas se arremolinaron en su mente, se mezclaron con los vapores del vino, embotaron la lógica, liberaron dentro de su alma las emanaciones de las cloacas. Cuando se detuvo ante Roger, con el hierro cerca de su frente, el vagabundo ya no era un ser humano sino una cosa, algo para proporcionarle placer. Incluso un sacrificio a un nuevo dios.
De pronto, las pocas reservas que albergaba su mente se desvanecieron. Quería hacerlo. Apoyó la estrella al rojo vivo sobre la frente de Roger, por encima del ojo izquierdo. La cabeza se echó hacia atrás mientras las rodillas se doblegaban, errando por pocos centímetros la entrepierna de Jack. Un hedor, y de la garganta surgió un sonido mudo de dolor.
Luego el cuerpo se derrumbó en la inconsciencia y la cabeza quedó colgando a un lado.
Jack miraba, maravillado. En su mente ya no había más dudas. El sí ya no albergaba reservas. Como había dicho Ben, se trataba de una liberación, de una libertad. Ben se detuvo a su lado y le cogió por el brazo.
—Bienvenido a la hermandad —susurró—. Y al amor de Raymond.
Luego se inclinó, y posó su boca sobre la de Jack.

TERCERA PARTE
Las visiones
1
Era una escena a lo Mary Petty: la pista de tenis bien cuidada, con las cuatro personas vestidas de blanco que jugaban una partida de dobles. Los verdes céspedes del campus ―aquí y allá manchados de marrón, debido a la escasez de lluvias de fines del verano― moteados de árboles imponentes. Los edificios de ladrillo rojo de la facultad, vacíos, entremezclados con las bonitas casas blancas de los profesores. El río que fluía perezosamente en su nivel anual mínimo. Las abejas arremolinadas en torno a los alhelíes recién florecidos. El cielo azul y soleado.
Helen Bradford estaba sentada en la hierba, debajo del arce, y veía jugar a su marido y a Ben Scovill contra Jeremy y Marcia Bernstein. Jack estaba junto a la red y Ben en el fondo, y llevaban dos sets de ventaja.
Ben era buen jugador. A decir verdad, demasiado bueno. Helen había llegado a odiarlo.
Vio que Norton Akroyd atravesaba el jardín hacia ella. Vestía un pulcro pantalón de color caqui y una camisa deportiva de rayas rojas que lo hacía parecer excepcionalmente joven. Se sentó a su lado, a la sombra, y le dijo:
—Hace tres días que no te veo. ¿Qué ocurrió?
—Nada —respondió.
—¿Resolvisteis la cuestión?
—No. Cuando volví a casa, él no estaba. No regresó hasta la mañana siguiente.
—¿Dónde estuvo?
Helen observó el servicio de Ben.
—Dijo que se marchó a Hartford…, que se sentía inquieto y quería conducir. Le dije que mentía y se encogió de hombros.
—¿Por qué supones que mintió?
Ella titubeó.
—No estoy segura. Tampoco quiere hablar de los sueños. Todavía finge que jamás los tuvo.
—¿Tú has tenido algún otro?
—No, nada. Ni del Niño Estelar, ni de Raymond. Quizás estén en huelga.
El psiquiatra sonrió.
—¿Todavía sientes que estás en peligro?
—Sí.
—Quizá debieras marcharte un tiempo.
—Marcharme no resolverá nada. —Apartó con la mano una mosca de su nariz—. Además, hay algo nuevo en mi vida —agregó con tono seco.
―¿Qué?
—Ben Scovill. De repente, él y Jack se han hecho todavía más íntimos que antes. Sospecho que la otra noche estuvo allí, en casa de Ben.
Norton Akroyd miró a Ben, que corría tras una bola esquinada.
—¿Crees que ellos…?
No concluyó la frase, pero el significado era claro.
—No lo sé con certeza, pero en esa casa ocurre algo.
Silencio durante un rato, mientras observaban la partida. Luego Norton agregó:
—Hice una ligera investigación por mi cuenta. Uno de mis amigos trabaja en el Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank, en Virginia Oeste. Lo llamé y le pedí que observara el cielo en dirección a Tau Ceti y averiguara si captaba algo excepcional. Creo que pensó que yo estaba un poco loco al pedirle esto, pero me respondió que lo haría.
—Fue una buena idea.
—Bueno, pensé que valía la pena intentarlo.
—¿Y qué sucedió?
—Me llamó anoche. Dijo que no había nada.
Helen meditó la respuesta.
—Entonces el Niño Estelar debe de mentir. Me gustaría saber por qué.
—Lo ignoro.
La partida concluyó, y los cuatro jugadores abandonaron la pista para sentarse a descansar en la sombra. A medida que se acercaba, Ben sonrió a Helen.
—Señora Bradford, ¿por qué no trae su raqueta? Podría jugar el próximo set con Jack.
—No, gracias. Puesto que pareces llamar a mi marido por su nombre de pila, ¿por qué no me llamas Helen?
Él se secó la cara y siguió sonriendo, a pesar de la evidente hostilidad del tono.
—De acuerdo. Helen.
Mientras Helen lo observaba, se preguntó por centésima vez qué habría ocurrido aquella noche en casa de Ben… Porque estaba convencida de que Jack había ido allí. No quería creer que se hubiesen convertido en amantes, pues la idea le causaba tristeza y rabia; pero debía reconocer que tal era el papel que representaban.
Súbitamente, Ben parecía estar en todas partes. Dos noches atrás, Jack lo invitó a cenar ―y durante la comida hablaron casi todo el tiempo entre sí, prácticamente ignorándola―; al día siguiente, Ben «se dejó caer» por la casa y se quedó a almorzar; ayer Jack «bajó a la ciudad» durante cuatro horas, pero ella vio que su coche subía por el camino de la montaña hacia la casa de Ben en lugar de girar al Sur, hacia la ciudad. Y esa misma mañana… ¿alguien quiere jugar al tenis? Allí estaba Ben con su raqueta de tenis, sonriendo, esplendorosamente blanco y dichoso. Ben, Ben, Ben…
Jamás había pensado en la sexualidad de Ben —siempre supuso que era normal—, pero aquella astucia… ¿Era posible que la astucia fuera una tapadera, una fachada para ocultar la verdad? Y si Raymond había trastornado la mente de Jack, cosa que ella suponía, ¿por qué no podía trastornar también la de Ben?
La casa. La casa de Ben. Su intuición le indicaba que allí había algo, algo que Ben y Jack conocían y ella ignoraba. Deseaba entrar en aquella casa, pero tenía miedo… aunque no estaba segura de qué.
El grupo conversaba afablemente, y en ese momento Jeremy Bernstein propuso otro set. Cuando regresaron a la pista, Helen se puso de pie.
—¿Adónde vas? —inquirió Norton.
—A la casa de Ben.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido—. ¿Qué hay allí?
—Lo ignoro, pero echaré un vistazo. Dile a Jack que he vuelto a casa… si es que está lo bastante interesado para preguntar.
Norton la observó atravesar el jardín hasta su Toyota.
* * *
Primero fue a su casa, bajó del coche y miró dentro del amplio bolso de cuero colgante, para cerciorarse de que el arma seguía allí. No es que creyera que realmente necesitaría emplearla, pero su presencia resultaba tranquilizadora. Luego comenzó a caminar colina arriba por detrás de la casa; no quería correr el riesgo de que vieran entrar su coche por la calzada de la casa de Ben. Mientras trepaba, su mente intentó abordar la pregunta que la atormentaba desde haría varios días. ¿Qué hacer con su marido?
Quizá Norton tenía razón. Tal vez debiera marcharse. A decir verdad, su situación se tornaba cada vez más insostenible. Un marido cuya personalidad se había convertido aparentemente en algo nuevo, del que sospechaba que podría tratar de producirle un daño físico… ¿Podía acaso seguir viviendo así? Pero, ¿podría abandonar su hogar, y al esposo por el que todavía sentía amor? Salvo que ya… ya no era su Jack. Era más bien Raymond. Raymond.
¿Y el Niño Estelar? Si había mentido, si no venía de Tau Ceti, ¿qué era, y de dónde venía? ¿Acaso todo lo que le había contado en sueños —esos sueños que no eran tales— eran mentiras? Y en ese caso, ¿por qué?
Llegó a la cima y se detuvo para recuperar el aliento. Miró a su alrededor. Desde luego, Ben había tocado los árboles. Debió de cortar un mínimo de diez, los aserró para hacer leña y los apiló ordenadamente a un costado del claro. Calculó que el claro tenía casi treinta metros cuadrados. Era extraño que cortara los árboles de la cima de la montaña cuando tenía tantos en la ladera Norte, mucho más cerca de su casa.
Recordó entonces cómo la interrumpió Jack cuando ella vio que cortaba el primer árbol, y después la extraña sensación de que había alguna conspiración en la tala de los árboles… Ridículo…, pero cierto. Conspiraciones. Desde que había comenzado a tener los sueños, no podía pensar en aquello de otro modo. Todo se había convertido en una conspiración. Se sentía como si estuviera en una sala de espejos en la que todo apareciera deformado, delirantemente reflejado, oculto. Sabía que el principio de la paranoia era la idea de que el resto del mundo conspiraba contra uno, pero no podía dejar de sentirlo. Sin embargo, ¿cuál era la conspiración? ¿Qué razón pudo tener Ben para talar los árboles, salvo hacer leña?
Comenzó a bajar por la ladera norte de la montaña, hacia la casa de Ben. La cima de Rock Mountain… ¿Era una coincidencia que las tres personas que vivían más cerca de la cima de la montaña hubiesen sido, al parecer, afectadas por el Niño Estelar o por Raymond? Se preguntó si serían la misma entidad, o dos facetas de la misma personalidad. ¿Qué personalidad? Y si era verdad que el Niño Estelar traería a la Tierra el don de la fusión termonuclear, ¿por qué invadiría sus sueños bajo la apariencia de Raymond?
También existía la posibilidad de que estuviera loca. Intentó afrontarla. Se había dicho a sí misma que no lo estaba cuando Norton confirmó que los supuestos sueños eran algo más que sueños convencionales y conocidos. Pero, de todos modos… quizá lo estuviera. Y tal vez Norton deliraba en su interpretación. Quizá, a pesar de su acalorada negación, intentaba algún tipo de proyección hipnótica del pensamiento sobre ella, Jack y Ben, con el fin de demostrar su teoría y… ¿qué? ¿Ganar el Premio Nobel? ¿O quizá satisfacer únicamente su ego?
Pero eso era tan improbable… Además, ¿cómo podía hacerlo? Norton no era un científico loco; sólo era un psiquiatra con cierta teoría sobre la naturaleza humana. Una teoría que parecía a punto de ser demostrada por su marido, y de un modo espectacular.
Jack. El verdadero Jack al que había amado, al que todavía amaba. Si Jack se había convertido en otra persona, en alguien extraño para ella y para sí mismo, tenía que tratar de ayudarlo, o de salvarlo… Pero ¿cómo? No sabía cómo ayudarse a sí misma. Salvo por el arma.
Ahora estaba junto al establo rojo, cerca de la casa, e incluso bajo la cálida luz del sol el lugar parecía amenazador. ¿O acaso lo imaginaba? Atravesó el patio hasta la galería y miró por una ventana. La casa presentaba el aspecto de estar abandonada. Naturalmente… ¿qué esperaba? ¿Encontrar a Raymond?
Se dirigió a la puerta principal e intentó abrirla. Estaba cerrada. ¿Se atrevería a entrar por la fuerza? Se dijo que no se atrevía a dejar de hacerlo… pero la puerta parecía resistente. Reflexionó un instante y luego rodeó la casa hasta la puerta de servicio. También tenía echado el cerrojo, pero a su lado había una ventana abierta, que dejaba entrar la brisa; a diferencia de las ventanas de la fachada de la casa, las traseras no tenían plástico mosquitero. La alzó totalmente y logró pasar por encima del alféizar.
La cocina estaba desordenada, y durante un momento se preguntó si la casa también tenía ratas, como la capilla de sus sueños, de su fantasía… Se estremeció ligeramente al recordarlo, y caminó hasta el salón. Como nunca había estado en la casa, no sabía dónde mirar ni, por otra parte, qué buscar. Reinaba el silencio, salvo por el tictac de un reloj de madera colocado sobre la repisa de la chimenea.
Miró en la habitación trasera. No había nada. Subió la escalera y entró en el dormitorio de Ben. Bette Midler le gritó en silencio mientras el gurú Maharaj Ji la contemplaba, presuntuosamente benigno, y Peter Fonda la miraba inmóvil, sentado en su motocicleta. La cama deshecha, los periódicos y las revistas esparcidos por todas partes. ¿Qué esperaba encontrar? No tenía la menor idea. Incluso comenzaba a sentirse bastante avergonzada. Al fin y al cabo, había forzado su entrada en la casa.
Miró los demás dormitorios, que sólo mostraron polvo, y regresó a la cocina. Entonces vio la puerta trampa en el rincón. Se acercó y la abrió. Encontró el interruptor y comenzó a bajar por la escalera de madera.
Entonces supo que lo había encontrado.
Un altar improvisado. Atravesó el suelo de tierra hasta el baúl cubierto por el chal, y contempló las velas y el cuenco de incienso. Una capilla. Ben había convertido el sótano de su casa en una especie de templo… ¿en honor de Raymond? Era estrafalario. ¿Eso era lo que Jack había hecho allí? Él y Ben, orando realmente a un Dios invisible, arrodillados en el suelo de tierra delante de aquel altar absurdo, rezando a su absurdo dios tal vez…
Miró a su alrededor y clavó la mirada en el catre arrimado a la pared. Tal vez hicieron otra cosa… Sintió una oleada de ira y celos. ¡Ben! Aquel miserable canalla que le robaba a su marido…, aquel enfermo y pervertido…
Y después se dijo que era una tontería. Ni Ben ni Jack; era Raymond.
Reparó en el baúl cubierto por el chal y se acercó. Lo abrió, y escudriñó en su interior. Una enorme cabeza de búho blanco le devolvió la mirada. Levantó la cosa y la estudió.
Mientras la dejaba en el suelo, vio los pantalones bombachos y los cogió. ¿Pantalones bombachos? Los llevó al centro del cuarto y los observó bajo la luz. La tela de algodón blanca se había manchado con algo que fue limpiado, pero la mancha persistía: una sombra de color rojo oscuro.
Oyó que en la planta de arriba se abría la puerta de entrada. Permaneció inmóvil. Las pisadas hicieron crujir las tablas del suelo encima de su cabeza al tiempo que se cerraba la puerta. Observó el techo y siguió el sonido de las pisadas que atravesaron el salón y entraron en la cocina. Fuera quien fuese, notaría que la puerta trampa estaba abierta… Mientras estudiaba el sótano, tratando de encontrar un escondite, se maldijo por no haberla cerrado. ¿Detrás de la caldera?
Ya era demasiado tarde. Fuera quien fuese, se encontraba junto a la trampa. Deseó gritar para disipar su temor. Se dijo que era Raymond, que conocía todos los movimientos que ella hacía… Imaginó una cosa horrible de pie en lo alto de la escalera…, una cosa viscosa, repulsiva, monstruosa…
Vio las zapatillas de tenis en el escalón más alto cuando Ben comenzó a bajar la escalera. No parecía sorprendido al encontrarla.
—Hola, Helen. ¿Te diviertes?
Le vio bajar la escalera. Cuando llegó al sótano, Ben reparó en que el baúl cubierto por el chal estaba abierto.
—Veo que has descubierto mi sección de accesorios. ¿Qué opinas de esos pantalones? Los hice yo mismo.
—¿Por qué? —preguntó cautelosamente. Percibía que Ben no abrigaba el propósito de conversar acerca de trivialidades.
—Pues para una pequeña obra teatral casera, que monté aquí la otra noche.
—¿De qué son las manchas?
—De sangre —respondió con indiferencia—. La sangre de una mujer llamada Betty Fredericks, de Fairfax. Está enterrada a unos treinta centímetros detrás de ti.
Helen miró el suelo de tierra a sus espaldas. No parecía diferenciarse del resto. Se volvió hacia él.
—Estás mintiendo.
—¿Te acuerdas de Judy Siebert, la chica que desapareció hace una semana? Está delante del altar. Este sótano se va convirtiendo en un verdadero cementerio… Y ni siquiera cobro las parcelas. ―No sonrió al pronunciar estas palabras.
—¿Por qué las mataste… si es que lo hiciste?
—Fueron sacrificios. En honor del Maestro, de Raymond.
Ella dejó los pantalones sobre la cama.
—Entonces, no es un sueño —comentó en voz baja.
—Es muy real. Llegará muy pronto a la cima de la montaña. Por eso talé los árboles. Y cuando llegue, habrá algo totalmente nuevo.
—¿De qué hablas?
—Raymond cambiará el mundo —dijo, con toda convicción—. Del mismo modo que me ha cambiado a mí, y a tu afectuoso marido. Como sabes, ahora ambos somos apóstoles.
—No, no lo sabía.
Ben se apoyó en la barandilla de la escalera, cruzó los brazos sobre el pecho y la observó con expresión complaciente.
—Seremos muy importantes en esta nueva religión. Y no sucederá como la última vez… Ya sabes, aquello de «pon la otra mejilla».
—¿Y en qué consiste esta maravillosa religión nueva?
—Sexo, autogratificación, amor, muerte. Ya está ocurriendo. Quiero decir, en todo el mundo la gente mata porque le gusta matar. Es el más grande de los placeres. El Maestro sólo pide que lo hagamos en su nombre.
—Si realmente crees en esas tonterías, eres repugnante.
—¿Y tu marido? ¿Consideras que él también es repugnante? —Helen no replicó—. Hace tres noches —continuó—, recogí a un chico que hacía autostop, un tal Roger… No llegué a averiguar su apellido. Lo traje aquí. Luego lo atamos a esa viga del techo, la que está sobre tu cabeza… —señaló.
—¿Quiénes lo hicieron?
—Tu marido Jack, y yo. Jack lo marcó en la frente y más tarde se lo tiró…
—¡Basta!
—Luego le cortó el cuello.
—Estás loco. No creo una sola palabra de lo que dices.
—¿Cómo? ¿Entonces no crees que Jack y yo somos amantes?
—Eres un asqueroso…
—¡Somos el uno del otro!
Su burla la desconcertó. Recuperó algo de compostura y se dirigió hacia la escalera.
—¿A dónde vas?
Se interpuso en su camino.
—A hablar con la policía.
—Vaya, no creerás que te permitiré hacerlo.
—No tienes otra alternativa —dijo Helen, sacando la pistola del bolsillo y apuntándole.
Él observó el arma, bastante sorprendido.
—¿Y Jack? —preguntó—. ¿Quieres que tu marido vaya a la cárcel?
—Probablemente ninguno de vosotros irá a la cárcel, pero pasaréis una larga temporada con un buen psiquiatra.
—¡Ramera estúpida! ¿Crees realmente que los psiquiatras pueden igualar el poder de Raymond? ¿Crees que la policía puede hacerlo? ¡Es un dios… es Dios! Es todopoderoso; vendrá a nuestro mundo y nada lo detendrá.
Luego avanzó hacia ella e intentó apoderarse del arma. Helen disparó a quemarropa contra su pecho, pero él siguió avanzando, propulsado por el ímpetu de su arremetida. Volvió a disparar dos veces. Ben se detuvo, con una expresión de asombro en el rostro, luego se volvió a medias y se desplomó, con la cabeza casi tocando los pies de Helen.
Por espacio de unos momentos lo miró fijamente, y luego musitó:
—¡Dios mío, Dios mío…!
Se arrodilló junto a Ben. Dejó el arma en el suelo y alargó la mano para tocarlo, casi con temor. Lo puso boca arriba. Aún estaba vivo. Sus ojos azules la miraron mientras sus labios intentaban formar palabras. Finalmente, dejaron de moverse.
Helen se puso de pie. Temblaba. Se alejó del cadáver y se dirigió a la escalera. Se detuvo y regresó para coger la pistola. Luego corrió hasta la escalera y subió hacia la cocina.
A mitad de camino volvió a detenerse, para mirarlo una vez más.
Luego llegó a la cocina, cerró de un golpe la trampilla y salió por la puerta de servicio.
Ahora el sueño se había convertido en realidad. Ella también había matado, y eso formaba parte de la pesadilla. Mientras corría por la calzada hasta Rock Mountain Road, se dijo que se vio obligada a hacerlo, que él la habría asesinado si no hubiese disparado…
Pero no importaba. Lo había matado. ¿Alguien daría fe a su versión?
Tenía miedo de volver a casa y encontrarse con Jack, pero necesitaba el coche. Y después, ¿a dónde iba a ir? ¿A hablar con la policía? Sí, claro, y ésta se trasladaría al sótano, descubriría las tumbas y detendría a Jack. Luego los periódicos y la televisión se divertirían muchísimo: «Asesinatos en masa en Nueva Inglaterra. Esposa celosa dispara contra el amante de su marido»… Eso si lo creerían. Pero ¿la creerían a ella? Y Raymond era increíble.
Ahora lloraba, corría y trastabillaba por Rock Mountain Road, con la pistola aún en la mano. Tendría que comunicárselo a la policía, tendría que hacerlo, pero todavía no. Necesitaba tiempo para pensar, para hablar con alguien, pero… no con Jack. No, con Jack no… Sólo Dios sabía cómo iba a reaccionar cuando descubriera que acababa de matar a su querido Ben.
Era cierto. Jack y Ben habían sido amantes y, al parecer, habían asesinado a un chico inocente en nombre de Raymond, el dios que, según su creencia, vendría a la Tierra para cambiar el mundo.
Al fin llegó a su Toyota, agotada. Subió al coche, puso en marcha el motor, condujo hasta Rock Mountain Road y luego bajó por la colina hasta el campus, para ver a Norton Akroyd.
Lo encontró en su apartamento, al que había regresado después de jugar al tenis para continuar con su libro. En su escritorio se hallaba la foto de la víctima de un asalto en Nueva York, contra la que el asesino había disparado sin más a la cabeza y le había quitado la cartera, que contenía doce dólares. Helen cerró la puerta del apartamento, caminó hasta el sofá y se dejó caer sobre éste.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Norton.
—La respuesta a lo que le ocurrió a Judy Siebert.
Él se sentó ante el escritorio, con expresión de desconcierto en el rostro.
—Norton —continuó—, si eres lo bastante loco… o estás lo bastante capacitado para provocar estos sueños, has logrado tu objetivo. Porque las tres personas que los tuvimos…, Ben Scovill, Jack y yo, hemos cometido asesinatos.
Él permaneció en silencio. Helen se irguió, se apartó el pelo de la frente y prosiguió.
—Ben bajó al sótano mientras yo estaba allí. Me dijo que había tres personas enterradas en el sótano…, personas que él y Jack habían asesinado. Cuando intenté marcharme para denunciarlo a la policía, me atacó y le disparé.
—Pero… ¡yo no soy responsable! —aseguró Norton—. Es una locura pensar que podría provocar esos sueños… Ya te he dicho que…
—Entonces, sólo queda una alternativa: Raymond es real. Ben consideraba que lo es. Dijo que Jack y él eran apóstoles de una nueva religión delirante que adora a Raymond, quien llegará a la cima de Rock Mountain para celebrar el comienzo de una nueva era en la historia. Ahora, tú cree en eso.
—Yo… Sinceramente no puedo.
—Yo tampoco.
—¿Irás a hablar con la policía?
—Sé que debería hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
—Que temo que no me crean. Si ahora voy a verlos y les explico que he matado a una persona porque algo del espacio extraterrestre o un nuevo dios, o lo que demonios sea, se ha apoderado de la mente de mi marido, me encerrarán y tirarán la llave. Además, no puedo hacerle esto a Jack, si en realidad no es responsable de sus actos.
—Pero, Helen, eso fue lo que dije la noche de la fiesta: nuestras personalidades pueden ser alteradas.
—¡Oh, es que ahora no hablo de teorías! Hablo de personas. Arruinaría la vida de Jack.
—¿Y si mata luego a otra persona?
Ella suspiró mientras apoyaba el codo en el brazo del sofá y se frotaba con gesto cansado la frente.
—Lo sé, es un riesgo terrible. Pero no puedo ir a ver a la policía…; al menos, ahora no puedo. Tengo que tratar de dilucidar esto.
—¿Y el cadáver de Ben?
—Jack lo encontrará. Que vaya él a ver a la policía…, aunque no creo que lo haga.
Norton meditó un instante.
—Quizá tengas razón —afirmó por último—. Tal vez por el momento sea mejor no hacer nada. Pero no creo que debas regresar junto a Jack, por ahora.
—No me propongo hacerlo…, al menos hasta que aclare mis ideas. En New Milford hay un buen motel, el River View. Iré allí y… Bueno, intentaré pensar. ¿Qué más puedo hacer?
Norton se levantó y caminó hasta la ventana. Observó Rock Mountain, que se alzaba más allá del pacífico campus, y dijo:
—De momento, no lo sé. Pero intentaré encontrar algo.
Helen pensó que no se mostraba demasiado solidario, pero quizá ella pedía demasiado.

2
Helen sabía que al huir eludía su responsabilidad y se sentía avergonzada por ello, pero… ¿cuál era su responsabilidad? Había hecho efectivo un cheque de doscientos dólares en la tienda de comestibles y, mientras conducía por la pacífica calle principal de Shandy, Raymond y su poder aún parecían una fantasía imposible… pero en la que ahora creía.
No era una persona muy religiosa. Cuando pensaba en Dios, lo consideraba como una vaga abstracción situada más allá de Júpiter. Ahora comenzó a meditar. El Niño Estelar había negado que él y Raymond fueran dioses o demonios, pero Helen ya no confiaba demasiado en él y, a decir verdad, Raymond actuaba como si fuese una deidad.
¿Y si lo era? Tal vez Dios, enfurecido por milenios de guerras, injusticias y asesinatos, asqueado de que sus hijos expoliaran el hermoso mundo que había creado para ellos, harto de los océanos y la atmósfera contaminados… hubiera decidido enviar otro hijo a la Tierra, a fin de castigar a la raza humana, desencadenando un reino de amor-muerte, tortura y perversión… Quizá lo que ella esperaría en el motel fuese el Día del Juicio Final. Al fin y al cabo, Ben tenía razón cuando dijo que las personas mataban por placer. Lo habían hecho desde el principio. Quizá Dios pensaba poner fin a esa historia sangrienta con una orgía asesina y definitiva. Tal vez Raymond era el ángel exterminador.
Se dijo que debía detenerse en sus elucubraciones; la histeria religiosa era lo único que le faltaba. Intentó concentrarse en sus necesidades inmediatas. No llevaba nada consigo; al volver a casa había tenido demasiado miedo de encontrarse con Jack para preparar una maleta. Tendría que comprar pasta y cepillo de dientes, un camisón, ropa… Bueno, lo conseguiría todo en New Milford. Al menos era bueno largarse de Shandy, alejarse de la pesadilla.
El rostro de Ben apareció ante sus ojos y atravesó el parabrisas. Tenía la misma expresión de sorpresa que después de que le disparara. Helen cerró los ojos. Cuando los abrió, el rostro había desaparecido.
Sin embargo, durante un instante había sido extrañamente real. No se trataba de un pensamiento ni de un recuerdo…, sino de algo real.
Pensó que se debía a sus nervios.
* * *
—¿A cómo el Brie?
—Dos dólares el corte.
—¡Santo cielo! Bueno, lo llevaré. Y también, por favor, cien gramos de ensalada de col picada.
Se había registrado en el River View Motel, que daba al Housatonic, y luego fue a New Milford para comprar lo que necesitaba. Ahora estaba en el A&P, en el mostrador de especialidades, y compraba su almuerzo, pues había decidido comer en su cuarto tantas veces como le fuera posible. Ignoraba cuánto iba a estar allí, de modo que tendría que hacer durar el dinero. Después de esperar tanto tiempo el día del Juicio Final, quizá Dios no tuviera prisa.
El supermercado estaba casi vacío. Contempló a una mujer gorda con bermudas, que llevaba un crío en brazos y empujaba el carrito de la compra por el pasillo dedicado a los jabones. El pequeño cogió un frasco de Mr. Clean y la madre le pegó en la mano. El pequeño chilló. Una abuela con rulos de color rosa les miró con desaprobación.
—¿Algo más? —preguntó el vendedor, dejando la bolsa de papel sobre la superficie de acero blanco del mostrador.
—No, gracias.
Cogió la bolsa verde y se volvió para dirigirse al control de la salida.
Ben estaba a sus espaldas. No se trataba de un fantasma transparente, sino de un Ben sólido y real. Se agarraba el pecho con la mano izquierda mientras con la derecha intentaba cogerla por el cuello. Al tiempo que trastabillaba hacia ella, con el rostro invadido por el dolor y la furia, Helen gritó y se apoyó contra el mostrador.
En ese momento, él se marchó.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó el dependiente.
—Yo… —Contrólate, pensó. Contrólate—. Sí, lo siento… Tuve un mareo…
La gorda de las bermudas la miraba fijamente, al igual que la abuela con rulos de color rosa, la muchacha del control y el encargado de la tienda.
—¿Está segura de que se encuentra bien?
—Sí, gracias. Lo siento, de veras.
Aferró su bolsa de papel de color verde y su bolso, y caminó tan serenamente como pudo hasta el mostrador de control.
Oh, Dios mío, ¿qué ocurre ahora?, pensó. ¿Qué ocurre ahora?
Volvió a decirse que eran los nervios. Tenía que ser eso. Y el sentimiento de culpa. Hacía menos de tres horas había quitado la vida a Ben, y ahora la reacción la abrumaba. Dado su estado de agotamiento, la reacción adoptaba la forma de una alucinación. Tenía que ser así. ¿De qué otra cosa podía tratarse? A menos que ahora Raymond pudiera afectar su mente despierta…
Rechazó esa idea. Regresó al motel con la compra, pidió prestados un tenedor, una cuchara y un cuchillo de trinchar al señor Szymanowski —el amistoso «papá» del equipo encargado de administrar el motel, formado por «mamá y papá»— y se dirigió a su pabellón para almorzar. La decoración del cuarto del motel era deprimentemente moderna, pero reinaba en él la limpieza, y la vista del río desde la ventana posterior resultaba agradable. Encendió el televisor, se sentó en la cómoda cama y sacó el bote de plástico de la ensalada de col y el trozo de Brie, que dejó en la mesilla de noche de arce. Cortó un trozo de queso con el afilado cuchillo de trinchar; estaba maduro y bueno. Empezó a comer la ensalada de col mientras en el programa «Sesión de Mediodía» comenzaba El expreso de Shanghai.
Películas viejas. Jack adoraba las películas viejas… Pero ahora, Jack era un asesino.
Se obligó a dejar de pensar en Jack mientras observaba a Marlene Dietrich, lánguida con sus plumas negras, abrirse paso en la estación de Pekín, en la versión hollywoodense de 1932. El tiempo. El tiempo había adoptado una nueva y extraña dimensión en el siglo XX. Ahora el pasado se mezclaba con el presente en forma de miles de películas viejas que continuamente se pasaban por los millones de televisores de todo el mundo. Los años treinta vividos en los setenta. El pasado recapturado. El tiempo.
El tiempo, ¿llegaría pronto a su fin?
Sintió que una oleada de letargo embotaba su mente. Era extraño. Estaba cansada, pero no se sentía soñolienta. Parpadeó y respiró profundamente para despejarse la cabeza. Luego siguió comiendo y se preguntó si el señor Szymanowski le daría un poco de café.
―Hizo falta más de un hombre para convertirme en la Lily de Shanghai ―le murmuró la Dietrich a Clive Brooks mientras se asomaban por las ventanillas del expreso Pekín-Shanghai, y de nuevo eran cuarenta años atrás en el tiempo.
La proyección de pensamiento del Niño Estelar… Las películas también eran una especie de proyección del pensamiento, como la televisión. Aunque parecía evidente, jamás las había considerado de ese modo. Pero eso eran: proyecciones de las fantasías de los escritores y los directores, los titiriteros invisibles de los espectáculos, que enviaban sus visiones internas a través de enormes distancias ―y en el caso de El expreso de Shanghai, también a través de grandes espacios de tiempo― para invadir, en cierto sentido, la mente del público. Al igual que Raymond había invadido la de ella… Recordó que, durante el sueño en el cementerio, había tenido la sensación de participar en una película. Los sueños habían sido como escenas de película…, escenas de película de terror.
Quizá Norton había tropezado con la verdad al sugerir que una civilización superior pudo aprender a eliminar los enredos mecánicos de la radio, los teléfonos y la televisión, y enviar una especie de emisión continua directa y de mente a mente. Era una idea extraña —quizás el absurdo final de la sociedad de la televisión— y planteaba sugerencias nada divertidas. Si la violencia en el cine y la televisión podía afectar la mente del público —y Helen lo consideraba así—, ¿cuánto más no afectaría al cerebro la proyección del pensamiento? Obviamente, si se tenía en cuenta lo que le había ocurrido a Ben y a Jack, de manera abrumadora.
El letargo volvió a dominarla. Descubrió que le pesaban los párpados y apenas podía permanecer sentada. Dejó la ensalada de col en la mesilla de noche y se recostó sobre la almohada, medio adormilada.
Sabía que algo iba mal. Nunca el letargo la había dominado de aquel modo; se asemejaba más a un desmayo que a quedarse dormida. Parecía el efecto de una droga. Lo último que pensó antes de hundirse en el sueño fue que le anestesiaban la mente.
Era Raymond, claro.
La cama parecía tener un kilómetro y medio de ancho; en realidad medía tres metros. Ella estaba en el centro, vestida con un suave camisón blanco y acariciada por las frescas sábanas de raso. Se sentía pecaminosamente cómoda, sibarítica, dichosa. Se encontraba en un cuarto blanco totalmente vacío de muebles o adornos, con excepción de la cama. Las paredes, el suelo y el techo eran de mármol blanco. La luz surgía de la nada y de todas partes. Era el cuarto prístinamente hermoso y sin ventanas de un castillo encantado.
Había una entrada: una arcada en la pared situada frente a la cama, que comunicaba con una pequeña antesala. No podía ver muy bien la antesala, debido a que estaba sumida en una penumbra marrón; pero también parecía vacía. Sin embargo, alguien debía de haber allí pues oyó una flauta que interpretaba una suave melodía, una flauta parecida a un caramillo. La música la relajó aún más. Se hundió en las blancas sábanas de raso y sonrió.
Mágicamente, un espejo de dos metros de altura apareció al pie de la cama, y ella se sentó para mirarlo. Pero a poco olvidó su curiosidad y comenzó a admirar su imagen. Cuan blancos eran sus brazos, cuan hermosos sus pechos… ¡Y su rostro! Nunca había estado tan hermosa, se dijo. No era una mujer demasiado vanidosa y, en general, se consideraba cualquier cosa menos una belleza. Pero ahora, con el camisón blanco y sentada en la blanca cama, se juzgó arrebatadora.
Sonrió de puro placer, y el espejo le devolvió la sonrisa.
Súbitamente, el rostro del espejo quedó cubierto por un humo verde y arremolinado. ¡Un espejo mágico! Mientras miraba, el humo se enroscó y comenzó a disiparse.
Su propia imagen fue remplazada por la de una mujer fea como una bruja, de unos ochenta años. Vestía el mismo camisón blanco que Helen, pero desgastado por el tiempo. La firme carne de sus brazos se había convertido en unos pellejos arrugados, sus suaves pechos en tetas colgantes, su cabello castaño caía blanco y fibroso, y su rostro era el de una vieja arpía. Clavó la vista en la imagen con embotado horror, y comprendió que la anciana era ella. Una vez más, el humo verde ocultó la imagen. Esta vez, cuando el humo desapareció, vio sentado en la cama blanca un esqueleto que le devolvía la mirada. Ahora el camisón era unos andrajos que colgaban de los huesos, como patéticos banderines.
Supo que el esqueleto era ella misma. Estaba mirando el futuro. Su futuro. Contemplaba su propio cadáver.
Ahora el cuerpo se llenó de olor a flores de manzano. Resultaba casi abrumador. Sintió que se levantaba suavemente de la cama. Desconcertada, notó que el centro de gravedad del cuarto comenzaba a cambiar, de modo que ya no flotaba delante del espejo sino por encima de éste, y miraba el esqueleto reflejado que ahora se encontraba debajo de ella. Súbitamente una ráfaga de viento la lanzó hacia su propia imagen futura. Sintió que salía proyectada hacia el cristal. Levantó las manos para protegerse la cara al chocar contra éste, que se rompió en un millón de fragmentos, y descubrió que caía a través del humo verde. Bajaba, bajaba a lo largo de interminables kilómetros de nada, se retorcía con suavidad en medio de aquel humo que no ofendía sus pulmones ni olía a humo. Extrañamente, olía como las flores de manzano. Recordó el manzano del valle del Niño Estelar, y se preguntó si éste intentaba establecer contacto con ella.
Repentinamente, se encontró en una jaula. Era una gran celda de casi tres metros de altura y de unos cinco metros de lado, situada sobre el suelo metálico de una habitación de metal. Era lo único que había en aquella habitación, que carecía de ventanas y sólo contaba con una puerta de hierro. La gran jaula estaba llena de hombres y mujeres —calculó que alrededor de una docena—, todos negros. Todos eran jóvenes y físicamente atractivos, y llevaban una delgada banda de acero alrededor del cuello, que a Helen le pareció una especie de marbete de identificación. En su mayoría estaban sentados en el suelo, y algunos hombres se apoyaban contra los barrotes de la celda. Tanto hombres como mujeres llevaban túnicas grises, cortas y unisex como única vestimenta.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Nadie le hizo caso. Se encontraba en medio de la jaula, junto a una mujer que, sentada en el suelo, se limpiaba ociosamente las uñas de la mano izquierda con la del pulgar derecho.
—¿Quién es usted? —preguntó Helen, al tiempo que se arrodillaba junto a la mujer—. ¿Qué es este lugar?
No obtuvo respuesta. Helen quiso tocar el brazo de la mujer, pero vio, desconcertada, que su mano atravesaba la carne. Se puso en pie y miró a su alrededor, mientras comprendía que les resultaba invisible a los demás. No la veían ni la oían.
Era un fantasma.
La puerta metálica de la habitación de metal se abrió hacia el interior, y entró un hombre blanco vestido con una túnica blanca, seguido de otros tres blancos con túnicas de color naranja. A diferencia de los negros de la celda, que estaban descalzos, los hombres blancos calzaban sandalias blancas. El primer hombre, que bajo el brazo llevaba una carpeta y en la mano un palo corto y blanco que parecía una especie de cachiporra, se acercó a la jaula y golpeó los barrotes con el palo.
—Que los presos se pongan de pie —ordenó.
Mientras los negros se levantaban en silencio, Helen se dirigió a la parte delantera de la celda y metió los dedos en los ojos del guardián. Nada. Se dio por vencida y se dedicó a contemplar a los tres hombres de túnica naranja, que se habían acercado a la jaula y observaban a los hombres y mujeres del interior. Los naranjas, pues así los denominó para sí, rondaban la treintena y se mostraban algo tímidos, como ejecutivos medios en ascenso. Uno de ellos, un hombre sumamente alto, con la nariz como una pista de salto de esquí y pequeños y crueles ojillos de cerdo, le pareció excesivamente engreído. Le desagradó al instante.
—Este es el nuevo grupo, que esta misma mañana ha sido trasladado desde la Instalación de Trabajos Correccionales de Attica —explicó el guardián a los naranjas—. Son lo más selecto de la cosecha —agregó, con visible orgullo.
—Sí, muy guapos —comentó el primer naranja, un rubio rollizo con agradable rostro de querubín—. Muy guapos —repitió, mientras observaba a uno de los hombres, un apuesto joven negro.
Helen notó que había allí algo raro, pues ninguno de los presos parecía enojado ni desafiante. A decir verdad, parecían estar mortalmente aburridos, como si lo que les ocurría no les interesara lo más mínimo.
—Ven aquí —dijo el hombre rollizo, y señaló al negro. Éste se acercó obedientemente hasta los barrotes. El naranja pasó la mano entre ellos y la deslizó por el brazo desnudo del negro—. Guapo. Fuerte. ¿Por qué está encerrado?
—Por asesinato —respondió el guardián, al tiempo que echaba un vistazo a la carpeta.
—Interesante.
—Desde luego, ha sido reacondicionado —aclaró el guardián—. Es seguro.
—Bien, eso espero. Me lo llevaré.
—Sí, señor. Se llama Ralph.
—Hola, Ralph.
—Tú —dijo el hombre alto de ojos de cerdo, señalando a la mujer con la que Helen había intentado comunicarse—. Ven aquí.
La mujer se acercó a los barrotes y siguió limpiándose las uñas. El hombre alto pasó la mano entre los barrotes y palpó el pecho de la mujer.
—Magnífico —murmuró, como el enólogo que prueba una cosecha de buen vino—. ¿Cómo se llama?
—Elaine —respondió el guardián, mientras echaba un vistazo a la carpeta—. Está encerrada por hurtos en las tiendas.
—¿Cuál es su condena?
—Perpetua.
—Le daré la libertad bajo palabra. Me la llevaré.
—Sí, señor.
El tercer naranja, un hombre bajo y calvo, de gafas gruesas y tan pálido como un contable, señaló a una muchacha que no tenía más de quince años.
—¿Qué hay acerca de ésa? —preguntó al guardián, que volvió a consultar su carpeta.
—Se llama Lucille. Vagancia y embriaguez. Le dieron sesenta años, sin posibilidad de salir bajo palabra.
—Hola, Lucille —dijo el contable, con una mueca de degenerado—. Me la llevaré. Supongo que no es virgen.
—No, señor.
—De todos modos, me la llevo.
—Sí, señor.
—¿Cuándo podremos disponer de ellos? —preguntó el rollizo, que tenía la mirada fija en su negro.
―Los habremos bañado y conducido a los Cuartos de Acoplamiento dentro de media hora, señor. Mientras tanto, puede elegir sus instrumentos.
—Magnífico.
Los hombres abandonaron la habitación mientras los prisioneros se sentaban nuevamente. Las dos mujeres y el hombre seleccionados continuaron de pie, sin embargo.
—Esta semana hemos recibido un nuevo envío de látigos —agregó el guardián, mientras sostenía respetuosamente la puerta.
—¿Y los vibradores eléctricos? —preguntó uno de los naranjas—. ¿Están cargados?
—Sí, señor, los vibradores están preparados —repuso el guardián, y cerró la puerta mientras seguía a los de túnica naranja.
En ese momento, la mayoría de los negros habían vuelto a sentarse.
—¿Por qué no dijisteis algo? —preguntó Helen a los presos—. ¿Por qué no les dijisteis que se fueran al infierno?
Nadie oyó ni respondió.
Descubrió que estaba nuevamente en el humo verde, lanzada a través del espacio. Ahora, su mente daba vueltas como su cuerpo. ¿Qué podía ser eso? ¿Quiénes eran los prisioneros, dónde se encontraba la celda, quiénes eran los hombres de túnica naranja? Obviamente, escogían parejas con fines sexuales, para llevárselas a los «Cuartos de Acoplamiento», pero, ¿por qué le mostraban esa extraña ceremonia? ¿Y Attica? ¿Se suponía que los negros eran presos de la famosa cárcel neoyorquina? No tenía respuestas, sólo preguntas.
Luego volvió a encontrarse en la enorme cama blanca del cuarto de mármol blanco y, a través de la puerta, el caramillo continuaba interpretando su dulce y modulante melodía.
Se sentó, y miró a través de la arcada hacia el cuarto en sombras que se abría más allá. Había algo en el lugar, y decidió averiguar de qué se trataba. Saltó de la cama y atravesó el frío suelo de mármol hasta la arcada.
El cuarto estaba a oscuras, bañado por una luz pardusca que parecía tan densa que casi era posible cortarla. Atravesó el umbral e intentó acostumbrar sus ojos a la penumbra.
Se trataba de una habitación amplia, con las paredes desnudas y frías. El suelo era de piedra, y en el centro del cuarto ardía una pequeña fogata. Junto a ésta había una figura vestida con un manto marrón que cubría todo su cuerpo y con una capucha que le tapaba la cabeza y ocultaba el rostro. Cuando entró en el cuarto, la figura volvió su rostro oculto hacia ella. Su silencio y anonimato le recordaron a la figura enmascarada del cementerio.
El caramillo enmudeció y, súbitamente, el cuarto quedó poblado por los suaves acordes de la obertura Liebestod del Tristán. Helen, aunque no era fanática de Wagner, reconoció en seguida la alegre música. El Amor-Muerte. Retrocedió hasta la arcada para regresar al cuarto de mármol, pero chocó contra algo sólido. Se volvió y descubrió que la entrada había sido cerrada por una gruesa puerta. Mientras el pánico comenzaba a apoderarse de ella, buscó el tirador. No había tirador. Intentó abrir la puerta empujando, pero ésta no se movió. Estaba encerrada en el cuarto con la figura.
Se volvió y notó que había comenzado a caminar hacia ella.
—¿Tú eres Raymond? —preguntó con voz queda.
La figura se apartó la capucha y ella vio el cabello dorado de Ben Scovill.
—Te he perdonado —dijo Ben, mientras seguía acercándose—. Y Raymond te ha perdonado. Has matado. Ahora eres de los nuestros.
Ella no dijo nada, y observó con aprensión cómo se acercaba la figura. Sabía que podía convertirse en cualquier cosa. Recordó el cuerpo putrefacto de su marido en el sueño del cementerio, y se preguntó qué visión espeluznante quedaría revelada cuando la figura abriera su manto.
Pero no lo abrió.
—Te quiero —dijo tiernamente.
—No digas tonterías.
—Es así. Te amé en vida, y te amo todavía más en la muerte.
—Amaste a mi marido —replicó.
La figura abrió los brazos.
—Amo a toda la humanidad, tanto a los hombres como a las mujeres.
—Oh, me parece muy bien.
—Es una de las enseñanzas de Raymond —continuó la figura, que ahora se encontraba a menos de metro y medio de ella, mientras Helen se apretaba contra la puerta.
—Odio a Raymond —aseguró con súbito ímpetu—. Sea lo que sea, es perverso: no enseña el amor, sino la violencia.
—La violencia es una expresión del amor.
—¡Mentira! Y no te acerques…
—¿No me deseas? Yo te deseo.
Helen no dijo nada y observó las manos que se extendían para tocarla. No quería ser tocada; estaba convencida de que, de algún modo, los dedos serían repulsivos. Pero cuando acariciaron su mejilla no hubo dolor ni revulsión, sino una ternura bastante sorprendente.
—No debes temerme —dijo la figura, mientras la música competía con la penumbra pardusca para llenar el cuarto—. Nunca debemos temer al amor, en la vida o en la muerte.
—Ben, ¿qué quieres?
—A ti —respondió la figura, mientras acercaba su boca a la de ella. Sus labios se rozaron suavemente y ella sintió que los brazos la rodeaban—. El amor es lo más importante —susurró—. El amor, el sexo y la muerte. Son los cimientos de la vida. Demostraste tu amor por mí al matarme.
—Es ridículo —respondió ella con los ojos cerrados, mientras su cuerpo respondía a las caricias a pesar del miedo.
—Es una paradoja, pero Raymond dice que la verdad siempre es una paradoja.
—¿Quién es Raymond? —suspiró, cuando los labios de él le besaron la oreja, la mejilla, el cuello.
—Dios.
—No lo creo.
—Ya lo creerás. Pronto.
De repente, la puerta que se encontraba detrás de ella desapareció tan rápida y silenciosamente como había surgido, y él la condujo de nuevo al cuarto blanco. Luego, mientras el Liebestod seguía llegando desde la estancia contigua, ambos se encontraron entre las sábanas de raso.
Él le quitó el camisón, quedaron los dos desnudos y Ben le hizo el amor de una manera delicada y, al propio tiempo, violenta: besaba su piel, chupaba sus pezones con sorprendente pericia, y parecía tocar cada nervio de su cuerpo e inundarla con un escozor sensual de tan enloquecedora hermosura como el ardor sensual de la música que los bañaba. Él ya no era una figura fantasmal, Raymond-Ben, un objeto de temor o desdén, sino más bien su amante ideal, su hermoso y amoroso amante que la llevaba a cimas de sensualidad jamás imaginadas.
Mientras descansaba entre sus brazos, con los ojos entreabiertos y los oídos y la nariz saturados por la música y el olor, ahora tenue, a flores de manzano, sus ojos se convirtieron en un nuevo incentivo sensual a medida que la suave luz blanca del cuarto comenzaba a cambiar de matices, ora rosada, ora amarilla, naranja claro, azul, escarlata, púrpura…
—Ben, Ben —murmuró.
—¿Me amas?
—Sí, oh sí… ―En aquel momento lo amaba.
—¿Es más que amor?
—Sí…
—¿Amor-sexo?
—Sí…
—¿Amor-muerte?
—No lo sé…
—¿Amor-sexo-muerte?
—No lo sé, no lo sé…
Sintió que algo frío, duro y suave la penetraba, y contuvo la respiración.
—Sólo hay un dios —susurró él.
—Sólo hay un dios —repitió Helen.
—Y su nombre es Raymond.
—No.
Súbitamente, la cosa fría que tenía en su interior lanzó una agonizante descarga de electricidad. Ella aulló e intentó apartarlo, pero él la retuvo.
—¡Dilo! —gritó por encima de la música, que ahora era casi ensordecedora—. Di: «Y su nombre es Raymond»…
—¡No! —forcejeó con él—. Raymond es falso, es perverso…
Otra descarga de electricidad, esta vez más intensa, le produjo un dolor casi insoportable. Gritó, mientras el cuarto se volvía rojo y la música la ensordecía.
—¡Dilo! ¡Di que no hay más dios que Raymond!
—No hay más dios que Raymond…
Ya no le importaba. Mientras pronunciaba estas palabras, una risa hueca y retumbante remplazó la música y Ben desapareció. La luz se volvió blanca y todo quedó inmóvil. Ella yacía en la cama y lloraba, mientras se pasaba las manos por el cuerpo e intentaba aliviar la sensación de quemadura.
¿Un vibrador eléctrico? Qué horrible, pensó. Qué repugnante…
Cuando despertó en su cama del motel, observó que sólo habían pasado unas pocas secuencias de El expreso de Shanghai. Había tenido los tres sueños en menos de veinte minutos.
El segundo sueño, el de la jaula con los presos negros, la desconcertaba totalmente. No tenía la menor idea de cuál era su significado. Pero era el tercer sueño el que todavía resonaba en los rincones de su mente. Y lo extraño era que ahora, que estaba ya despierta, aún podía sentir contracciones dolorosas en lo profundo del útero.
* * *
Llegó a la conclusión de que huir era un error.
Evidentemente, no había escapatoria de los sueños; la seguirían a todas partes, la acosarían y la torturarían, harían temible su reposo y, ahora, también su vigilia. Debía actuar. Quizá nada podía hacer contra los poderes aparentemente sobrenaturales de Raymond-Niño Estelar ―suponiendo que fueran dos partes de lo mismo―, pero al menos podía denunciar los asesinatos a la policía y entregarse.
Abandonó el motel, con gran desconcierto del señor Szymanowski, y se dirigió a West Redding, donde se encontraba el cuartel más próximo de la policía estatal. Dejó el coche frente al bonito edificio blanco y entró.
El sargento Seth Bixby, un pelirrojo corpulento y de rostro agradable, levantó la vista de su escritorio.
—Buenos días —dijo—. ¿En qué puedo servirla?
—Me llamo Helen Bradford, y acabo de cometer un asesinato. Aquí está el arma.
Sacó el revólver Smith & Wesson de su bolso y lo dejó sobre el escritorio. El sargento estudió el arma y Helen pensó que se mostraba excepcionalmente sereno.
—Señora Bradford, ¿a quién asesinó?
—A un joven llamado Ben Scovill. Me atacó y le disparé.
—¿En defensa propia?
—Sí.
—Bien, creo que antes de seguir hablando debería solicitar un abogado. Debo advertirle que todo lo que diga puede utilizarse en su contra en un tribunal…
—¡Oh, por Dios! —le interrumpió—. ¡Olvide todo eso! Reconozco que lo maté, pero él era un asesino. En el sótano de su casa hay enterrados tres cadáveres… ¡Lo único que tiene que hacer es ir y mirar! Mi marido es uno de ellos.
—¿Uno de los cadáveres?
—No. Quiero decir uno de los asesinos. Él y Ben asesinaron a un joven que hacía autostop. Bueno, sé que parece una locura, pero ellos están locos. Sus mentes han sido dominadas por…
Se calló. No, no lo digas. Ya ha comenzado a mirarte como un caso típico de locura. No, no lo digas.
—…por una fuerza extraña —concluyó.
—Una fuerza extraña —repitió el policía. Cogió el arma y revisó las cámaras—. ¿Cuántos disparos hizo?
—Tres.
—Eso es interesante. Hay seis balas en el revólver.
Abrió el cilindro para que ella lo mirase, y era verdad. El revólver estaba cargado del todo. Lo miró fijamente.
—Pero… ¡es imposible! Recuerdo que hice tres disparos y he tenido la pistola conmigo desde que… A menos que…
¿Era posible? ¿Jack pudo averiguar de algún modo lo que ocurrió, seguirla luego hasta el motel, entrar en su cuarto mientras dormía y recargar el arma? Pero… ¿por qué? ¿Por qué llegar a unos extremos tan increíbles, a menos que él temiera que ella fuese capaz de recurrir a la policía, y aquel fuera su modo de desacreditarla, de lograr que pareciera tonta, histérica…, incluso loca?
—¿A menos que qué, señora Bradford? —preguntó el policía.
—Mi marido debió de recargarlo en el motel, para que usted no me creyera.
—¿Considera que eso es probable?
—No es probable, pero el asesinato tampoco. Ya se lo he dicho. Disparé tres veces con esta pistola, y los cadáveres están en el sótano. Si quiere pruebas, vayamos a la casa y miremos.
—De acuerdo. —Se puso de pie—. Buscaré ayuda y saldremos.
—Sabrá que no estoy borracha y que, en realidad, tampoco estoy loca.
Él la miró, pero guardó silencio. Luego abrió la puerta que daba a la parte posterior del cuartel y gritó:
—¡Highet, Rydell! ¡Apagad la tele! Tenemos trabajo.
Los tres policías tardaron dos horas en remover toda la tierra del sótano, pero a las cinco y media no habían encontrado nada.
Helen, sentada en el baúl ―que había sido vaciado de todos los «accesorios»―, observó en silencio al sargento Bixby mientras se le acercaba, secándose la frente con un pañuelo.
—Señora Bradford, no me gustaría pensar que se trata de una broma. ¿Sabe que esto ha ocupado una buena parte de nuestro tiempo, y una buena porción del dinero de los contribuyentes?
—Él se llevó los cadáveres —afirmó en voz baja.
—¿Quién?
—Jack. Mi marido. Vino, encontró a Ben y supo que algo había salido mal. Debió desenterrar los cadáveres… y enterrarlos en otra parte.
—¿Él solo? ¿No se ha dado cuenta de que Highet, Rydell y yo hemos tardado dos horas en remover el suelo?
—Él sabía dónde estaban.
—Claro. No me había dado cuenta. Y después la encontró a usted, le quitó el arma y llenó las cámaras vacías…
—Escuche, sé que no me cree, pero… ¿acaso no ha desaparecido una mujer de Fairfax llamada Betty Fredericks?
Durante un instante, el escepticismo desapareció del rostro del policía.
—Sí.
—¿Y la joven Siebert, de Shandy? Todavía no la han encontrado, ¿verdad?
—No.
—Así suman dos, y el tercero es un joven vagabundo llamado Roger.
—Bien, bien. ¿Qué me dice del juez Crater?
—Intento ayudarlo…
—Señora Bradford, escuche: se enteró de la desaparición de la señora Fredericks por el periódico…
—¡No!
—Y sabía que la joven Siebert se largó…
—¡No se largó, la asesinaron! Fue algo que ellos llaman un amor-muerte… Este lugar es una capilla, este cajón solía tener encima un chal y candelabros, porque era el altar…
—¿Altar?
—Oh, ya sé que parece una locura, pero es la verdad. ¡Créame, es la verdad! Maté a Ben Scovill, Ben asesinó a las dos mujeres, mi marido mató a Roger y algo llamado Raymond vendrá para… —vio cómo él la observaba—. Cree que es una broma, ¿no? La violencia es amor. El amor-muerte es hermoso. Sólo hay un dios, y se llama Raymond. ¡Oh, todo es maravilloso!
Ahora reía y lloraba al mismo tiempo. Ocultó el rostro entre las manos. El sargento se acercó y le palmeó la espalda.
—Está bien, señora Bradford. Es usted la tercera persona que nos dice que asesinó a la señora Fredericks.
—No, yo maté a Ben…
—Ah, sí, lo había olvidado. De todos modos, está bien. Ahora la llevaremos a su casa.
—¿A casa? —Levantó la mirada, con los ojos enrojecidos por el llanto—. ¡Ya no tengo casa! —Pensó unos instantes y luego agregó—: Lléveme al campus. Puede hablar con el doctor Akroyd. Es el psiquiatra de la escuela, y le explicará que digo la verdad. Él lo sabe todo. Bueno, casi todo…
—¿Cómo?
—Se lo conté. Me pregunté si estaba loca, y lo consulté.
El sargento hizo una señal con la cabeza a los otros policías.
—De acuerdo, señora Bradford, vayamos al campus.
Encontraron a Norton jugando al tenis con Jeremy Bernstein; en la pista contigua Lyman Henderson jugaba con Marjorie, su esposa. Cuan pacífico parecía todo, reflexionó Helen, mientras aparcaba detrás de los dos coches patrulla. ¡Cuan absurdamente pacífico! ¿No sabían que estaban rodeados de asesinato y locura? ¿Ignoraban que se acercaba algo terriblemente espantoso? Bien, se los diría. Lo contaría todo. Al menos alertaría a todos del peligro… y confiaba en que Norton la respaldaría.
Bajó del coche al mismo tiempo que los policías. Los cuatro jugadores habían interrumpido sus partidas y miraban, sorprendidos por la aparición de los coches patrulla en el apacible y casi vacío campus.
—Allí está —dijo Helen al sargento, mientras señalaba a Norton y caminaban por el césped hasta la pista.
—Doctor Akroyd —dijo el sargento Bixby—, quisiéramos hacerle algunas preguntas.
—Por supuesto —respondió Norton, y apoyó su raqueta contra el poste de la red.
Lyman y Marjorie Henderson también se acercaron, al igual que Jeremy Bernstein.
—Norton —agregó Helen—, llegué a la conclusión de que me equivoqué. He hablado con la policía. No me creen, lo que no es muy sorprendente, pero creo necesario convencerles. ¿Me harías el favor de hablarles de los sueños?
Norton miró al alto sargento pelirrojo y nuevamente a Helen.
—Pero creí que habíamos acordado no…
Ella hizo un gesto de impaciencia.
—Lo sé, pero te he dicho que me equivoqué. La policía debe saberlo… aunque sólo para evitar que Jack mate a otra persona.
Lyman Henderson parecía azorado.
—¿Jack mató a alguien?
Norton movió negativamente la cabeza.
—No. Helen ha tenido unos sueños extraños y ha venido a verme en busca de tratamiento. Sargento —agregó, dirigiéndose a Bixby—, creo que será mejor que discutamos este asunto en mi despacho.
—Norton, te he dicho…
—Helen, fantaseas.
—¡Maldición! ¡No es una fantasía, sino la realidad!
Y en ese momento comenzó a comprender. Desde luego, había sido una estupidez de su parte. O Norton provocaba los sueños —mediante hipnosis, o algún tipo de telepatía avanzada— y la había guiado en todo momento, o bien Norton también estaba dominado, tenía los sueños, y se había convertido en uno de ellos. Así se había enterado Ben de que aquella mañana ella acudió a su casa: Norton se lo había dicho. Más tarde, después de disparar contra Ben, fue directamente a Norton y se lo contó. Por eso no la apremió para que hablara con la policía, pero, temeroso de que pudiera hacerlo, la siguió hasta el motel y recargó la pistola mientras Jack iba al sótano y trasladaba los cadáveres.
Tenían que desacreditarla, hacer que pareciera loca. Debía actuar con cuidado, o la encerrarían en un asilo de por vida. Había oído hablar de casos de este tipo y, sin duda alguna, Jack no movería un dedo para ayudarla. Quizá todo el asunto era una conjura para enloquecerla o hacerla aparecer como loca, a fin de que nadie la creyera cuando dijese la verdad… Debía tener cuidado. Mucho cuidado.
Se dirigió al sargento Bixby y dijo:
—Lo siento. El doctor Akroyd tiene razón. Últimamente he estado sometida a tensión y he tenido esos… —se llevó la mano a la frente para dramatizar su agotamiento— …esos sueños. Lamento enormemente haber causado todos estos problemas.
El policía miró a Norton, que dijo:
—Llévela a su casa. Estará bien. Asumo toda la responsabilidad.
El sargento Bixby se encogió de hombros y tomó a Helen del brazo. Mientras los demás miraban, cruzaron el césped hasta los coches aparcados y Lyman Henderson preguntó a Norton en voz baja:
—¿Helen está enferma?
—Muy enferma.
—¿Qué la llevaría a pensar que Jack mató a alguien?
—Experimenta cierto tipo de fantasías persecutorias. Sospecho que piensa que Jack quiere matarla.
Lyman analizó la respuesta y luego miró al psiquiatra.
—Pero… Jack te acusó a ti de hacer algo con su mente. ¿Él también tiene fantasías persecutorias?
—Probablemente —replicó Norton—. Jack todavía no ha venido a verme en busca de tratamiento como hizo Helen, pero, según ella, el hecho de que él se dé a la bebida ha creado un verdadero problema en su matrimonio. Espero poder ayudarlos, aunque, naturalmente, nunca se sabe… —Se volvió hacia Jeremy—: ¿Quieres jugar otra partida?
Regresaron a la pista de tenis, mientras Lyman miraba los coches patrulla que se alejaban.
* * *
Al conducir hacia su casa, seguida por los dos coches patrulla, intentó encajar la nueva pieza del rompecabezas. Primero, Ben y Jack; ahora Norton. Se extendía. Lentamente, quedaba rodeada de “raymonds”. Si Raymond fuese realmente Norton, en cierto sentido resultaría más fácil de comprender. Pero si fuese algún tipo de fuerza desconocida, ¿por qué había de apoderarse de la mente de Norton? Acaso porque sabía a Norton enterado de los sueños… y debía saberlo, porque cuando estaba en su mente podía ver todos sus pensamientos.
En cuanto se lo contó a Norton, Raymond se apoderó de su mente y lo convirtió en otro apóstol que haría la peregrinación hasta la cima de Rock Mountain para esperar la llegada del nuevo Dios… los doce apóstoles, o quizá los veintiocho, o tal vez los dos mil. Imaginó a todo el mundo postrado ante la nueva deidad, llamada para orar junto al muecín definitivo, la Proyección del Pensamiento. Un delirio.
Pero no era tan sencillo. Aunque parecía cierto que el poder de Raymond para proyectar sus pensamientos ya no parecía limitarse a la cima de Rock Mountain —al fin y al cabo la había alcanzado en New Milford, y ahora era capaz de entrar en contacto con Norton—, no había tratado de establecer el contacto con lugares más lejanos, por ejemplo Nueva York o Londres. Fuera quien fuese, parecía que el mecanismo que generaba el campo electromagnético que transmitía sus pensamientos era limitado. De no ser así, ¿por qué perdía el tiempo con personas sin importancia, como ella misma? Si quería ser reverenciado como Dios, ¿por qué no reclutar adeptos entre los poderosos, como el presidente de los Estados Unidos, el Papa o Mao Tse-Tung? Si uno de ellos anunciara la llegada de un nuevo dios a la Tierra, todo el mundo se enteraría y estaría dispuesto a aceptarlo. Por lo tanto, el poder de Raymond aún debía de limitarse a Shandy. ¿Qué tipo de dios era ése?
Torció en la calzada y subió hasta el garaje. Jack estaba sentado en el jardín, pero se puso de pie al ver los dos coches patrulla. Aparcaron frente a la casa y el sargento se apeó. Caminó por el césped hasta donde estaba Jack.
—¿Es usted el señor Bradford?
—Sí. ¿Hay algún problema? ―observó a Helen mientras bajaba del coche.
—¿Conoce a Ben Scovill? —preguntó el sargento Bixby.
—Por supuesto. Vive al otro lado de la montaña.
El policía vaciló.
—Señor Bradford, sabemos que últimamente su esposa ha estado sometida a cierta tensión. ¿Qué puede decirme de los sueños que ha tenido?
—Por lo visto, algo que se autodenomina «Raymond», creo que ese es el nombre, ha aparecido en sus sueños y le ha dicho que vendrá a la Tierra, o algo por el estilo. La ha perturbado tanto que ha visitado a un psiquiatra. Pero… ¿qué tiene que ver esto con Ben?
—Su esposa nos dijo que lo mató.
―¿Qué?
—Y que usted asesinó a un chico que hacía autostop.
―¿Yo?
—Escuche, hemos hablado con el doctor Akroyd y sabemos que la señora Bradford tiene un ligero problema. Registramos la casa de Scovill y allí no hay nada, por eso trajimos aquí a su esposa. Ah, a propósito, me dio este revólver… —entregó el Smith & Wesson a Jack—. ¿Es de ella?
—Es nuestro, y poseemos el correspondiente permiso.
—Le aconsejaría que lo mantuviera lejos de ella. Dado su estado actual, existe la posibilidad de que intentara lesionarse a sí misma… o a usted. Yo no me preocuparía demasiado, pero una ligera prevención…
—Comprendo. Sargento, espero que ella…, que nosotros no les hayamos causado demasiados problemas.
El sargento Bixby sonrió ligeramente.
—Bueno, disfruto mucho excavar en los sótanos.
Cuando se marcharon, Helen atravesó el césped para acercarse a su marido. Miró el arma.
—¿Vas a quedarte con eso?
—Así es.
Lo miró.
—¿Dónde metiste el cadáver de Ben?
—Helen, deberías tratar de controlar tu imaginación. Podrías meternos en muchos problemas.
—¿De modo que seguimos jugando?
—¿Es un juego?
—Sabes que lo es.
—¿He de entender que has venido a casa a quedarte?
—Sí. Ya no te tengo miedo.
—¿Miedo? —apoyó la mano en su mejilla—. ¿Por qué habrías de tenerme miedo?
―Ben y tú, ¿os entendíais?
Jack bajó la mano.
—He comprado unos buenos fuetes para la cena. ¿Los pongo en la parrilla?
Helen se rindió y asintió cansinamente con la cabeza. Él comenzó a caminar hacia la casa, pero sólo había dado unos pocos pasos cuando se detuvo y se dio media vuelta.
—A propósito, olvidé decirte… Bienvenida al hogar.
Sonrió satisfecho y reanudó su camino hacia la casa, empuñando afectuosamente la pistola con la mano derecha.

Cuarta parte
REVELACIONES
1

Cenaron en medio del implacable silencio de la confianza perdida. De vez en cuando, hacían comentarios esporádicos sobre temas insulsos, como si tácitamente se hubieran puesto de acuerdo para mantener la fachada de normalidad, aunque ésta se disfrazase de rutina. Pero fue una especie de charada, y Helen se sintió aliviada cuando la insufrible comida concluyó y pudo subir a la planta alta. Se quitó la ropa y tomó un largo baño de inmersión. Sumergida hasta el cuello en agua caliente y Vitabath de color rosa, intentó relajarse, lo cual resultaba bastante difícil dadas las circunstancias. Se dijo que, al menos durante un tiempo, él no se atrevería a tratar de liquidarla. Los agentes habían estado allí y oído su relato, y aunque no lo creyeran, lo recordarían. Si desaparecía o moría ahora, indudablemente ellos sospecharían. En consecuencia, por el momento, estaba relativamente a salvo.
O eso esperaba.
Salió de la bañera, se secó y luego se cepilló los dientes. Mientras se ponía un camisón, oyó voces en la planta baja. Abrió la puerta del cuarto de baño sin hacer ruido y anduvo de puntillas por el pasillo hasta la escalera. Reconoció la voz de Jeremy Bernstein. Aunque no era excepcional que Jeremy apareciera sin anunciarse para beber una copa de vino y «airear la mierda del departamento de literatura inglesa», como decía, era demasiado oportuna su visita aquella noche para considerarla como una coincidencia. ¿Sería también uno de ellos?
Hablaban en voz baja y furtivamente.
—Siempre quise creer en algo, desde pequeño —decía Jeremy—, pero nunca dejé de ser un maldito escéptico.
—A mí me pasó lo mismo —replicó Jack—. No dejaban de repetirme: «Cree. Ten fe». Pero siempre quise hechos…
Helen se acercó aún más a la escalera, para oír mejor… y pisó una tabla que crujió. Maldición, pensó, mientras en la planta baja la conversación se interrumpía. Silencio. Ellos sabrían que estaba escuchando. El Gran Debate Teológico no estaba destinado a sus oídos. ¿Cuántos Raymonds pueden bailar en la cabeza de un alfiler?
Regresó al dormitorio…, ahora a su dormitorio, no al común, pues Jack le había dicho que iba a dormir del otro lado del pasillo. Apagó la luz y se acercó a la ventana que daba al norte, para contemplar la montaña. Era otra noche despejada, y la luna despedía luz suficiente para ver la cima. Allí, tras la pantalla protectora de los pinos, se encontraba el claro que Ben había preparado. Por encima de éste, las estrellas titilaban en silencio. ¿Estaria a punto de romperse ese silencio? Evidentemente, los dos que estaban en la planta baja pensaban así.
Se dirigió a su cama. El baño la había relajado, pero no tenía ganas de dormir. El sueño se había convertido en algo temible; la noche era peligrosa. Pero el día también se transformaba en su enemigo, con la luz del sol tan engañosa como la oscuridad. Lo real se tornaba irisado; por unos instantes veía a alguien de un color, y luego, de pronto, el color cambiaba. Por un momento, Norton era su auxilio y su amigo…, y al día siguiente, su enemigo. Y ahora, ¿también Jeremy?
Ella ya no tenía ancla ni raíces. A pesar del comentario que le hizo a Norton en la pista de tenis, la realidad y la fantasía comenzaban a fundirse en su mente, y su imposibilidad de diferenciarlas la atemorizaba tanto como su miedo a Jack. Y lo más enloquecedor era que aún no veía un hilo de lógica en lo que estaba ocurriendo, salvo que aceptara la premisa de que Norton lo provocaba todo para demostrar su tesis ―lo cual parecía tristemente ilógico― o de que Raymond reunía un ejército de apóstoles para anunciar su llegada a la Tierra, lo cual se le antojaba delirante.
Tal vez merecía las miradas cómplices que los policías intercambiaron entre sí y con Jack cuando hablaban de ella. Pero no creía que las mereciera…, y siempre había oído decir que si una se preocupaba por su cordura, ello significaba que realmente estaba en su sano juicio. Sin embargo, Dios sabía que estaba preocupada…
Para apartar estas ideas perturbadoras, encendió la lámpara de la mesilla de noche y buscó en el estante algo para leer. El New York Magazine, la Vogue, The National Geographic —qué mescolanza eran sus hábitos de lectura, reflexionó—, tres novelas de misterio en edición de bolsillo (dos de las cuales ya había leído), el Smithsonian, Newsweek, Paris Match…, todo anticuado, todo leído. Abandonó la cama, anduvo por el cuarto hasta la librería estilo 1920 que el año anterior había encontrado en una venta de objetos usados promovida con fines benéficos, y pasó un dedo por el lomo de los libros de bolsillo que la llenaban. Más novelas de misterio, obras góticas, The Best and the Brightest, tres dramas de Chejov, The Nine Tailors, Eyeless in Gaza, La cartuja de Parma…, viejos amigos que parecían más fieles y leales cuando los seres humanos resultaban tan desleales.
Escogió la obra de Stendhal y regresó a la cama, convencida de que una huida total a otro siglo era lo que necesitaba. Pero no logró concentrarse en la obra, a pesar de lo mucho que le atraía. Su mente retornaba a los sueños, sobre todo al de la celda con los presos y los naranjas.
Éste destacaba entre todos los demás. En los otros sueños, siempre había estado ella presente ―como una actriz de thriller―, y la víctima era realmente representada por Raymond bajo sus diversas apariencias. Pero en el sueño de la jaula había sido una observadora, un fantasma. Ese sueño tampoco era un thriller como los demás, con su ambiente gótico surrealista y su atmósfera ―tal vez tosca, pero sin duda eficaz― de terror y muerte. El sueño de la celda había parecido real, aunque… de un modo irreal. Sentía haber presenciado algo que ocurría realmente, que no se trataba de las proyecciones de un cerebro atormentado por las pesadillas. Pero… ¿dónde había sucedido, y quiénes podían ser aquellas personas? ¿Y por qué sólo ese sueño era distinto?
Recordó el intenso olor a flores de manzano que percibió poco antes del sueño y volvió a pensar en el Niño Estelar. Había parecido que se desvanecía de sus sueños, como si Raymond lo hubiese perseguido. ¿Acaso Niño Estelar luchaba con Raymond por la posesión de su mente? El sueño de la celda tal vez fuera su modo de decirle algo acerca de sí mismo y de Raymond…
Oyó que la puerta de la casa se cerraba, y que un coche se ponía en marcha un momento después. Debía de ser Jeremy Bernstein que se marchaba; nuevamente estaba sola con Jack en la casa. Movida por un impulso, se levantó de la cama y caminó hasta la puerta para ponerle el pasador. Después, a medida que se tranquilizaba, volvió a la cama y nuevamente trató de sumergirse en la novela.
Oyó que Jack subía la escalera, y los escalones de madera crujían en los lugares de siempre. Había oído el mismo sonido cientos de veces, pero si antes habían sido ruidos agradables ―Jack subía para reunirse con ella en la cama―, ahora le parecían tétricos, pues Jack se había vuelto amenazador. Cric, crac… como las ratas en la capilla.
Lo escuchó llegar al arranque de la escalera y caminar lentamente por el pasillo hasta la puerta del dormitorio de ella, donde se detuvo. No delante de su puerta, al otro lado del pasillo, sino delante de la de ella. Durante un instante, Helen abrigó la esperanza de que golpeara, preguntara si podía entrar y hablara con ella; quizá lo explicara todo, tal vez hicieran la paces. Quizá se equivocaba con respecto a él, y todo estaba en su imaginación: Raymond, el Niño Estelar, Ben…
¡Ben! Oh, no había imaginado a Ben…, ni que lo había matado. Su esperanza se hizo añicos, y la aprensión la dominó. ¿Por qué se quedaba allí afuera?
Miró la puerta, la cerradura. Era una resistente puerta de madera con pasador de bronce. Sin embargo él podría entrar igual. Pero no iba a hacerlo, no iba a hacerlo. No podía estar tan loco, dado que los agentes habían estado allí pocas horas antes…
Pero… ¿por qué continuaba allí?
—¿Jack? —preguntó suavemente.
Silencio.
—Jack, ¿eres tú?
Qué estupidez, ¿quién más podía ser?
Silencio.
Repentinamente, se enfureció. Su resentimiento y su angustia estallaron. Apartó la sábana, saltó de la cama y quitó el pasador.
—¡Maldita sea, Jack, ya he tenido bastante! —exclamó, al tiempo que abría la puerta.
Su voz rebotó en la habitación. Una ráfaga de viento atravesó la puerta abierta, más allá de la cosa monstruosa que permanecía fuera. Ella retrocedió y se tambaleó literalmente. ¿Se trataba de un hombre alto?
Supuso que era un hombre… o que lo había sido. Su rostro era verde, la piel estaba cubierta de llagas, la boca abierta en un grito mudo, los dientes eran colmillos amarillentos, y sus ojos eran los de un maníaco. Sólo vestía un harapo alrededor de la cintura, y su cuerpo era como el cadáver putrefacto del sueño del cementerio. Pero no se trataba de un sueño: era real y permanecía al otro lado de la puerta, mirándola con aquellos ojos espectrales, aquellos ojos que seguramente habían visto las peores blasfemias del universo. Mientras le devolvía la mirada, la cosa se abalanzó a través de la puerta, elevó sus largos brazos y estiró sus dedos enormes para tocarla.
Ella corrió hacia un rincón del cuarto mientras la cosa se aproximaba, como un grotesco y gigantesco muñeco a cuerda. Con la espalda apoyada contra el rincón, lo vio acercarse y alargar la mano hacia su cuello. Cuando sintió su contacto, su vista se tornó confusa y perdió el conocimiento.
* * *
El hombre era de aspecto agradable, ligeramente fornido —ella le calculó poco más de treinta años— y llevaba más de una hora en la barra bebiendo cerveza. Vestía bermudas a cuadros, calcetines blancos de gimnasia y zapatillas. El lugar era una posada de la ruta 6, cercana a la frontera estatal. Un cartel luminoso de la cerveza Schaefer iluminaba la ventana. Por encima de la puerta, el acondicionador de aire Fedders rugía monótonamente y competía con la banda sonora de una reposición de «Yo quiero a Lucy», de 1957, que pasaban por el televisor instalado sobre la barra. En un rincón, dos hombres medio borrachos luchaban incesantemente con una máquina del millón. Sam, el propietario de la posada, estaba apoyado en un extremo de la barra y conversaba con una mujer gorda y de cabello muy rizado, que bebía bourbon con hielo.
La joven pareja del reservado había llegado aproximadamente a las diez menos veinte y pidió gin-tonics. Especificaron que la tónica fuera Schweppes.
Finalmente, la mujer se levantó del reservado y se acercó a Bermudas.
—Hola —le saludó.
Él la miró. Ella era atractiva, con facciones definidas e inteligentes, pelo negro corto y una buena figura, aunque quizá demasiado delgada. Vestía pantalones a lo Lily Pulitzer ―Bermudas lo ignoraba― y una blusa de seda blanca. Una dama elegante, pensó mientras la miraba.
—Hola —respondió.
—Mi marido y yo pensamos que quizá te gustaría reunirte con nosotros.
Frescachona, ella. Miró en dirección al reservado, donde el hombre de barba asintió afablemente. ¿Qué demonios es esto…?
—Bueno, puede ser —respondió—. Sí, ¿por qué no?
Ella regresó al reservado. Él cogió su cerveza y la siguió. El Barbas se puso en pie y extendió la mano.
—Me llamo Jeremy —se presentó.
—Hola, yo soy Doug.
—Encantado de conocerte, Doug.
—Yo soy Marcia —agregó la mujer. Se deslizó en la silla y, con un leve movimiento de la mano, indicó a Doug que debía sentarse a su lado. El hombre obedeció—. ¿Podemos invitarte a un trago? —preguntó Marcia.
Doug miró su vaso, del que ya había bebido la mitad.
—¿Por qué no?
Vació el vaso mientras Jeremy hacía una señal a Sam para que les sirviera otra ronda.
—Vimos que estabas solo y pensamos que quizá te gustaría tener compañía —agregó Marcia—. Nosotros también estamos solos.
Doug miró a la mujer y luego a su marido, sonriente y barbado, sentado frente a ella. Se preguntó a qué jugaban.
—Ajá —fue toda su respuesta, dispuesto a seguir lentamente el juego.
—¿Vives por aquí? —preguntó Jeremy.
—En Wingdale, en el estado de York.
—Claro. ¿Trabajas en el hospital?
—No. Soy propietario de unos camiones; me dedico al transporte a larga distancia.
—Fascinante —comentó Marcia—. Tu esposa debe de extrañarte durante esos largos viajes.
—Así era. Supongo que por eso se largó con el cartero.
—No bromees…
—No, no bromeo. En este momento viven juntos en Tallahassee. Precisamente la semana pasada me envió una postal. ¡Los hay con cara de piedra!
Sam sirvió las bebidas ―que Jeremy pagó―, y Doug ofreció a sus nuevos amigos un Newport, que rechazaron. Encendió un cigarrillo.
—Bien. Y tú, ¿qué haces? —preguntó, mientras exhalaba el humo.
—Enseño literatura inglesa en Shandy —respondió Jeremy.
—¡No jodas!
—Bueno, no deja de ser bastante jodido.
—¡Un profesor de literatura inglesa! ¡Vamos, hombre! —bajó la voz—. Oye, ¿es verdad que Shakespeare era marica? Una vez, alguien me dijo que lo era.
Jeremy contuvo una carcajada.
—Supongo que quizá lo hacía en ambos sentidos.
—No me vengas con historias.
Marcia intervino:
—En cierta ocasión, alguien me dijo que muchos camioneros son homosexuales.
Doug la miró.
—¿Cómo?
Entonces ella sonrió y él se echó a reír.
—Sí, es bastante bueno. ¡Camioneros mariposas! —alzó su vaso—. Bueno, por nosotros.
—Exacto… Por nosotros.
Todos bebieron, y Doug agregó:
—Escuchad, me alegro de que me hayáis invitado. A decir verdad, estaba algo deprimido.
—¿Por qué?
—Pues mira…, por la vida. Mi esposa se ha largado con el puñetero tipo del servicio de correos. ¿No es demasiado? Fui muy estúpido, pero debí sospecharlo. El chico llevaba el pelo largo hasta el ombligo.
—¿Un hippie?
—Eso es. Tenía un empleo temporal. Probablemente vivía en un campo con un cerdo, o algo así. Bueno, ahora ha conseguido a Madge. Bueno, viene a ser lo mismo —concluyó, mientras bebía un trago de cerveza.
—¿Pedirás el divorcio?
—Seguro. Por abandono.
—¿Tenéis hijos?
—Por suerte, no. ¿Y vosotros?
—He tenido dos abortos —respondió Marcia.
—Oh, lo siento. ¿Volveréis a intentarlo?
—No. Decidimos que, al fin y al cabo, no queremos niños. Cuestan demasiado dinero. Además… —Doug notó que sus fríos dedos le frotaban ligeramente la rodilla izquierda— te cortan las alas. —Él la miró, y Marcia prosiguió afectuosamente—: Creo que este lugar deprime. ¿Por qué no vienes a casa a tomar una copa? Quizá te alegres…
Se hizo un prolongado silencio. Doug lo rompió para preguntar:
—Vosotros dos, ¿qué sois? ¿Una especie de cama redonda ambulante?
Jeremy se inclinó hacia adelante.
—Verás, Doug, sufro una enfermedad cardíaca que me impide… Bueno, ya sabes. Y como amo a mi esposa y quiero que sea feliz, hemos llegado a esta especie de acuerdo por el cual salimos a buscarle… compañía.
Doug digirió lentamente esta explicación.
—¡No me vengas con cuentos!
—Esta noche te has ganado la lotería —declaró Marcia sonriendo—. ¿Estás interesado?
Se produjo otro largo silencio mientras él la observaba.
—¿Por qué no? ¡Qué coño!
—Shakespeare no lo hubiera dicho con más elegancia —comentó Marcia.
* * *
Media hora después, dos coches se detuvieron frente a la encantadora casa de los Bernstein, lindante con el campus de la escuela.
—Bonito lugar —comentó Doug mientras se dirigían hacia la puerta—. Me gustan las casas viejas. Detesto esas mierdas modernas.
—Yo también —intervino Jeremy, al tiempo que abría la puerta—. La mayoría son tan convencionales…
—¿Eh?
—Aburridas. Claro que puedes conseguir algunos diseños buenos, pero ahora que los precios de la construcción están por las nubes, nadie puede pagarlas salvo los millonarios.
—Comprendo lo que quieres decir. Me gustaría construir una casa, pero, ¡hay que ver lo que cuesta! Tengo una caravan. Es bonita, pero no deja de ser una caravan.
—Esta casa pertenece a la escuela. Nos la alquilan barata.
—Ah, eso es un buen trato.
Pasando por la pequeña entrada, Jeremy encendió una lámpara. Luego llegaron a la sala, cómodamente amueblada, con su enorme alfombra oriental. Doug miró a su alrededor, con gesto aprobador.
—Habéis hecho un buen trabajo de decoración. Creo que eso es importante. El gusto de mi esposa era pura mierda, como todo lo demás que tenía que ver con ella. Pero… esto me gusta. Es realmente bonito. Esa alfombra es hermosa.
—Gracias.
Marcia se sentó en el enorme sofá, blanco y muy mullido. Se produjo un incómodo silencio. Doug sonrió tímidamente.
—Bueno, ¿qué hacemos?
—Primero relajémonos con un trago —aconsejó Jeremy—. ¿Sigues con la cerveza?
—Bueno… ¿tienes Seagram's Seven?
—Me temo que no.
—De acuerdo; entonces, beberé cerveza.
—Sólo tengo Tuborg.
—Es perfecta.
Jeremy marchó a la cocina y dejó solos a Marcia y a Doug. Ella lo observaba. Él enrojeció ligeramente y volvió a mirar a su alrededor.
—Esto debe de gustarte —dijo—. Quiero decir, Shandy es una ciudad pequeña y bonita…
—La detesto —aseguró Marcia.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Me gusta Nueva York. Aquí sólo hay vacas.
Él sonrió.
—¿Sabes? Eres una dama realmente extraña. —Bajó la voz—. ¿Tu marido y tú hacéis esto a menudo?
—Eres el primero.
Parpadeó sorprendido.
—¿El primero?
—¿Tiene alguna importancia?
—Bueno, no sé. Es… Pues sí. Tiene alguna importancia. ¿Para ti no es así?
—Depende de cómo salga.
—¿No estás… nerviosa?
—¿Debería estarlo?
—No sé qué te pasa a ti, pero yo estoy cagando pelotas de tenis.
Ella lo miró y sonrió extrañada.
—Dios mío, jamás había oído esa expresión…
Él rió, aliviado al obtener una reacción de la Reina del Hielo. Jeremy regresó con la bandeja de las bebidas y sonrió ante la hilaridad general.
—¿Alguien ha contado un chiste? —preguntó.
—Él dijo… —señaló a Doug, mientras se atragantaba de risa— …que ¡estaba cagando pelotas de tenis! ¿No es maravilloso?
—Acabo de inventarlo —aseguró Doug, orgullosamente.
—Es muy original.
—Eh, profesor, ¿crees que debería ser escritor?
—Es posible —Jeremy sonrió y le entregó el vaso de cerveza.
—Sí, el viejo Doug, el autor…
—Se gana más dinero conduciendo camiones, te lo aseguro.
Jeremy entregó la tónica a su esposa.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Doug, mientras se sentaba en el sofá de enfrente—. Cerca de Wingdale vive un escritor que posee una enorme granja. Dicen que tiene una puñetera fortuna. Vende sus libros a Hollywood y a las ediciones de bolsillo…
—Es probable que se trate de un mercenario —agregó Jeremy, remilgadamente—. Esos no son escritores.
—¡Ah! —Doug parecía confundido. Luego agregó—: Eh, ¿tenéis discos?
—Bueno… —Jeremy parecía indeciso—. ¿Te gusta Bach?
—No, quise decir… Ya sabes… Pensé que Marcia y yo podríamos bailar. Ya sabes, para animar el ambiente.
—Ah.
—Querido, pon el disco de Cole Porter —pidió Marcia—. Es bonito y suave. Como Doug.
—Sí, el viejo Doug es un verdadero Fred Astaire.
—Apuesto a que eres un magnífico bailarín —agregó Marcia.
—Se me da muy bien el magreo.
Marcia revolvió los ojos mientras se ponía de pie.
—No con Cole Porter. Hagamos un mejilla a mejilla. Bonito, anticuado y sexy.
Se acercó a él y le ofreció la mano mientras su marido revisaba los álbumes de discos. Doug se puso de pie, indeciso. Marcia sonrió.
—Bueno… —titubeó—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto?
—Ahá ―sonrió ella.
—Has de saber que si aprietas el botón de arranque, no me detengo fácilmente.
—Muy bien.
Doug miró a Jeremy.
—¿Seguro que no te molesta?
—Claro que no. Sé feliz por nosotros dos.
—¡Jesús! —meneó la cabeza, mientras de los altavoces surgía Noche y día—. Vosotros dos sois algo especial.
La cogió entre sus brazos y comenzaron a bailar en medio de la sala. Durante unos instantes, Jeremy los observó desde el lugar donde estaba el tocadiscos. Después apagó una lámpara.
—Es una buena idea —dijo Marcia—. Apaga otra.
—Aquí estamos, en Roseland —murmuró Jeremy, mientras recorría la sala y apagaba otras lámparas.
—No las apagues todas —pidió Doug.
—¿Por qué no? Es la hora mágica.
—Sois unos exagerados.
Se apagó la última lámpara y sólo llegaba ahora a la sala la luz de la entrada. Jeremy permanecía en un rincón, una sombra oscura entre las sombras, con los ojos fijos en las dos figuras que danzaban lentamente junto al sofá.
—¿Te pone cachondo? —susurró Marcia al oído de Doug.
—Oh, sí.
—Me pareces irresistible.
—No bromees…
—¿Me consideras irresistible?
—Bueno, no tengo ganas de resistir.
—Hacer el amor me enloquece. ¿Y a ti?
—Sí, me gusta. Ahí la tienes, siempre a punto.
—Dime algo.
—¿Por ejemplo?
—Pues que te gustaría rasgarme la ropa.
—Me gustaría rasgarte la ropa.
—Y poseerme aquí, en la alfombra.
—Bueno, ¿no podemos usar el sofá?
—La alfombra es más salvaje.
—Podríamos mancharla…
—¡Oh, vamos!
Marcia se apartó y comenzó a desabotonarse la blusa.
—¿Tu marido va a mirar?
—¿Por qué no? Estamos casados.
—Oye, yo no os entiendo. Lo normal sería que estuviera celoso… —alzó la voz—: Eh, Jeremy, ¿realmente quieres que me tire a tu esposa aquí, en medio de la sala?
—Doug, nos harías un favor a los dos —llegó la suave respuesta desde el rincón oscuro.
—Bueno…, ¡al cuerno, pues! No quiero parecer poco amistoso, ni nada por el estilo.
Comenzó a quitarse la camisa por la cabeza mientras a Noche y día le seguía Te llevo bajo mi piel. Luego arrojó la camisa sobre el sofá y comenzó a desabrocharse el pantalón. Repentinamente, se detuvo.
—No puedo hacerlo —dijo.
—¿Qué quieres decir? —Marcia estaba en bragas y sujetador y parecía poco dispuesta a soportar obstáculos.
—Bueno, que no puedo, eso es todo. No, si tu marido está allí mirando. Simplemente, no es natural.
La mujer se acercó a él y apoyó las manos en su pecho velludo.
—Querido, ¿no te das cuenta? Es la mitad de la diversión.
—No creo en el sexo retorcido. En cuanto comienzas a experimentar, acabas follando por las orejas o algo así.
Ella se rió, mientras apretaba su cuerpo contra el de él.
—¡Es divertido! Bueno, vamos, no seas aguafiestas. Déjame abrirte la bragueta. —Le desabrochó la bragueta y le bajó las bermudas—. Bueno, ¡qué sorpresa!
Mientras los pantalones cortos caían a sus pies, el «botón de arranque» quedó claramente activado.
—Bueno, no sé… Jeremy, ¿no podrías ir al dormitorio a ver la televisión? Es que me molesta que estés aquí. En realidad, me pone bastante nervioso.
Reinó el silencio. Luego Jeremy dijo:
—Iré a la cocina.
Esperaron a que atravesara la sala y desapareciera en la cocina.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Marcia, y apoyó sus labios en los de él.
—Sí.
Doug le desabrochó el sostén y lo dejó caer al suelo, mientras ella le bajaba los calzoncillos.
—Bailemos desnudos —susurró la mujer.
—De acuerdo.
Ella se quitó las bragas y comenzaron a bailar a oscuras.
—Oh, por favor—gimió él.
—¿Qué ocurre?
—Podría soltar mi carga en la alfombra…
—¿Quieres dejar de preocuparte por la maldita alfombra?
—Parece cara…
―¿Y qué?
Se mecieron lentamente al ritmo de Me concentro en ti, mientras se acariciaban mutuamente la espalda y las nalgas. Poco después él susurró:
—No aguantaré mucho más.
—Yo tampoco.
—Hagámoslo antes de que abra un agujero en la pared…
Ella lo cogió de la mano y lo condujo hasta el sofá, en el que se acostó. Él se deslizó encima de ella.
—¿Estás contento de que te escogiéramos? —susurró Marcia.
—Sí.
—Me gustas, Doug, me gustas mucho.
—Sí.
—¿Yo te agrado?
—¿Quieres callarte? Estoy a punto de…
—¡No, todavía no!
—Oh, me voy…
La respiración agitada se volvió aún más agitada. Gemidos. Luego un gruñido desenfrenado de Doug mientras eyaculaba. El jadeo disminuyó y permanecieron inmóviles.
La puerta de la cocina se abrió, y un haz de luz atravesó la sala.
—¿Todo hecho? —preguntó Jeremy.
—Sí, ya puedes entrar. Gracias por haber salido. Eso me ha ayudado.
Oyó que el marido se acercaba al sofá.
—¿Sois felices? —preguntó.
Doug comenzó a sentarse.
—Como una puñetera alondra…
Se detuvo al ver la sombra de Jeremy proyectada en la pared, delante de él. El brazo de la sombra estaba levantado, y su mano sostenía algo largo y puntiagudo.
Doug comenzó a gritar cuando vio bajar la larga punta. Después sintió que el acero atravesaba su espalda, y notó un dolor terrible cuando penetró en su pulmón derecho.
—Oh, Jesús… —murmuró, y se retorció ligeramente.
El cuchillo volvió a hundirse. Y una vez más.
El tercer golpe lo mató. Marcia sintió que el peso muerto caía sobre ella. Cerró los ojos y notó la sangre caliente entre sus dedos mientras le frotaba la espalda con las manos.
Susurró a Jeremy:
—¿Qué has sentido?
Por un instante, él no replicó. Luego dijo con suavidad:
—Exactamente lo que nos dijeron.
* * *
Las dos personas estaban sentadas en el suelo de almohadones blancos del cuartito y parecían aburridas. Una de ellas ―el hombre alto con ojos porcinos que Helen recordaba del sueño de la celda―, bostezaba. La otra, la atractiva presa con la que Helen había intentado comunicarse en el mismo sueño, tenía la mirada fija en los dedos de sus pies. Entre ambos había una botella de vino y dos copas.
Helen, nuevamente un fantasma, se encontraba en el rincón del cubículo de metal y observaba. Una vez más, percibió el débil olor a flores de manzano.
Finalmente, el hombre habló:
—¿Sabes a dónde iré esta tarde?
La mujer no abrió la boca. El hombre alzó su copa de vino.
—Si lo supieras…, si algo pudiera penetrar hasta tu cerebro muerto, entonces podrías reaccionar. Incluso podrías tratarme como al gran héroe por el que se me tiene. De cualquier manera, me marcho a un mundo nuevo… o viejo. A un mundo en el que las personas aún pueden sentir dolor y placer, en el que todavía tienen emociones. ¡Oh, si supieras lo tonta que eres…! —agitó la cabeza mientras bebía vino—. Bueno, tú no tienes la culpa, pero… ¡vaya despedida más afectuosa!
Alguien llamó a la puerta de metal.
―¿Sí?
El guardián de túnica blanca, al que Helen recordaba del sueño anterior, abrió la puerta.
—Discúlpeme, capitán —dijo el guardián—, pero la vicepresidente acaba de llegar.
—De acuerdo.
El guardián observó a la mujer con curiosidad.
—Acaso… Señor, ¿no la encontró satisfactoria? He notado que no pidió ningún elemento del equipo.
—¿Qué sentido tiene? A decir verdad, ¿qué sentido tiene un amor-muerte si no pueden amar, ni temen a la muerte? Daría lo mismo que dejaran a esta gente en Attica.
—Sí, señor, comprendo lo que quiere decir. Últimamente hemos recibido muchas quejas.
—Todo el programa se ha convertido en una farsa. El «privilegio» del amor-muerte… ¿Dónde está el privilegio, si no hay diversión? Hasta el vino es pésimo.
—Es la última cosecha de California, señor, antes de que se suprimieran los viñedos. Capitán, ¿puedo hacer algo? Quiero decir que… ésta es una ocasión especial para usted, y el Consejo tenía particular interés en que se sintiera satisfecho…
El hombre se puso de pie.
—¿Puede conseguirme a alguien que reaccione?
—Señor, ya sabe que eso transgrede la ley…
—Pues entonces, nada puede hacer por mí —manifestó con un tono de irritación.
Echó a andar hacia la puerta y el guardián miró a la mujer, que seguía sentada con la vista fija en los dedos de sus pies, y preguntó:
—Capitán, ¿no quiere liquidarla?
El hombre miró hacia atrás.
—En lo que a mí se refiere, ya está muerta —respondió.
Después abandonó la estancia.
* * *
—En la historia de la humanidad, han existido muchos momentos grandiosos —dijo la guapa mujer canosa que se encontraba en el podio, rodeada de palmeras en macetas—, pero creo que todos coincidiremos en que éste es quizá el más importante de la historia de nuestra raza: el momento que decidirá nuestra supervivencia en este planeta. Se trata, literalmente, de nuestra última oportunidad.
Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo, y Helen aprovechó para asimilar su nuevo entorno. Estaba de pie en la parte posterior de una amplia sala, que en el centro tenía una cúpula de plástico. Provisionalmente, habían convertido la estancia en auditorio mediante la colocación de unas cincuenta sillas plegables, ocupadas por un público de hombres y mujeres de túnicas naranja que escuchaban a la oradora situada en el estrado. Tras ella se encontraban sentados seis hombres, y en uno de ellos Helen reconoció al de ojos porcinos de la escena anterior. Detrás del estrado, un cortinaje que iba de suelo a techo ocupaba la parte trasera de la sala. La mujer vestía una túnica púrpura; delante de su atril habían colocado el sello circular de la vicepresidencia de los Estados Unidos.
—Creo que ninguno de nosotros podrá negar —prosiguió la vicepresidente, con su bien educada voz de oradora— que, durante las últimas generaciones, nuestra civilización ha progresado notablemente en muchas direcciones. La ciencia médica ha encontrado la inmunización contra las enfermedades que mataban a nuestros abuelos, tales como el cáncer y la aterosclerosis. La psicoterapia avanzada nos ha librado de los frustrantes tabúes del pasado: ahora, nosotros, los miembros de la clase gobernante, somos libres de satisfacer nuestros deseos sexuales del modo que elijamos, sin la amenaza de la condena social, o el procesamiento judicial.
»Pero tal vez lo más importante sea que hemos llegado a un nivel de estabilidad sociológica que nos libera de la constante lucha de clases que atormentó las últimas décadas del siglo anterior, y las primeras del presente. Gracias al desarrollo de la proyección del pensamiento, ahora podemos controlar a las clases bajas y menos estables mediante pesadillas psicosexuales; el terror, que años atrás causaba placer a nuestros antepasados en los cines y en la televisión, se ha convertido ahora en instrumento de la política gubernamental. Las huelgas, las rebeliones y las revoluciones están tan dichosamente extinguidas como el tigre y el león. Hemos logrado la paz entre las clases. Por lo tanto, en muchos sentidos vivimos en una utopía.
»Pero, a pesar de que hemos corregido muchos de los males del pasado, éste, como todos sabemos perfectamente, aún extiende una mano muerta que pone en peligro la existencia de nuestro planeta. No necesito explicaros de qué hablo; todos lo hemos visto empeorar a lo largo de nuestras vidas, hasta que se ha tornado intolerable. Se trata de la contaminación.
Hizo una pausa con sereno dramatismo y miró hacia la cúpula de plástico que se alzaba por encima de su cabeza, y lo mismo hizo la mayoría de las personas que ocupaban la sala. En ese momento, Helen reparó en lo que había al otro lado de la cúpula. Para hablar con más exactitud, vio que el cielo por encima del techado, que al principio supuso era la noche, no era un cielo nocturno sino más bien un firmamento diurno en el que el sol estaba cruzado por nubes turbias de color marrón petróleo, tan densas que apenas dejaban pasar la luz. Le recordó un cielo de Los Ángeles que vio una vez, cuando el reactor en que viajaba atravesó el smog color púrpura.
—Todos conocemos la historia —prosiguió la vicepresidente—; de qué manera, a pesar de las advertencias de los ecologistas, las gentes siguieron quemando, obtusa e insensiblemente, los combustibles fósiles cada vez más escasos durante los años ochenta y los noventa del siglo pasado, mientras la contaminación del aire y los océanos aumentaba en progresión geométrica. De qué manera, a pesar de que en 1998 se llegó al perfeccionamiento de la fusión termonuclear controlada, el mundo siguió quemando petróleo y carbón mientras los cielos se tornaban cada vez más oscuros. Es verdad que las últimas reservas de petróleo se consumieron apenas comenzado el siglo, pero ya era demasiado tarde.
»El último fragmento de cielo azul se observó en Hawai en 2008; la atmósfera quedó permanentemente contaminada. Peor aún, la vida marina de los océanos del mundo fue liquidada por vertidos masivos de basura, fugas de petróleo en las refinerías de todo el mundo, colisiones catastróficas de los superpetroleros gigantescos de la época…; accidentes que arrojaron miles de millones de litros de petróleo en los mares ya degradados. Se destruyó el fitoplancton… como sabéis, las plantas marinas que reciclaban las tres cuartas partes del oxígeno de todo el mundo…, y de ese modo se redujo drásticamente la provisión de oxígeno de la atmósfera y se desencadenó una crisis. Nuestros antepasados, que habían asesinado al planeta, se vieron obligados a retirarse a células ambientales artificialmente generadas. Había llegado el Oscurantismo.
Hizo una pausa, observó al público y continuó:
—Entonces se inició el esfuerzo mundial para limpiar la atmósfera, intento que, por desgracia, no tuvo éxito. En el ínterin, nuestra provisión mundial de oxígeno artificial siguió agotándose cuando nos vimos obligados a liquidar una unidad agrícola tras otra. Fue entonces, hace veinte años, en 2034, cuando un contingente especial de científicos reunidos por el presidente Bennington emprendió la tarea de realizar la última y grandiosa esperanza: la conquista del viaje en el tiempo.
»En ese momento, ya estaba claro que la única esperanza para el presente y el futuro se encontraba en el pasado; que nuestra única posibilidad de librar nuestros cielos de la contaminación consistía, en un sentido literal, en volver a escribir la historia, en regresar al pasado y comunicar a nuestros antepasados el secreto de la energía limpia… antes de que fuese demasiado tarde en el plano ecológico. —Volvió a hacer una pausa, para agregar con voz serena—: Tal vez se trate de una apuesta desatinada, pero todos debemos rezar para que dé resultado.
La mujer accionó un botón situado en el podio y las cortinas que había detrás del estrado se abrieron en silencio. Ante los ojos de Helen aparecieron dos brillantes y lisos cilindros de acero inoxidable, colocados uno al lado del otro en el extremo opuesto de la sala. Cada cilindro medía alrededor de nueve metros de altura, y parecía tener un diámetro de unos cuatro metros y medio. No poseían ventanas; aproximadamente a sesenta centímetros del suelo, ambos tenían una puerta casi invisible, provista de un tirador hundido. No llevaban marcas pintadas; sin embargo, en la pared, detrás de ellos, colgaba una enorme bandera norteamericana.
Las personas allí reunidas emitieron un suave murmullo mientras doblaban el cuello para observar los objetos. La vicepresidente habló a pesar del rumor:
—Aquí tenéis el resultado de veinte años de trabajo de investigación, y de un gasto de más de treinta mil millones de dólares americanos: los Cilindros de Tiempo Alfa y Beta. Esta misma tarde enviaremos estos dos cilindros ocho décadas hacia el pasado, en un viaje que tardará dieciséis días. Luego de esos dieciséis días, Alfa y Beta aparecerán, el uno al lado del otro, en la cima de la misma montaña en la que se alza este Laboratorio de Investigación del Tiempo…, salvo que será el año 1974.
»Lo que ahora llamamos Time Mountain entonces se conocía con el nombre de Rock Mountain, una colina de una pequeña aldea de Nueva Inglaterra llamada Shandy, que fue abandonada hace medio siglo a causa de la contaminación. Nuestros dos temponautas, los capitanes Trubee y De Voe, llevarán cassettes que contienen los datos tecnológicos necesarios para que los científicos del siglo XX comprendan la construcción y funcionamiento de los hornos de fusión termonuclear… veinticuatro años antes de que se descubriera realmente la tecnología de la perpetua energía limpia. Si nuestros temponautas tienen éxito, ¡dentro de quince días nuestros cielos se volverán azules!
El público estalló en aplausos. Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de la vicepresidente, que hasta entonces se había mostrado serio. Levantó las manos para pedir silencio.
—Desde luego, será una misión muy peligrosa —continuó, mientras el bullicio se apagaba—, una travesía tan peligrosa y difícil como la de Colón en el siglo XV o el primer alunizaje en 1969. Por eso decidimos enviar dos cilindros; no podíamos permitirnos el lujo de apostar nuestra supervivencia a uno solo. Pero hablando en nombre del presidente Bennington, que, como sabéis no ha podido asistir a esta ceremonia debido a… —titubeó— la enfermedad, puedo aseguraros que vuestro gobierno tiene la mayor fe en la capacidad y el valor del capitán Henry de Voe, de la armada de Estados Unidos —se volvió y señaló a un hombre delgado de unos treinta años, situado detrás de ella, que se levantó de la silla y agradeció los aplausos—, y del capitán Raymond Trubee…
Para desconcierto de Helen, el hombre de los ojos porcinos se puso en pie y sonrió. ¿Raymond? Aquel hombre alto y flaco de ojillos crueles… ¿era posible que él fuese el dios Raymond? ¿Raymond, el supuesto hijo del Fuego Estelar, el Creador, que había proclamado ante ella y los demás que vendría a la Tierra para cambiar el mundo?
Bueno, al fin y al cabo tal vez lo fuera, pensó. Pero no en el sentido en que la habían inducido a creer.
El público se había puesto en pie para aplaudir a los dos hombres, que se unieron a la vicepresidente en el podio y se colocaron a ambos lados. Ella cogió la mano de cada uno y levantó sus brazos por encima de su cabeza en una señal de victoria política que Helen no desconocía. Mientras los aplausos se apagaban, la vicepresidente bajó los brazos y volvió a hablar a través del micrófono.
—Caballeros, se han entrenado más de un año para esta misión. Sé que están deseosos de comenzarla, de modo que no ocuparé más tiempo con discursos. El tiempo, ciertamente, es el desafío: para ustedes, que están a punto de viajar a través de él por primera vez en la historia, y para nosotros, para quienes está a punto de acabar. Creo que no necesito repetir que nuestras plegarias les acompañan.
Durante un momento reinó el silencio, y después el himno de los Estados Unidos resonó en ocultos altavoces. El público se unió a la vicepresidente para cantar a coro, después de lo cual la canosa política posó un beso maternal en las mejillas de cada uno de los dos hombres. La sala volvió a enmudecer cuando los temponautas caminaron hasta la parte posterior del estrado y se acercaron a los dos cilindros de acero.
Helen descubrió que la estrafalaria escena la conmovía extrañamente. Si lo que presenciaba era algo que realmente ocurriría ochenta años en el futuro, en un mundo que se había vuelto casi inhabitable a causa de la acumulación de suciedad, ciertamente podía comprender los pensamientos de las personas que observaba en su visión onírica. No ver jamás el sol o el cielo, vivir toda la vida recluida en ambientes artificiales…
Los dos hombres abrieron las puertas de los cilindros y subieron a bordo. Ahora estaban frente al público y saludaban. No hubo respuesta, ni gritos de despedida; sólo silencio. Luego desaparecieron en el interior de los cilindros y cerraron las puertas.
Durante cerca de un minuto no ocurrió nada. Después, el cilindro Beta —el de la derecha, en el que se encontraba el capitán de Voe— se tornó transparente y desapareció. La multitud dirigió su mirada al cilindro Alfa, pues aguardaba a que se produjera el mismo proceso sorprendente.
Pero no fue así. En lugar de ello, la puerta se abrió y volvió a aparecer el capitán Raymond Trubee, pálido de ira.
—¡Señora vicepresidente! —dijo, con una voz que retumbó por la amplia sala y rebotó en la cúpula de plástico encima de la cual se arremolinaban incesantemente las nubes de color marrón petróleo—. Algo ha funcionado mal.

2
—¿Desde cuándo duermes en el suelo?
La voz era conocida. Sólo la oyó débilmente, como a través de la bruma. Abrió los ojos y vio a Jack delante de ella. Sostenía la bandeja de plata que una tía de Helen les había regalado cuando se casaron, y sobre la bandeja había una botella de vino blanco, ya descorchada, y dos copas. Ella se frotó los ojos y miró a su alrededor. Estaba echada en el suelo, en el rincón de su dormitorio en el que —¿cuánto tiempo hacía? ¿Minutos? ¿Horas?— se desmayó cuando aquel ser de pesadilla la tocó. Pero el fantasma… ¿alucinación?… había desaparecido, y en su lugar estaba su esposo, que sostenía la bandeja con el vino.
Se puso despacio en pie. Se notaba algo mareada y en su nuca latía un dolor de cabeza persistente, aunque no intenso.
—¿Dónde alquilaste el disfraz? —preguntó.
—¿Qué disfraz?
—El de zombie.
Jack parecía desconcertado.
—¿De qué diablos hablas?
Ella suspiró y se dio por vencida.
—No sé. —Se acercó a la cama y se sentó en el borde—. Tal vez no eras tú; en realidad, ya no me importa. —Miró el vino—. ¿Estamos de fiesta?
—Pensé que podíamos estarlo. ¿No es hora de declarar una tregua?
Helen sonrió.
—¿Por qué no? Supongo que si no hay amor, tampoco hay satisfacción en un amor-muerte, ¿no es cierto? ¿Otro de los dichos de su señoría Raymond?
—¿De qué hablas?
—Me gustaría que dejaras de repetir esa frase. Lo sabes. Pero no importa; sírveme vino. Dios sabe que lo necesito.
Él dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, llenó las copas y le entregó una a Helen. Luego levantó la suya.
—Por nosotros —propuso.
—Sí, por Romeo y Julieta, los amantes ideales. O… más exactamente, por Tristán e Isolda.
Bebió la mitad de la copa. El vino era bueno; amortiguaba su dolor de cabeza. Jack se sentó a su lado en la cama.
—Así debe de ser la locura —afirmó Helen—. No saber qué es realidad y qué fantasía. Jack, ¿estoy loca?
—¿Tú crees que lo estás?
—No lo sé —respondió en tono cansado; terminó el vino y extendió la copa para que le sirviera más.
—Helen, estás bebiendo con demasiada rapidez.
—¿Y qué? Quiero emborracharme gloriosamente, y después tú, Raymond o quien sea puede representar la escena del cadáver y liquidarme. ¿No sería divertido?
Jack permaneció en silencio mientras le llenaba la copa. Ella bebió otro largo trago, se recostó en la cama y se apoyó en los codos. Él la observaba.
—Lo divertido es que, según creo, no sabes quién es él realmente. Yo sí lo sé —agregó.
—¿Quién?
—Raymond. En realidad crees que es un dios, ¿no?
Silencio.
—Pues bien, no lo es. Es del futuro, del espantoso y horrible futuro. La gran incógnita del próximo siglo…, pero yo la he visto. Créeme, el futuro no funciona. Si lo piensas a fondo, supongo que la pesadilla más grande es el futuro. —Bebió otro trago de vino y continuó—: No me crees, ¿verdad? Piensas que vuelvo a divagar. Pero Raymond no quiere que sepas la verdad. Tú no adorarías a un hombre del futuro, pero sí a un dios.
Creyó ver confusión en sus ojos; quizás había sembrado, como mínimo, algunas semillas de duda. Se irguió y le cogió la mano.
—Jack, ¿me creerás? ¿Confiarás en mí? El Niño Estelar me muestra la verdad acerca de lo que nos ocurre. Raymond no es un dios; es un orate de dentro de ochenta años, que retuerce tu mente para convertirla en una réplica de la suya.
Calló. Él no la escuchaba. Evidentemente, una puerta de acero se había cerrado sobre sus sentidos. Podía divisarla en sus ojos fríos.
Jack apartó su mano de la de ella y se levantó de la cama.
—Helen, estás trastornada —dijo serenamente.
—Por supuesto que estoy trastornada. Jack, tienes que escucharme, tienes que…
Él se dirigió a la puerta y miró hacia atrás.
—Querido, te amo —afirmó Helen—, y él nos destruirá a menos que aprendamos a combatirlo… de algún modo. Debe de haber algún modo, pues es humano. No es un dios…, es humano.
El rostro de Jack carecía de expresión. Abrió la puerta y salió en silencio del dormitorio. Durante unos momentos, Helen fijó la mirada en la puerta cerrada, después se recostó y miró el techo mientras unas lágrimas de frustración caían de sus ojos.
—Debe de haber algún modo —repitió, mientras el letargo se apoderaba de su mente y, una vez más, percibía el débil olor a flores de manzano.
Comenzó a quedarse dormida.
* * *
Se encontró delante de un ventanal que, en realidad, no lo era. Pensó que más bien se trataba de una especie de monitor extraño o, incluso, de un reloj. Medía más de un metro de anchura y unos noventa centímetros de altura, y daba a un negro vado sobre el cual se proyectaban seis rayos verticales de luz titilante. Los rayos eran de diversa anchura y color. El del extremo izquierdo, rojo ardiente y delgado como una cuerda, con un latido que ascendía a gran velocidad. El siguiente hacia la derecha era algo más grueso y lento, y de color naranja. Seguían uno amarillo, otro verde, otro azul claro y, por último, el situado al extremo derecho era blanco, de tres centímetros de anchura, y apenas parecía moverse.
—Es mi tempómetro —dijo una voz que ella reconoció.
Se apartó del ventanal y vio que se encontraba en una pequeña estancia metálica y curvada. Frente al extraño ventanal había una banqueta convexa en la que estaba sentado el Niño Estelar.
—¿Dónde has estado? —preguntó Helen suavemente.
—He tenido algunos problemas —repuso el Niño Estelar—, problemas que te contaré dentro de un momento. Pero quería que vieras el interior del cilindro del tiempo. Ese monitor es mi tempómetro: mide el tiempo que viajo hacia el pasado. Los seis rayos de luz representan segundos, minutos, horas, días, semanas… y el rayo grueso y blanco de la derecha, los años. Retrocedo cinco años por día.
Ella no observaba el tempómetro, sino a él.
—¿Quién de los dos eres? —inquirió con cautela.
Mientras hacía la pregunta, el Niño Estelar se desvaneció lentamente y en su lugar en la banqueta apareció el hombre flaco y algo calvo que había visto en el estrado durante el sueño anterior. Vestía su túnica naranja.
—Soy Henry de Voe —respondió—. Alias Niño Estelar.
Ella caminó por el suelo de acero, se detuvo delante de él y le miró a la cara. Era un rostro tan agradable como repugnante el de su amigo temponauta.
—¿Por qué simulaste ser algo que no eras? —preguntó—. ¿Por qué fingiste venir de Tau Ceti?
—Hay una explicación, pero es bastante complicada —contestó—. ¿Por qué no te sientas y te pones cómoda?
Tomó asiento en el almohadón blanco, a su lado.
—Entonces… ¿es verdad? —preguntó—. ¿El sueño de la jaula y la afectuosa despedida, bastante patética, con la vicepresidente?
—Es verdad. Me gustaría que fuera de otro modo, pero el hecho de que una mujer haya accedido finalmente a un cargo político máximo no se debe a los especiales avances de nuestra época. Ocurre que la vicepresidente es hija del presidente. Nosotros ya no celebramos elecciones…; las últimas fueron hace cuarenta años. El presidente Bennington era un general que se hizo con el poder y se autodenominó presidente vitalicio. Como has oído, ahora se está muriendo… al fin, debido a la enfermedad de la contaminación.
—¿De qué se trata, exactamente?
—Tuvimos que abandonar las ciudades. Nuestras comunas, nuestras células, están cubiertas por enormes cúpulas como la que viste, que aislan la contaminación. Pero, de vez en cuando, las cúpulas se quiebran o se produce una filtración. Si ello ocurre y penetra algo de contaminación, todo el que la respira muere. Tres días antes de que nos marcháramos, el presidente estaba dando un paseo por su jardín artificial. Se había detenido junto a la cúpula y miraba la contaminación cuando se rajó una junta. Probablemente ya esté muerto.
—¿La contaminación es tan mortal? —preguntó, asombrada.
—Mata en cuestión de días.
—Pero… ¿por qué me cuentas esto ahora?
—Porque cuando comprendí que Raymond invadía tu mente, cosa que temía intentara hacer, decidí comunicarte la verdad o, mejor dicho, mostrártela. Proyecté en tu mente una visión de nuestro mundo, el mundo de tu futuro. Deberías alegrarte de haber nacido en tu época y no en la mía, porque, pese a que indudablemente tu mundo está lejos de ser perfecto, resulta hermoso comparado con el mío.
—He oído algo de ello a tu vicepresidente, pero, ¿cómo se volvió todo tan horrible?
Él se encogió de hombros.
—La democracia ya no funcionó, motivo por el cual nos convertimos en lo que debió de parecerte una sociedad fascista. Ya conoces la existencia de la contaminación, pero también se desarrolló una contaminación interior… supongo que podrías llamarla moral, a su modo tan mortal como la suciedad del aire. En tu época, la moral ya ha comenzado a sufrir enormes cambios. La violencia se convirtió en un estilo de vida, los roles sexuales tradicionales se descomponen, las religiones establecidas pierden su fuerza y son remplazadas por sectas y por el ocultismo: gurúes, fakires, profetas apocalípticos… Si puedes proyectar las tendencias de tu época ochenta años en el futuro, te harás una idea de la moralidad de mi época.
Helen pensó en los amores-muertes y en la extraña pseudofilosofía de la violencia y el amor de la que supo por Raymond.
—¿Raymond es típico de la moral de tu época? —inquirió.
—Muy típico. Algunos de nosotros no estamos de acuerdo con los cuartos de acoplamiento y los amores-muertes, pero somos minoría y no lo condenamos abiertamente… porque nunca condenamos nada. Sin embargo, la mayoría de los gobernantes son como Raymond. Les agrada matar. El libro escrito por tu amigo el doctor Akroyd resultó desconcertantemente lúcido.
—¿Conoces ese libro? —preguntó sorprendida.
—¡Oh, sí! Y Raymond también. A decir verdad, la obra es lectura obligada en nuestras universidades y ha ejercido una profunda influencia en las generaciones de nuestros padres y abuelos.
—Pero… —titubeó, con la mente embotada por la descripción que él hacía de su mundo— ¿cualquiera puede matar a quien le dé la gana? Debe de existir un caos asesino…
—No. Sólo los gobernantes pueden practicar el amor-muerte, con delincuentes condenados como los que viste en la celda. Los gobernados no tienen el privilegio del amor-muerte, aunque a veces intentan practicarlo. Si los atrapan, se convierten en víctimas. Entre nosotros ya no existe el matrimonio; en su lugar, hay un sistema denominado copaternidad. El control de la natalidad es obligatorio, y nadie puede tener más de dos hijos. De todos modos, desde que la bisexualidad y la homosexualidad se difundieron, la mayoría de la población no está muy interesada en criar hijos. Lo importante es el placer del sexo…, lo que tú podrías llamar la «excitación». Desde luego, cada vez es más difícil mantener un alto grado de excitación. Se supone que el amor-muerte es lo fundamental.
Helen preguntó, tan discretamente como pudo:
—¿Tú lo has hecho?
Le pareció que él sonreía de mala gana y se ponía tenso.
—No; estoy pasado de moda. Tengo una compañera de copaternidad a la que amo, y tenemos un hijo de diez años llamado Jerry. Pero a menudo nos preguntamos si hicimos bien al tener a Jerry.
—¿Por qué?
—Porque se trata de un mundo perverso para criar a un niño.
Helen meditó unos instantes, y al cabo dijo:
—Según tu vicepresidente, desarrollaron la proyección del pensamiento con el fin de controlar a la población. ¿A ello te referías cuando me dijiste que contenía una faceta… inquietante?
—Sí. Las personas saben que si crean inquietud política o van en contra de la política gubernamental, sus sueños se convertirán en pesadillas cargadas de terror. Tenemos una junta de psiquiatras y escritores que programan los sueños y hacen funcionar los aparatos que generan los campos electromagnéticos. Cada célula de población cuenta con uno de esos aparatos, cuyo alcance eficaz es de varios kilómetros, siempre el suficiente para llegar hasta los límites de la célula. Se entrega a la junta una lista con los nombres de los agitadores potenciales, y aquélla transmite las pesadillas al sueño de esos agitadores, de tal modo que les resulta imposible escapar a las consecuencias. Muchos de los sueños se refieren a cosas como cadáveres que caminan, ataques de ratas o de insectos… Tal vez el método parezca pueril, pero, como tú misma has experimentado, puede resultar muy eficaz.
—¡Ya lo creo que puede! Pero… ¿es posible que la proyección del pensamiento funcione en la mente despierta? —pensaba en el ser parecido a un zombie que había entrado en su dormitorio, así como en las visiones de Ben que la habían asaltado.
—Sí, pero esa técnica sólo se utiliza en casos extremos. Puede enloquecer a la víctima.
—Entonces…, Raymond intenta enloquecerme.
―Es posible —reconoció su interlocutor—. No sé con certeza qué se propone, pero, sea lo que fuere, no quiere que yo interfiera.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me asesinó.
—¿Qué quieres decir?
—Después de iniciar el viaje en el tiempo, descubrí que alguien había quitado la mitad del oxígeno de los tanques. Me queda una provisión de menos de seis horas.
—¿Y crees que lo hizo Raymond?
—¿Quién más tuvo acceso al cilindro?
—¿No puedes hacer nada?
—Nada.
—¿No puedes regresar?
—No. El viaje en el tiempo está prefijado. En cuanto se inicia, no puedes cambiarlo. De modo que… —hizo una pausa, y entonces ella comprendió el motivo de su tensión— …cuando este cilindro de tiempo llegue a tu época, estaré muerto. Puesto que me queda poco de vida, déjame terminar lo que tengo que decirte. Preguntaste por qué simulé ser de otro mundo, y la respuesta implica comprender el peligro de retroceder en el tiempo.
»Verás, modificar el pasado, aunque sea ligeramente, puede alterar de manera enorme el futuro, y nadie puede prever cuál podría ser esa alteración. Nosotros queríamos cambiar una cosa del pasado. Deseábamos librarnos de la contaminación de nuestro mundo al revelaros el secreto de la energía de la fusión termonuclear controlada veinticuatro años antes de que la descubrierais. Llegamos a la conclusión de que si reingresábamos en el pasado en el momento de la primera crisis energética importante, cuando tu mundo fue por primera vez dramáticamente consciente del problema del agotamiento mundial de combustibles, tu gobierno respondería rápidamente a la posibilidad de resolver la crisis energética mediante una rápida conversión a la fusión termonuclear, que prácticamente no produce contaminación. En ese caso, los treinta años de contaminación que se desarrollaron desde tu época hasta el momento en que el mundo adoptó la energía de fusión, se habrían eliminado, y nuestra atmósfera se habría salvado.
»Eso era lo único que queríamos cambiar, que teníamos que cambiar. Pero el problema consistía en cómo lograrlo sin modificar todo lo demás. Si reingresábamos en el pasado y permitíamos que éste supiera que nosotros éramos del futuro, toda la historia de las ocho décadas siguientes se volvería a escribir de nuevo.
—Eso podría ser bueno, teniendo en cuenta en lo que se ha convertido tu mundo.
—Quizá. Pero también podría haber empeorado. Al evitar nuestros errores, acaso se hubieran cometido otros peores. No podíamos correr ese riesgo. Por eso decidimos reingresar con falsas apariencias, como visitantes del espacio extraterrestre, entrar en tu mundo para hacer una única visita… y luego desaparecer para siempre. Sabíamos que en tu época existía un gran interés por los extraterrestres, por lo que pensamos que las pocas personas con las que necesitaríamos establecer contacto estarían dispuestas a creernos y el resto del mundo no tendría por qué enterarse. Por eso me hice pasar por el Niño Estelar, y por eso dije que venía de Tau Ceti, una estrella que, según suponemos, posee un sistema planetario con vida inteligente. Pero Raymond ha desbaratado toda la operación.
—¿Porqué lo hizo?
De Voe se levantó de la banqueta y caminó lentamente de un lado a otro, por delante de ella, mientras hablaba.
—Raymond Trubee es un hombre extraño —respondió— y, en ciertos aspectos, brillante. Es un excelente ingeniero que resolvió varios problemas técnicos relacionados con la construcción de los cilindros del tiempo, motivo por el cual lo eligieron para realizar el viaje. Pero siempre le han interesado las religiones y lo oculto, por lo que es posible que piense erigirse en una especie de dios… o de demonio. Tiene todos los instintos para desempeñar el papel de diablo. —Se detuvo delante de ella y la miró a los ojos—. Tu tarea consistirá en ser más lista que él…, si es que estás dispuesta a ayudarme.
—¿Qué quieres que haga?
Él atravesó la estancia hasta el ventanal del tiempo y señaló un botón rojo situado debajo.
—¿Ves esto?
—Sí.
—Este cilindro se materializará en la cima de Rock Mountain mañana a mediodía. Si estás dispuesta a ayudarme, has de encontrarte allí y entrar en el cilindro por la puerta que has visto. Penetra en esta estancia y aprieta el botón. —Lo accionó, y un pequeño panel de la pared se abrió silenciosamente. Metió la mano en el hueco y extrajo una cajita metálica—. Contiene la cassette con la información sobre la fusión termonuclear. Tu marido aún tiene la pistola, ¿no?
—¿Cómo lo sabes?
—Olvidas que estoy en tu mente. ¿Crees que puedes recuperar el arma?
—Puedo intentarlo… pero, ¿por qué?
—Quizá la necesites. Como has visto, falló el cilindro Alfa y la partida de Raymond se retrasó.
—¿Cómo sabes eso?
—Proyecté el pensamiento hasta el Laboratorio de Investigación en el Tiempo. Les expliqué lo que Raymond me hizo, y me comunicaron que su partida se había retrasado. Salió seis horas después que yo. De este modo, mañana tendrás seis horas de ventaja… Salvo que Raymond pudo pedirle a tu marido y a los demás que esperaran mi cilindro y se cercioraran de que estoy muerto, lo cual podría significar dificultades para ti.
—Pero ¿qué debo hacer con la cassette?
—Debes entregársela al doctor Jan van der Zee, en el Laboratorio de Física del Plasma de la Universidad de Princeton. Su nombre y sus señas figuran en la caja. El doctor van der Zee es un físico holandés que ha ganado el Premio Nobel, y que investiga en el campo de la fusión termonuclear. Entrégale la cassette; él sabrá qué hacer.
—¿Debo decirle dónde la conseguí?
El hombre meditó un instante.
—Bueno, eso has de decidirlo tú. Tal vez sea mejor no decirle nada. No sé. Lo importante es que cuando escuche la cassette sabrá que proviene de alguien que sabe bastante más que él.
—Pero… ¿por qué no proyectaste el pensamiento hacia su mente, y le dijiste a él que recibiera los cilindros del tiempo?
—Nuestros aparatos sólo pueden generar campos electromagnéticos de unos pocos kilómetros, y pensamos que el alcance sería aún menor cuando lo generáramos a través de considerables extensiones de tiempo, así como de espacio. Estudiamos los archivos y nos enteramos de que tú vivías en la montaña, cerca de la casa de Ben Scovill. Puesto que no podíamos contactar directamente con van der Zee, decidimos utilizaros a vosotros dos como mensajeros. Raymond tenía que establecer contacto con Ben para decirle que talara los árboles hasta formar un claro en el que aterrizar; mi misión consistía en contactar contigo. Luego llegaríamos, os entregaríamos las dos cassettes…; una especie de garantía doble, como la de los dos cilindros… y después regresaríamos.
»Pero no funcionó bien. Raymond entró en contacto con Ben, pero cambió radicalmente el plan… y ya sabes lo que ha ocurrido a partir de ese momento. Ahora tengo que confiar sólo en ti. Debes llevarle esta cassette a van der Zee. No quiero parecer demasiado dramático, pero sabes lo bastante como para comprender que el futuro quedará literalmente en tus manos. ¿Lo harás?
Helen meditó un instante y luego asintió.
—Resulta que eres el último ser humano con el que hablaré en esta vida —agregó, y por fin parecía menos tenso—. Creo que he sido muy afortunado.
—Gracias.
A ella no se le ocurrió nada más… ¿Qué podía decir?
—No, gracias a ti. Me he dicho que si alguna vez mi pequeño Jerry logra salir de las cúpulas y ve un cielo azul, al menos habré dado la vida por algo que merece la pena.
Con esfuerzo esbozó una sonrisa, se acercó al borde del ventanal del tiempo y abrió un panel, una vez más concentrado en la tarea. Tras el panel había una fila vertical de discos e interruptores.
—Quiero devolver este cilindro al futuro, pero como mañana no podré activar los controles, voy a pedirte que lo hagas por mí. Es sencillo… ¿Te molestaría acercarte?
Ella se levantó de la banqueta y se acercó. El hombre señaló un indicador digital en el que se leía AÑO.
—Lo colocas en el año deseado, en este caso 2054. —Hizo girar un disco y las cifras pasaron hasta que apareció el número 2054—. Después el mes… —por encima del indicador del año había otro parecido que marcaba los meses. Él lo colocó en noviembre—. Y el día… —fijó el disco más alto en el número 27—. El 27 de noviembre es el día en que he de regresar. Después mueves esta llave —señaló un pequeño interruptor rojo— y ya está. Pero hay algo que debes recordar: mañana, cuando entres aquí, sujeta la puerta para que se mantenga abierta; verás que en el costado del cilindro hay una pequeña traba. Si activas los motores con la puerta cerrada, te marcharás con el cilindro. La puerta exterior tiene un dispositivo que interrumpe el circuito mientras permanece abierta. Ajusta los discos, activa el interruptor y luego abandona el cilindro. En cuanto cierres la puerta desde el exterior, los motores se pondrán en marcha. ¿Comprendes?
—Comprendo.
—Yo apuntaré en el diario de navegación todo lo que ha sucedido. Si tienes éxito, dentro de ochenta años serás una especie de héroe mundial.
—Será algo para contarle a mis nietos, si es que vivo y los tengo. Dime, en tu pasado actual, ¿qué me sucedió?
Él meneó la cabeza.
—Se supone que no he de decírtelo.
—¿Por qué no? Luego será distinto, ¿verdad? ¿No me dirás ni un detalle?
El hombre meditó.
—No querrás oírlo —respondió finalmente.
—¿He de entender que no viviré hasta la madurez?
—Sospecho que moriste asesinada en 1977.
—¿Por quién?
—Por tu marido.
—¿Jack me asesinó?
—Estaba borracho. Según lo que leímos en los archivos de los periódicos, adujo que se puso a discutir contigo y que accidentalmente se le disparó el arma. Lo condenaron a diez años por homicidio sin premeditación. Ahora sabes por qué decidimos establecer contacto contigo, y no con él.
—Pero entonces… no ha sido tan cambiado por Raymond, ¿verdad?
De Voe comenzó a desdibujarse ante ella.
—Como ha dicho el doctor Akroyd, el potencial de violencia existe en todas las mentes humanas. La proyección del pensamiento sólo puede acentuarlo —casi había desaparecido ya—. Adiós, por ahora —dijo, con voz remota—. Recuerda cuántas cosas dependen de ti.
Desapareció, y Helen despertó.

3
Ahora la sala de espejos estaba destrozada, y se sintió aliviada. Sentía que sabía la verdad. Daba miedo, pero desconocerla hubiera sido aún peor. Se sentó en la cama y miró la hora: las manecillas luminosas del reloj señalaban las tres y media.
La hora. El tiempo. El océano universal en el que todos se hundían, y el futuro había aprendido a salir a la superficie y navegar. Era pavoroso. No menos que su responsabilidad. Pensó en Jerry de Voe, el hijo del temponauta… que no nacería hasta dentro de, aproximadamente, setenta años. ¡Setenta años en el futuro! Pensó setenta años en el pasado: 1904. Ahora, Jerry de Voe era para ella lo que ella para una mujer de veintiocho años que viviera en el remoto 1904… 1904, cuando la polución generada por la Revolución Industrial ya comenzaba a ensuciar la atmósfera de la Tierra; 1904, el amanecer de la era del automóvil, que sumaría setenta años de humos nocivos a la contaminación del mundo. Y ahora ella había presenciado los efectos de otros ochenta años de contaminación. Jamás olvidaría las mugrientas nubes que viera a través de la cúpula de plástico. Aquel día, a las doce, tendría el poder para desterrar esas nubes del futuro. Ciertamente, era pavoroso.
Jack. Su único y futuro verdugo, quien la iba a matar en 1977. Tenía que recuperar la pistola de manos de Jack.
Se levantó de la cama, se puso un albornoz, salió del dormitorio, cruzó en silencio el pasillo y tanteó la puerta del dormitorio de su marido. No tenía el cerrojo echado. La abrió cuidadosamente y se detuvo a escuchar un momento. La luna despedía luz suficiente para verlo de costado en la cama, con su hombro desnudo, de un blanco espectralmente pálido. Oyó su respiración profunda y uniforme.
Entró lentamente y de puntillas en el cuarto y se acercó a la silla en la que había colgado los pantalones. No creía que la pistola estuviese allí, pero tenía que cerciorarse. Tanteó en busca de los bolsillos hasta encontrarlos: monedas, las llaves del coche, medio paquete de caramelos Lifesavers. Al tocar las llaves, éstas chocaron entre sí. El ruido fue leve, pero ella se quedó inmóvil y miró en dirección a la cama, atenta. La respiración seguía siendo profunda. Se preguntó si Raymond estaría en la mente de Jack.
Intentó adivinar dónde pudo haber escondido la pistola. Dentro de la casa existían decenas de lugares y, por fuera, centenares. Desde luego, el viejo escondite no servía. Él no hubiera sido tan poco imaginativo como para esconderla allí.
El bar. Por supuesto. Jack, el borracho incipiente ―imaginó aquella disputa de borracho tres años en el futuro, cuando le dispararía―, debió de pensar en el bar. Probablemente estaba escondida tras el estante de los vinos.
Regresó a la puerta e intentó pisar suavemente las tablas que sabía que crujían. Salió al pasillo y luego cerró con cuidado la puerta.
Jack abrió un ojo y la miró partir. Volvió a cerrarlo.
Bajó angustiada la escalera, pues sabía que iba a resultarle imposible no hacer ruido alguno. Los escalones no cooperaron. Se detuvo varias veces, para escuchar si Jack se había dado cuenta. Pero nada quebró el silencio.
Al llegar al último escalón, el obsesionante tema del Liebestod penetró en su mente. Intentó apartarlo, pero la melodía persistió, enroscándose como humo a través de su cerebro.
Ahora estaba en la sala, al fin a salvo de las tablas crujientes, en el suelo de piedra. Se dirigió al bar, empotrado en la pared de madera blanca que daba al Norte. Abrió la puerta, metió la mano en la oscura abertura y tanteó alrededor de las botellas.
El Liebestod resonó en su cerebro, pero ahora no sólo era la melodía sino toda la orquestación. Sabía que se trataba de Raymond, que jugaba con ella. Raymond suministraba una banda sonora que haría que ella lo recordara. El tema-firma de Raymond, el Amor-Muerte. En el preciso instante en que se tornaba casi ensordecedora, como si alguien hubiese subido al máximo el volumen del tocadiscos, la música cesó.
Silencio.
Su mano había explorado todo el sitio, pero el arma no apareció. Irritada, cerró la puerta del bar y observó la sala a oscuras. ¿Dónde habría escondido la maldita arma?
En la planta de arriba, Jack reposaba en la cama con la vista fija en el techo, pasándose ociosamente la mano por el pecho desnudo. Bostezaba.
¿La chimenea? ¿Pudo esconderla allí? Encima del cañón de la chimenea había un clavo en el que colgaban la llave del garaje cuando salían de vacaciones. ¿Pudo colgar la pistola en aquel lugar?
Se acercó a la chimenea, abrió el cañón y deslizó la mano. La ceniza revoloteó entre sus dedos mientras tanteaba. Luego sintió el frío acero.
Retiró el arma del clavo.
Entró en el comedor y trató de decidir dónde escondería la pistola. Se dirigió a la cocina a oscuras. Pensó ocultarla en el congelador de la nevera, pero terminó por rechazar la idea. Él podría buscar en el congelador. Además, no sabía mucho sobre armas y era posible que la congelación atascara el mecanismo.
El Toyota.
Salió por la puerta de servicio y rodeó apresuradamente la casa hacia los coches. La ranchera Volvo color mostaza de Jack, su Toyota gris. Afortunadamente, la ventanilla delantera del Toyota estaba abierta: no tendría que dar un portazo. Se inclinó hacia el interior y metió la pistola debajo del asiento delantero; luego regresó presurosa hasta la puerta de servicio y entró en la cocina.
Vio la luz blancoazulada que fulguraba en el aire, delante de la puerta del comedor. Mientras la observaba, creció hasta que pareció cubrir el extremo opuesto de la cocina. Más tarde, en medio del aura —le pareció que se trataba de eso—, comenzó a tomar forma la figura de Raymond, que al parecer flotaba en la luz. Tenía el mismo aspecto que en los sueños: un hombre sumamente alto y delgado, según sus cálculos alrededor de los treinta y cinco años, de rostro alargado, nariz parecida a una pista de saltos de esquí y ojos minúsculos. Sin embargo, su cabello era distinto. Recordaba que en los sueños presentaba un color castaño indefinido. Ahora era dorado-blanco puro y Helen pensó irreverentemente que se trataba de una peluca o de un teñido mal hecho. Vestía un largo caftán blanco generosamente bordado en el cuello con gruesas filigranas de oro; estaba segura de que intentaba parecer un dios, pero le recordó una foto que había visto de un famoso modista internacional en su elegante casa de Tánger. Sin embargo, aunque sólo se tratara de un truco, aunque el disfraz fuera demasiado evidente, no por ello dejaba de resultar bastante eficaz.
Se aconsejó a sí misma no asustarse, pero estaba asustada.
Oyó la voz de Raymond, aunque éste no movió los labios, pues se limitaba a mirarla con aquellos ojos crueles que parecían poseer una cualidad casi hipnótica.
—Crees saber quién soy —dijo la voz—. Crees que soy mortal, pero te equivocas. Soy un dios.
—Tonterías.
Su rostro permaneció inmóvil.
—Un dios tiene poderes más allá del conocimiento de los mortales…
—Tus «poderes» sólo son una especie de hipnosis o telepatía fantásticas. ¿Por qué mataste al capitán de Voe?
En lugar de responder, él levantó el brazo cubierto por la larga manga y señaló la nevera blanca. La puerta se abrió como impulsada por un resorte y derramó luz. En su interior, enroscadas y siseantes, enormes serpientes negras reptaban por los estantes, una encima de otra. Comenzaron a escurrirse hacia el suelo.
Helen, que detestaba las serpientes, se negó a dejarse aterrorizar.
—Es una ilusión —afirmó—. Sé lo que intentas hacerme, pero no puedes asustarme, no puedes enloquecerme…
Retrocedió cuando la primera serpiente se deslizó por el suelo hacia sus pies descalzos.
—No puedes.
Raymond agitó el brazo y las serpientes desaparecieron, mientras la puerta de la nevera se cerraba de golpe y el aura se alejaba de la puerta del comedor. Señaló el vano a oscuras con el brazo. La otra habitación resplandecía de luz.
—Contempla la verdad… —dijo la voz.
—Deja de jugar a los fantasmas —replicó.
—¿Tienes miedo de afrontar la verdad?
—No temo tu verdad.
—Entonces, mira a través de la puerta.
Vaciló pero, convencida de que el único modo de afrontarlo era habérselas con él, caminó por la cocina hasta la puerta y miró dentro de lo que había sido el comedor. Lo que vio la obligó a retroceder y a cerrar los ojos.
La estancia se había convertido en el sótano de Ben Scovill. Colgado de una viga del techo aparecía un joven al que nunca había visto pero que, supuso, debía de ser Roger, el vagabundo. En su frente aparecía la marca con la estrella de cinco puntas. Tenía el cuello cortado y la sangre se había secado sobre su pecho.
Junto a él, en el catre, Ben y Jack yacían uno en brazos del otro.
Se volvió hacia el aura revoloteante.
—¿No te gusta lo que ves? —inquirió la voz.
—No —respondió con voz suave.
—Pero… ¿lo niegas?
—No, creo que ocurrió.
—Vuelve a mirar.
Se volvió de mala gana hacia el comedor. El sótano había desaparecido y fue remplazado por algo que parecía una habitación de motel…, quizás una habitación del River View Motel. Era de día. En una cama, Jack hacía el amor con Marcia Bernstein.
Helen cerró los ojos ante la visión. ¿Marcia? Eso dolía, tal vez más que lo de Ben. Jack con Ben era el nuevo Jack, el de Raymond. Pero Jack y Marcia… Supuso que se trataba del viejo Jack. Se volvió de nuevo hacia el aura.
—¿Por qué haces esto? ¿Para matar mi amor por Jack?
—No le ames a él, sino a mí. Ámame.
Abrió los brazos, invitador. Helen se acercó a la mesa de la cocina y cogió un frutero.
—¡Vete al infierno! —chilló y lanzó con todas sus fuerzas el frutero contra la imagen revoloteante.
El frutero atravesó la luz, chocó contra la pared y se hizo añicos contra el suelo.
La luz de la cocina se encendió, al tiempo que el aura desaparecía.
—¿Qué demonios haces? —preguntó Jack, de pie en el umbral. Se había puesto el albornoz de algodón.
Ella se acercó a él y lo abofeteó.
—Ésta es por Marcia Bernstein —dijo. Luego le escupió entre las cejas—. Y ésta por Ben.
Lo empujó para pasar al comedor y atravesó la casa hasta la escalera. Por un instante, él no se movió. Luego levantó el brazo y, con la manga de algodón, se limpió lentamente la saliva de la cara.
* * *
Habiendo desistido de mantener unas apariencias de normalidad, Helen pasó las restantes horas de la noche preparando la maleta en su dormitorio. Jack regresó a su cuarto del otro lado del pasillo y cerró la puerta con llave. Al amanecer, al comienzo del día en que el tiempo iba a dar la vuelta para que el futuro se uniera al presente, ella abandonó la casa y puso la maleta en la parte trasera del Toyota. Mientras conducía, se preguntó si volvería a ver su hogar.
Su plan era el siguiente. Bajaría en coche hasta la ciudad a esperar hasta las once y media. Luego subiría hasta la cima de la montaña a fin de aguardar las doce. Si el cilindro de tiempo no llegaba, ello significaría que todo era una pesadilla delirante. Si se presentaba, cumpliría las instrucciones del capitán de Voe…; es decir, si «ellos» no se lo impedían. Si lograba apoderarse de la cassette, se marcharía inmediatamente en coche a Princeton, se lo entregaría al doctor van der Zee y después… ¿qué?
Prometía ser un día agitado.
También era un día sombrío, caluroso, nublado y bochornoso, de mal agüero. Encendió la radio del coche y oyó las noticias de primera hora de la mañana. El pronóstico meteorológico indicaba que se esperaban tormentas eléctricas. Oh, maravilloso. Sintonizó otra estación y los acordes tranquilizantes de la Sinfonía 40 de Mozart le sonrieron desde el altavoz. Se relajó ligeramente, llegó al pie de la montaña, cruzó el Housatonic y atravesó la calle principal de Shandy.
Eran las siete menos cuarto. La ciudad estaba desierta. Aparcó frente al Bar Shandy, cerró el contacto y se reclinó en el asiento, atenta a la música y en espera de que la tienda abriera para poder desayunar. Los minutos pasaban lentamente. Volvió la cabeza y miró por la ventanilla. Más allá de la ferretería Grayson, al otro lado de la calle, Rock Mountain se alzaba en la lejanía y las nubes grises que coronaban su cumbre impedían el paso de la luz del sol, aunque no de su calor.
Nubes. Contaminación. La muerte de un planeta.
Y la muerte de la moral. Creía en lo que de Voe le había contado acerca del futuro, pues las semillas de esa corrupción ya estaban sembradas en su época. ¿Podía dudar de la muerte de la democracia, después del escándalo de Watergate? ¿Acaso el poder del gobierno no era ahora abrumador? No hacía falta mucha imaginación para ver el embrión del «privilegio» del amor-muerte en el creciente mar de violencia de los años sesenta y setenta de su siglo. El hecho de que el libro de Norton se hubiese convertido en lectura obligada en las universidades del mañana era una gran ironía, habida cuenta del hecho de que el futuro había regresado para convertirlo en un ejemplo viviente de su propia tesis; pero su libro no era responsable del caos por venir. Aunque al principio no había creído en su fantástica tesis, ahora tuvo que reconocer que probablemente había captado una tendencia insidiosa de la época —la moralidad cambiante del siglo XX sólo la aceleraría— que culminó en los cuartos de acoplamiento de la época de Raymond.
Cuan lamentable era, pensó. El concepto del amor-muerte significaba, en realidad, la muerte del amor, y no le pareció extraño que los de Voe hubiesen debatido la sensatez de criar a un hijo en ese mundo sin amor del siglo siguiente. No sabía con certeza cuál de las dos contaminaciones era más terrorífica: la de la atmósfera del planeta o la interior, la del alma de las personas de ese planeta. Se preguntó si, de algún modo, una había originado la otra.
Miró la hora. Las siete menos cinco. Había despertado del sueño a las tres y media de la madrugada y, por lo tanto, pronto se cumplirían las seis horas que le quedaban al capitán de Voe; al menos para él la pesadilla del futuro habría concluido. Lo imaginó acostado en el suelo metálico de la extraña estancia, delante del curioso tempómetro, jadeando falto de respiración al consumir todo el oxígeno… ¿Dónde estaría? Volvió a observar la cima de la montaña. Él ya estaba allí, pero aún no estaba. Se hallaba en aquel punto, pero en otro lugar del océano del tiempo.
Se volvió y vio a Art Siebert, el propietario del bar, que salía de su casita de madera contigua al establecimiento y se dirigía a él para abrir. Art era el padre de la primera víctima, Judy Siebert, y se preguntó si debía contarle lo que le había ocurrido a su hija. Decidió no hacerlo. Después habría tiempo para ello, tiempo para contarlo todo. Ahora mismo… nadie la creería. Ahora sólo había un asunto importante: entregar la cassette al profesor de Princeton. Bajó del coche y caminó hacia la tienda.
—Buenos días —saludó.
Art, que estaba en los sesenta, era un hombre de por sí taciturno, y la desaparición de su hija lo había vuelto especialmente hosco. Sin embargo, ahora saludó con la cabeza y logró sonreír a medias.
—Buenos días, señora Bradford. ¿Qué hace tan temprano en la ciudad?
—Me marcho a Boston —respondió, pues había decidido que era mejor no hacerle saber nada.
Al fin y al cabo, Art podía ser uno de ellos.
Él abrió la puerta de la tienda y ella lo siguió. Se trataba de una reliquia militar, una pieza de mediados de los años treinta, con la larga barra de mármol y los taburetes con respaldo de alambre, los desteñidos carteles de Coca-Cola sobre el espejo, yuxtapuestos a los de Dr. Pipper y de Pepsi, las hileras de vasos semilimpios y un penetrante olor a grasitud. Frente a la barra, los cuatro reservados de madera oscura. Helen se dirigió al reservado más cercano y se acomodó en el duro asiento de madera. Art vagó por la tienda, encendió la cafetera y abrió la caja registradora. Calor. Humedad. Un mal comienzo de un día crucial.
—¿Qué le apetece, señora Bradford? —preguntó Art, que apareció a su lado.
—Por favor, café y una tostada.
—¿Con mermelada o miel?
—Con miel.
Él regresó a la barra para preparar la tostada. Una avispa zumbaba alrededor de la ventana y, finalmente, se posó en un envejecido expositor de bragueros Johnson & Johnson; Art no había logrado vender uno en los últimos diez años.
Un coche de la policía estatal se detuvo tras su Toyota y se apearon dos agentes de la policía montada. Los reconoció. Uno, el pelirrojo alto, era el sargento Bixby, el hombre al que había confesado el asesinato de Ben. El otro, más joven, era Rydell. Mientras entraban en la tienda, ella se tensó instintivamente, con la esperanza de que no la vieran. Pero ¿por qué tenía miedo? Si no la creían, no era suya la culpa… Bixby la vio y ella lo saludó ligeramente con la cabeza. El sargento respondió al saludo, se sentó junto a la barra y pidió una taza de café. Rydell se sentó al lado y pidió té.
Helen se preguntó fugazmente por qué él no le había hablado, pero luego llegó a la conclusión de que estaba demasiado desconcertado para decir algo después de lo del día anterior. Pobre hombre, ¿qué podía decirle a la loca señora Bradford? «Buenos días, señora, ¿hubo hoy algún nuevo asesinato?» «¿E1 Gran Dios Raymond ya ha aparecido?» «¿El mundo ha ingresado en la Nueva Era de la religión del amor-muerte?»
No le culpaba de que no le dirigiera la palabra.
Observó su musculosa espalda azul y la de Rydell, más delgada, que estaba a su lado. Art ya les había servido, lo cual era bastante molesto, pues acababan de llegar. Supuso que Art tenía que mostrarse especialmente amable con la policía montada. Al fin y al cabo, en Shandy no había cuartelillo de policía. Lo suplían los agentes de la policía montada, al menos en lo que a ley y orden se refería.
Art le sirvió el plato con la tostada ―quemada―, el trozo de mantequilla ―agria― y la taza de café ―que olía a rancio―. Luego regresó a la barra. Helen echó azúcar y crema en el café, en un intento inútil de disimular su ácido sabor.
Fue en ese momento cuando Norton Akroyd entró en la tienda. Norton, profeta del futuro. Norton el enemigo. Helen volvió a tensarse. El psiquiatra pasó junto a los dos policías, la miró, la saludó ligeramente con la cabeza, cogió uno de los taburetes de respaldo de alambre y se sentó ante la barra.
Eso no tenía sentido. Aunque soltero, Norton era remilgado con respecto a la comida y ella no podía creer que desayunara alguna vez en aquel sitio, desastroso gastronómicamente. Además, el día anterior los policías hablaron con él; seguramente comentarían algo entre sí ahora, aunque estuviesen demasiado desconcertados para hablar con ella. Pero nadie decía una palabra.
Al levantar la taza de café, notó que le temblaba la mano. Revolvió el café al tiempo que observaba la espalda del recién llegado. Norton, que hacía tan poco tiempo había sido uno de sus mejores amigos, ahora era uno de «ellos»…
Sabía que pensaba desatinadamente, y por centésima vez se preguntó si no estaba loca. Era posible, desde luego. Los sueños podían ser sueños y las ilusiones, ilusiones… Supuso que hasta Ben podría haber sido una ilusión. O, mejor dicho, ella pudo pensar que él dijo lo que dijo antes de dispararle si, de hecho, le disparó. ¿Y si Jack no había recargado la pistola? ¿Y si Ben dijo algo tan inocuo como: «Señora Bradford, ¿qué hace en el sótano de mi casa?», y ella pensó que se refería a Raymond, el nuevo dios, y le disparó? ¿Por qué? ¿Porque le odiaba? ¿Porque pensaba que su marido se había convertido en su amante? Era posible…
Y Marcia Bernstein. Siempre había tenido sospechas sobre Jack y Marcia. ¿Raymond le había mostrado la verdad con respecto a ellos, o su imaginación, que trabajaba demasiado, intentaba confirmar las sospechas que abrigaba desde hacía mucho tiempo? ¿Hubo gusanos en el subsuelo de su complaciente vida anterior en Shandy, serpientes de lujuria en la nevera en todo momento? Cuan inteligente era al seleccionar esas metáforas… si es que lo eran.
Jeremy Bernstein entró en la tienda. Al igual que Norton y el sargento, Jeremy la saludó con un movimiento de cabeza, no dijo nada y se sentó ante la barra.
Llegó a la conclusión de que eran sus guardianes. Sabían que subiría a la montaña para recibir el cilindro de tiempo, y la acompañarían. ¿Para qué? ¿Para matarla? Probablemente. Sólo sabía que estaban en la tienda para vigilarla. ¿Acaso los policías del estado también andaban metidos en el asunto? ¿Era posible? ¿Por qué no? Si Raymond podía apoderarse de una mente, también podía capturar otras, y… ¿acaso no era inteligente tener a los policías de su lado? Por supuesto.
Tenía que salir. Sacó de su bolso un billete de un dólar y lo dejó sobre la mesa; luego se levantó, salió del reservado y comenzó a caminar hacia la puerta. Art Siebert la observó desde la parrilla, en la que calentaba un panecillo. Sus clientes no se volvieron. Extraño. Los observadores no observaban. Tampoco intentaban detenerla.
Abrió la puerta y salió a la acera. Se volvió y miró por la ventana. Ahora sí la observaban: habían vuelto la cabeza y fijado la mirada en ella. Trató de ahogar su pánico y se dirigió rápidamente al coche. Pero… ¿a dónde podía ir?
Mientras ponía en marcha el motor, pensó en la casa de Ben. Eso sería perfecto. Ben estaba muerto y ni siquiera Raymond podía resucitar a los muertos, salvo en sueños. Los cadáveres habían sido retirados de la «capilla»; el lugar era seguro, no estaba consagrado. Más importante aún, se encontraba a poca distancia de la cima de la montaña. Iría allí y aguardaría. Puso en marcha el coche y logró dar una vuelta en U, con la ligera esperanza de que los policías salieran corriendo y le pusieran una multa. Al menos eso sería normal, real.
Nadie salió.
Volvió a cruzar el pueblo, atravesó nuevamente el Housatonic y ascendió por Rock Mountain Road. No se habría sorprendido al ver los coches de ellos por el retrovisor, siguiéndola. O quizás un control de carretera en el que la obligaran a detenerse. A esas alturas, nada la habría sorprendido.
Nadie la siguió. Nadie la detuvo.
Llegó al acceso privado de su casa y redujo la velocidad para echar una mirada. El Volvo de Jack seguía aparcado delante del garaje. Todo parecía normal. ¿Existía la posibilidad de que todo lo fuera?
Siguió ascendiendo por el camino hasta la cumbre de la colina y luego bajó por la ladera Norte, en dirección a la granja de Ben. Entró en el camino particular, llegó hasta la casa y aparcó. Miró a su alrededor. El lugar estaba desierto, la casa hundida, el establo rojo vacío, los campos libres de ganado y maquinaria. Muertos.
Miró la hora: las ocho menos veinticinco. Más de cuatro horas de espera. Aguardaría en el coche. De este modo, si aparecía alguien, podría escapar rápidamente por el camino. Encendió la radio e intentó relajarse.
Strauss remplazó a Mozart: Vida de artista. Dum-di-dum-di-dum-di-dum. El cadencioso tema del vals llenó de sol el coche.
Afuera, el cielo se ennegrecía.

4
La tormenta estalló a las diez y veinte.

El cielo se había tornado casi negro, y la humedad era agobiante. Los lejanos rugidos del trueno que llegaban del oeste habían aumentado de volumen mientras ella miraba las cuchilladas relampagueantes del cielo. Finalmente, una ráfaga de viento quebró la quietud y las primeras y gruesas gotas de lluvia salpicaron el techo del coche.
Sabía que el lugar más seguro durante una tormenta eléctrica era un coche cerrado, pero, en su estado de ánimo, la perspectiva de esperar que pasara la tormenta dentro del pequeño Toyota le agradaba poco. Además, después de estar ya dos horas en el coche tenía las piernas entumecidas. Decidió que intentaría entrar en la casa. Guardó la pistola y las balas en la bolsa, bajó del coche y corrió bajo la lluvia hasta la parte posterior de la casa para intentar entrar por la ventana de atrás.
Tampoco estaba cerrada esta vez. La abrió de un empujón y entró en la cocina, en el mismo momento en que la lluvia se desataba realmente. Cerró la ventana y se sacudió la ropa mientras miraba a su alrededor. La cocina seguía desordenada, igual que el día anterior, cuando entró y, más tarde, mató a Ben… Dirigió su mirada hacia la puerta trampa del rincón. Cerrada.
Ben, Ben, aquella cosa maravillosa y maligna a la que había matado… Se estremeció al recordar, entró en la sala y miró a su alrededor. Una vez más, intacta, aunque había algo distinto…
El olor. Sí, por supuesto. Había un olor, ligeramente dulzón, que no recordaba.
Se acercó a una de las antiguas ventanas coloniales y miró a través del cristal y el plástico sucios. No veía demasiado bien, pero no era necesario. Toda la furia de la tormenta ya se había desencadenado y el viento, los relámpagos y los rayos luchaban por imponerse. Se alegró de haber entrado en la casa.
Volvió a reparar en el olor dulzón y esta vez lo reconoció: era incienso. Recordó el altar del sótano. Pero la capilla no había sido consagrada; la casa estaba vacía.
¿O no?
Se apartó de la ventana, casi esperando ver… ¿qué? No había nada. Sólo el olor, quizá más penetrante ahora. Y afuera la lluvia arreciante, el trueno estrepitoso…
Regresó cautelosamente a la cocina y se acercó a la puerta trampa. Cogió el picaporte y la abrió de golpe. El olor a incienso la rodeó. Apoyó la puerta contra la pared y bajó unos pocos pasos, con la mano apoyada en el interruptor de la luz. No necesitó accionarlo, pues alguien había encendido velas. No sólo en el altar, donde ardía el incienso, sino que alrededor del cuarto lucían docenas de velas que llenaban el antiguo sótano con su resplandor e iluminaban los cuerpos acostados en unos catafalcos forrados de tela blanca.
Ben estaba allí, en su féretro de pino, directamente delante del altar, como si ocupara el sitio de honor. Ben, que parecía dormido, con los ojos cerrados, el perfil dibujado por la luz de las velas, el cuerpo cubierto por una túnica blanca y limpia, las manos cruzadas sobre el estómago. Lo flanqueaban Judy Siebert y Betty Fredericks, cada una en un féretro de pino, cada una vestida con una túnica blanca semejante a la de Ben, cada una con una rosa roja entre las manos cruzadas. La cabeza de Betty Fredericks había sido puesta de nuevo a la altura del cuello. Un pañuelo blanco ocultaba modestamente la separación.
A lo largo de la pared que daba al Norte se encontraba el que sería Roger, el joven que hacía autostop, en su ataúd. Él también vestía una túnica blanca, pero no lo habían tratado con tantos miramientos. No sólo era aún visible en su frente la marca de la estrella de cinco puntas, sino que la cicatriz rojo pardusco de su cuello cortado resultaba evidente. Había un quinto cuerpo. Helen se acercó al féretro contiguo al de Roger y vio el rostro de Doug, el camionero. ¿Quién sería? ¿Quién lo habría matado? ¿Quién acomodó tan ordenadamente todos los cadáveres en aquel santuario?
Porque aparentemente era eso. Las velas, los cuerpos, el incienso. Un santuario dedicado a Raymond. Como las catacumbas de la antigua Roma, en las que se mostraron y veneraron los primeros mártires cristianos, aquí se exhibían los primeros mártires raymondianos. Vampiros, pensó: Jack, Jeremy, Norton… Los imaginó mientras compraban los ataúdes a algún desconcertado empresario de pompas fúnebres, trasladaban los cadáveres, los vestían con las túnicas blancas…
Se estremeció, asqueada por las maquinaciones de la muerte. Deseó estar lejos de aquel sepulcro de olor dulce, de aquella casa de los muertos. Echó una última mirada al rostro de Ben, regresó a la escalera, subió hasta la cocina y cerró la puerta trampa que comunicaba con el santuario.
Lo más recio de la tormenta ya había pasado. El cielo aclaraba. Miró por la ventana a través de la cual había entrado en la casa. Por encima de ella, el terreno rocoso se extendía hasta la cima de la montaña, los árboles se inclinaban y se mecían bajo la lluvia, el viento azotaba los campos. La cima de la montaña esperaba.
Miró la hora; eran las 10.45. Se dijo que una hora más tarde comenzaría a subir por la colina.
Pensó en el extraño santuario que se extendía bajo sus pies y decidió —a pesar de que en el coche se entumecía— pasar la hora restante dentro del Toyota.
* * *
Había refrescado; se notaba el frescor que sigue a la tormenta. El cielo se despejaba y el poniente resplandecía con las nubes de color amarillo y rosa como carne de langosta, contra el hermoso cielo azul. Las gotas de lluvia resplandecían sobre la hierba y los tréboles del campo mientras ella ascendía por la colina, con la mano preparada para sacar el Smith & Wesson del bolso que llevaba colgando del hombro. Hasta ese momento no había visto a nadie, ni en la casa ni en la colina. Se preguntó si era posible que ninguno de ellos apareciera. Se respondió que era improbable. Seguramente, Raymond habría enviado a alguno de ellos para seguir la pista a de Voe. Pero… ¿por qué lo habría matado? Todavía no encontraba la explicación.
Abandonó el Toyota a las 11.45 y tardó diez minutos en llegar a la meseta de la cima de la montaña. Mientras recuperaba el aliento contempló el grandioso panorama que la rodeaba. El cielo, ahora cubierto a medias por las nubes, con su aspecto recién lavado y resplandeciente, estaba tan claro que calculó que podía ver hasta quince kilómetros de distancia. ¡Cuan hermosa era la Tierra! ¡Qué pena que de Voe nunca la viera!
Es decir, si el capitán de Voe había sido real y el cilindro de tiempo aparecía de veras. Pero, en caso contrario, ¿cuál sería la respuesta al santuario y a los amores-muerte? ¿Norton? Antes había pensado en eso, pero ahora estaba convencida de haber visto el futuro…
Caminó hasta la hilera de pinos del borde sur del claro, que no habían sido talados; la hilera que, según ella suponía, debía obrar como pantalla para ocultar los cilindros de tiempo a la ciudad que se extendía debajo. Miró su casa. El Volvo de Jack no estaba. Se preguntó si habría subido hasta allí… Buscó alrededor del claro. No había nadie.
Pensó que era más que extraño que no hubiese visto a nadie desde la mañana, cuando estuvo en el bar. ¿Dónde estarían todos? ¿Qué les había ocurrido a sus guardianes?
Mediodía. Apartó los ojos del reloj para observar el claro. Nada.
¿Eso significaba que, al fin y al cabo, estaba loca? ¿Que todo el asunto… los sueños, las muertes, sólo eran fruto de la imaginación? O de los poderes de Norton…
Y entonces lo vio… mágicamente, una forma comenzó a surgir del vacío, tal como ella había imaginado la creación de las estrellas y los planetas, la formación de los átomos de hidrógeno a partir del vacío del espacio exterior. Mientras miraba despavorida, apareció silenciosamente el perfil del cilindro, el mismo cilindro vertical de acero que había visto en el sueño con de Voe.
El sueño se convertía en realidad. Sintió un inmenso alivio… No estaba loca, después de todo; su cordura quedaba fuera de dudas. Sucedía el milagro: el cilindro de tiempo del futuro se materializaba en el presente. En efecto, se había quebrado el tiempo.
He aquí la prueba.
Aguardó casi un minuto después de que se materializara, con la mirada fija en aquel objeto extraño y hermoso, como esperando que otra persona apareciera entre los árboles circundantes para dirigirse al claro. Nadie lo hizo; todo estaba en silencio.
Empezó a caminar en dirección al cilindro. Cuando llegó a la puerta, extendió la mano y la tocó delicadamente, como prueba definitiva de su realidad. El acero resultaba frío y suave al tacto. Hundió el picaporte y la puerta se abrió. Percibió un ligero sonido silbante cuando entró el aire fresco, y del interior salió la atmósfera consumida. Aire. La travesía se había hecho en busca de una atmósfera distinta. La falta de aire había matado a de Voe.
Recordó sus instrucciones y trabó cuidadosamente la puerta abierta al costado del cilindro. Entró. Un pequeño compartimiento, completamente vacío a excepción de una corta escalera de mano ascendente. Comenzó a trepar hacia el compartimiento superior. Cuando su cara quedó al nivel del suelo, una mano la golpeó en la frente. Se echó hacia atrás: era la mano del capitán de Voe. Había muerto mientras se dirigía a la escala, quizás en un postrer intento por huir de lo ineludible.
Terminó de subir por la escala y entró en la estancia que ya había visto en sueños. Observó el cadáver. Un hombre nacido mucho después de que ella muriera, ahora estaba muerto antes de nacer… y ella miraba su cadáver. Por un instante se preguntó si quizá debía tratar de sacarlo del cilindro y enterrarlo, pero decidió no hacerlo. Pertenecía al futuro. El cuerpo debía regresar a su sitio.
Se dirigió al ventanal del tiempo. Las luces palpitantes habían dejado de moverse y el ventanal estaba negro. Se agachó debajo de éste y apretó el botón rojo. El panel se abrió. Alargó una mano, cogió la cajita de metal y la miró.
La energía del sol. Tenía en sus manos el secreto. Sólo se le ocurrió pensar que parecía inenarrablemente pequeña para albergar un secreto tan inmenso. Guardó la cassette en su bolso, junto a la pistola.
Luego se dirigió al panel situado junto al ventanal del tiempo, lo abrió y miró los indicadores. Estaban colocados en el 27 de noviembre de 2054. Sólo le bastaba accionar el interruptor rojo… ¿Había trabado la puerta después de abrirla? La idea de enviarse por accidente a sí misma al espeluznante mundo del futuro no era agradable. No; había trabado la puerta después de abrirla. Estaba a salvo.
Accionó el interruptor. Silencio. ¿Qué era lo que esperaba? ¿Un rugido de los extraños motores lo bastante potentes como para enviar el cilindro fuera del tiempo? No lo sabía, pero, de algún modo, el silencio era más extraño de lo que probablemente sería cualquier sonido.
Atravesó la estancia hasta la escala y se detuvo junto al capitán de Voe para mirarlo por ultiman vez. Debía hacer algo, rendirle un pequeño tributo… Miró el interior de su bolso y revolvió alrededor de la caja de metal y del arma hasta que encontró un trozo de papel y un bolígrafo. Sacó el papel y lo miró: una vieja factura de supermercado. ¡Un maravilloso tributo a un héroe nacional! De todos modos, era mejor que nada. Se apoyó en la pared y escribió la siguiente nota en el anverso de la factura:
A Jerry de Voe:
Tu padre fue un hombre excelente. Enorgullécete de él.
HELEN BRADFORD
(agosto de 1974)
En su bolso también encontró un imperdible; con él sujetó la nota a la espalda del muerto. No era mucho, reflexionó, pero se sintió mejor después de hacerlo.
Miró por última vez la rara estancia, luego bajó por la escalera y abandonó el cilindro. Miró a su alrededor. El claro seguía vacío. Tal vez a ellos les importaba un bledo. Volvió a quedar frente al cilindro y soltó la puerta.
La cerró de golpe.
Retrocedió, como si temiera inconscientemente que la estela del cilindro la absorbiera mientras iniciaba su viaje de retorno. El cilindro comenzó a agitarse, como si las moléculas de la compleja máquina se reacomodaran fuera del tiempo. Se tornó cada vez más transparente, como una nave espectral. Después desapareció, tan silenciosa y mágicamente como había llegado.
Helen cruzó el claro hasta los árboles y comenzó a bajar por la montaña, hacia su Toyota.

Quinta parte
LA ASCENSIÓN
1

Norton Akroyd acababa de ducharse y afeitarse y estaba casi vestido, cuando oyó el timbre de la puerta de su casa.
—¡Un momento! —gritó.
Eran las cinco menos diez, y a las seis tenía una cita importante…, la más importante de su vida. No le alegraba que lo interrumpieran ahora. Se calzó los zapatos Gucci ―le gustaba la ropa cara y aquella noche deseaba especialmente mostrar su mejor aspecto― y se abotonó la camisa blanca. Después salió con rapidez del dormitorio, en el preciso instante en que el timbre volvía a sonar.
—¡Ya voy!
Pasó junto a su escritorio, cubierto con fotos de diversas víctimas de asesinato. Estaba trabajando en su nuevo libro, cuyo contenido había adquirido últimamente una nueva dimensión, muy dramática. El asesinato, el fenómeno que había estudiado de manera tan desapasionada… Pero ya no era un desapasionado. Y el Maestro… ¡Qué satisfacción inenarrable cuando el Maestro le dijo que conocía bien su primera obra y le felicitó profusamente! No comprendía cómo la conocía el Maestro, salvo por el hecho de que, obviamente, el ser supremo lo sabía todo.
Por mucho que temiera, amara y venerase al Maestro —y la respuesta emocional de Norton a los increíbles sueños era una mezcla de esos tres sentimientos—, al mismo tiempo lo envidiaba bastante. ¿Era justo envidiar a un dios? No podía evitarlo. Envidiaba su poder y su sabiduría.
¿Por qué no? A pesar de tantos años dedicados al estudio de la mente, sabía muy poco. Durante los cientos de análisis que realizó en su carrera profesional, lo máximo que logró fue atisbar en los huecos del cerebro de sus pacientes; pero el Maestro penetraba en su propio cerebro. ¡Increíble! En retrospectiva, ¡qué ironía la idea de Jack Bradford de que él era quien había hipnotizado a Jack y Helen! Como si pudiera hacer lo mismo que el Maestro, como si tuviese su poder…
Quizás el Maestro compartiera parte de su poder con sus apóstoles. ¿Acaso el ejército de santos cristianos no había obrado milagros, confirmados por testigos y puestos en duda por los abogados del diablo? ¿Por qué los santos de Raymond no podrían hacer lo mismo? Pero a veces Norton sospechaba que quizá Jack tenía razón, que tal vez Raymond era una proyección de su propio ego y que de algún modo —Norton no sabía cómo, al menos ya no, si es que alguna vez lo supo— había podido —¿inconscientemente?— ejercer su influencia en la mente de sus amigos.
Era una extraña coincidencia el hecho de que Raymond conociera su libro, que tantas de sus ideas se representaran en la realidad y que sus campos especiales de interés fuesen explotados por esas fuerzas presuntamente externas. Eran los caracteres de sus propios amigos los que se trastornaban. Ellos llevaban a cabo los amores-muerte. ¿Era posible que él, Norton, fuera el dios Raymond y ni siquiera lo supiese? La idea resultaba vertiginosa y aterradora, pero explicaba muchas cosas, y aclaraba cómo podía entrar Raymond en su mente.
Recordó cómo —antes de comenzar a tener los sueños— le había explicado a una Helen asustada y confusa que el Niño Estelar y Raymond eran proyecciones de las facetas buena y mala de su subconsciente. Él tampoco se consideraba una víctima de la esquizofrenia. Si de veras Raymond salía de su cerebro, entonces él tenía un poder semejante al de un dios, el poder de proyectar sus pensamientos en otros y de obligarlos a someter su voluntad a la de él… ¿Sería Raymond, en realidad, la encarnación de la concupiscencia y la violencia que siempre había sentido en su interior, pero que durante tanto tiempo se había esforzado en reprimir a favor de un yo mejor y más aceptable… el Niño Estelar?
Tenía que rechazar esas ideas por peligrosas, además de demasiado terroríficas, debido a la responsabilidad que conferían. Raymond era la nueva divinidad y él, Norton, no era un dios, sino tan sólo un apóstol adorador… Pero el recuerdo de la idea persistió, seductoramente.
Sin embargo, como discípulo le faltaba cumplir con un amor-muerte; y sabía que, mientras no lo hiciera, el Maestro jamás le brindaría su confianza total. Los otros lo habían hecho: Ben, Jack, Jeremy. Sólo a él le faltaba demostrar su devoción al Maestro y éste querría saber por qué. Pero… ¿y si el dichoso Maestro… era él mismo? ¿Autocastigo? ¿Acaso se debía a la falta de valor?
El timbre sonó por tercera vez y Norton abrió furioso la puerta.
―¿Sí?
Se topó con Lyman Henderson. El obeso director parecía preocupado.
—Norton, lamento interrumpir así, pero estoy sumamente preocupado por Helen Bradford. ¿Puedo hablar un momento contigo?
¡Vaya momento que elige este gordo idiota para retenerme! ¿Acaso no sabe que, dentro de una hora, el acontecimiento más importante de…? No, no lo sabe. Claro que no, pero…
—Pasa —respondió hoscamente. Sostuvo la puerta, mientras Lyman entraba pesadamente en la sala—. Siento que haya tanto desorden —agregó, mientras cerraba la puerta—. Estaba trabajando en el nuevo libro.
Lyman tenía la vista fija en las brillantes fotos de las víctimas de asesinato.
—Norton, ¿cómo soportas esas fotos? ¿No te revuelven el estómago?
Norton recogió apresuradamente las fotos y deseó haberlas archivado más temprano.
—Uno se acostumbra.
—¿Cómo te acostumbras a eso?
—¿Crees que los cirujanos dejan de operar porque no les gusta mirar intestinos? —respondió Norton, cada vez más irritado—. Si tu tema es el asesinato, tienes que aceptar el hecho de que es sangriento.
Lyman lo observaba con atención, muy sorprendido por la violencia de Norton, que normalmente era de modales suaves.
—Supongo que tienes razón… —dijo.
—Claro que tengo razón.
Metió las fotos en el cajón más alto del archivador y lo cerró de golpe. ¡Tenía que librarse de Lyman! No podía retrasarse…
—Bien, ¿qué ocurre con Helen ahora? —agregó, mirando a su jefe.
—¿Crees que exagerarías las leyes de la hospitalidad si me ofrecieras una silla?
El director se mostraba tan testarudo como Norton. El psiquiatra retrocedió.
—Disculpa. Por favor, siéntate. Aquí, en el sofá…
Lyman se dejó caer en el sofá, como el Hindenburg frotaba su torre de amarre.
—Norton, ayer dijiste que Helen está muy enferma. Naturalmente, fue toda una sorpresa para mí. Sabía que Jack se daba a la bebida, pero no imaginé que todo estuviese tan mal como, evidentemente, lo está… ¿Cuánto tiempo hace que tratas a Helen?
—Muy poco.
—¿Y qué son esos sueños que mencionaste?
Norton se encogió de hombros.
—Nada excepcional: seres del espacio extraterrestre, pesadillas…
—¿Y no te parece excepcional? —inquirió Lyman asombrado.
—No especialmente. Es lo que los psiquiatras vemos todos los días. Desde luego, existe la posibilidad de que su cerebro esté irreversiblemente afectado, pero es demasiado pronto para saberlo con certeza.
—Bien, Norton… no me gusta. No me gusta nada. Esas acusaciones maníacas, cuando dijo que Jack es un asesino… Si se le ocurriera decirlo delante de los alumnos, sería terrible para la imagen pública de la escuela. El problema es que el curso se inicia dentro de diez días y, a pesar de que quiero mucho a Helen, me pregunto si no debería buscar a alguien que la remplazara.
Norton sólo escuchaba a medias. Estaba concentrado en el abrecartas sobre su escritorio.
—Norton, me gustaría que prestaras atención…
—¿Eh? Oh…, lo siento. Sí, te comprendo y… quizá tengas razón. Quizá sea mejor que consigas un suplente para Helen. No puedo garantizar que haya mejorado para cuando comience el curso. Incluso es posible que empeore.
Lyman se inclinó hacia adelante y bajó la voz, mientras en su redonda cara se reflejaba la preocupación.
—No hay posibilidad de que ella diga la verdad, ¿eh? Me refiero a Jack. Al fin y al cabo, se ha mostado tan raro como Helen. El estallido de la otra mañana en la pista de tenis… ¿A qué demonios se refería cuando dijo que tú habías «manipulado su mente»?
—Ya te he dicho que ambos parecen tener una manía persecutoria paranoide.
—¿Y si no fueran manías? En esta zona han desaparecido varias personas. No sólo Judy Siebert, sino esa mujer de Fairfax. Y esta mañana oí por la radio que ha desaparecido un camionero de Wingdale. La gente está nerviosa…
Norton preguntó, suavemente:
—¿Cuántas veces te he dicho que, en potencia, todos somos asesinos?
Pero… ¿lo eres tú, Norton Akroyd? ¿Puedes tú hacerlo? Entre todas las personas, tú deberías…
Lyman Henderson miraba atentamente al director del departamento de psicología, que, sin duda alguna, se comportaba de modo extraño. Se sintió incómodo y nervioso.
—Bueno, si esa posibilidad existe —dijo—, aunque sea remota, es indudable que tendré que apartar a los dos del campus. ¿Crees que debería hablar con la policía?
—¿La policía? —preguntó Norton, risueño—. Los policías también son asesinos.
En nombre de Cristo, ¿qué ocurre?, pensó Lyman. ¿Por qué este hombre tiembla así? ¿Qué tiene detrás de la espalda?
Se levantó del sofá.
—Norton, ¿ocurre algo?
—Será… mejor que te marches —respondió Norton con voz ronca.
—¿Te encuentras bien?
—¡Sal! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Vete! ―antes de que te mate, pensó. Antes de que lo haga. Sal antes de que lo haga, porque quiero hacerlo. Quiero…
Lyman Henderson retrocedía hacia la puerta, pálido.
—¡Jesús, estás tan enfermo como ellos! —murmuró, mientras tanteaba en busca del tirador.
Al encontrarlo, abrió la puerta, la franqueó rápidamente con su voluminoso cuerpo y dio un portazo después de salir. En cuanto la puerta se cerró, Norton corrió por la habitación y hundió el abrecartas en la madera de la puerta.
—No podía hacerlo, Maestro. Yo… no podía. Te defraudé…
Se deslizó por la puerta y cayó al suelo hecho un guiñapo. Lo había arruinado todo. ¿Cómo podría ahora mirarle a la cara? ¿Cómo podría hacerlo? Ahora el Maestro sabía que había sido débil. Y él odiaba la debilidad. No puedo mirarlo…
Se puso en pie y se arrastró hasta el dormitorio. Sacó una maleta del armario y comenzó a llenarla de ropa.
* * *
Helen llegó a Princeton casi a las seis de la tarde. A esa hora estaba tan hambrienta que decidió que el destino del futuro podía esperar un rato, al menos hasta que ella comiera algo. Entró en la Nassau Tavern y pidió un menú completo.
Después de preguntar cómo llegar a Hodge Road, donde se encontraba la casa del doctor van der Zee ―era demasiado tarde para encontrarlo en el laboratorio―, volvió a subir al coche y enfiló por la calle principal de la ciudad, pasando ante los encantadores restaurantes pseudogóticos, con sus magníficas torres en sombras, hacia el monumento a George Washington, profusamente tallado.
Aquella tarde reinaba un fresco agradable después de la tormenta de la mañana, y la ciudad resultaba hermosa, con sus calles bordeadas de árboles y sus bonitas casas. Hodge Road era especialmente hermosa, y las casas especialmente bonitas. Pensó que el dinero del Premio Nobel debió de servir al doctor van der Zee para ayudar a pagar la hipoteca de una vivienda en aquel barrio, evidentemente caro. Su casa no era tan grande como las de sus vecinos, pero tampoco se podía considerar pequeña. Estaba rodeada por una extensión de césped bien cuidado y la vegetación era exuberante. A pesar de la belleza del atardecer, no había nadie en el jardín; sin embargo, en el acceso particular estaba aparcada una ranchera Buick.
Helen caminó hasta la puerta principal y pulsó el timbre. Poco después, una mujer canosa, con un vestido azul claro, abrió la puerta.
―¿Sí?
A Helen le recordó una campesina inglesa salida de una novela de Agatha Christie.
—Quisiera ver al doctor van der Zee —explicó—. Sé que esto es excepcional, pero se trata de una emergencia.
La mujer la estudió.
—Mi marido acaba de sentarse a cenar…
—Se lo ruego, es realmente importante.
La señora van der Zee retrocedió y sostuvo abierta la puerta. No parecía demasiado contenta.
—Pase usted.
Helen entró en un pequeño recibidor embaldosado, luego siguió a la mujer por la moderna sala hasta llegar a un comedor impoluto en el que un cincuentón delgado estaba sentado ante una mesa con superficie de cristal. El hombre se puso de pie cuando Helen entró. Tenía el pelo blanco, facciones agradables, y vestía ropa deportiva. La miró a través de unas gafas que resultaban demasiado juveniles para él.
—¿Doctor van der Zee? Me llamo Helen Bradford.
El físico miró inquisitivamente a su esposa, que se encogió de hombros.
—He venido desde Connecticut —prosiguió Helen, mientras revolvía el bolso— para traerle esto.
Sacó la caja de metal y se la entregó al científico, que la abrió.
—¿De qué se trata? —preguntó el hombre, al tiempo que sacaba la cassette.
Tenía acento holandés y su esposa, inglés.
—Le aconsejo que escuche la cinta. Será más simple que si yo intento explicarlo. Supongo que comprenderá que es muy importante.
Parecía confundido.
—En mi estudio tengo un aparato… —agregó indeciso—. Supongo que… —Pareció tomar una decisión—. Bueno, de acuerdo. Espere aquí. Volveré dentro de unos minutos.
Salió del comedor, y su esposa se sentó ante la mesa.
—¿Le apetecería tomar algo? —preguntó.
—No, gracias. Acabo de cenar.
—¿Y una copa de vino?
—Sí, me apetece.
—Por favor, siéntese.
Helen apartó una silla del costado de la mesa y se sentó, mientras la señora van der Zee servía el vino y le pasaba la copa.
—Bien, querida mía, ¿de qué se trata?
Helen bebió el Chablis helado.
—Preferiría que la cassette hable por sí misma.
—Ha venido desde Connecticut para entregar una cinta, acerca de la cual se niega a hablar con un hombre al que no ha visto en su vida. Me parece algo bastante extraordinario.
Helen no respondió, y con su silencio reconoció que era extraordinario, pero no necesitaba que la señora van der Zee se lo recordara. Transcurrieron varios minutos en un silencio algo hostil; la mujer demostraba que no le agradaba que los desconocidos interrumpieran su cena. Finalmente, su marido regresó. No tenía el aspecto de azorado y respetuoso temor que Helen supuso mostraría después de escuchar lo que para un científico debía de representar una especie de epifanía. En lugar de ello, parecía molesto.
—Jovencita, ¿se trata de una broma? —preguntó mientras se acercaba a la mesa, sobre la que dejó la cassette.
—¿Qué quiere decir?
—En esta cinta no hay nada.
Helen parpadeó, indecisa.
—Ahora debo pedirle que se marche.
—Ha sido Raymond —afirmó Helen—. Debió de borrar la cinta antes incluso de que de Voe comenzara a hablar…
—¿Raymond?
Sonó el timbre.
—Me parece que esta noche ayunaremos —protestó la señora van der Zee, mientras se levantaba de la mesa.
Su marido se acercó a Helen, al tiempo que su esposa cruzaba la sala.
—¿Había algo en la cinta? —inquirió.
—Sí. Y era importante.
—¿Qué contenía?
—El secreto de la tecnología de la fusión termonuclear controlada.
—Pues entonces, le han jugado una broma. Nadie lo conoce.
—El futuro sí.
—De eso estoy seguro, pero no sirve de mucho…
—La cassette era un regalo del futuro. O al menos, intentaba serlo. La idea consistía en proporcionarnos energía limpia veinticuatro años antes de que la consigamos realmente, y más de treinta antes de que el mundo se dedique a utilizarla. Así, dentro de ochenta años la atmósfera de la Tierra estaría libre de la contaminación. No lo acuso si piensa que estoy loca. Pero me habría creído si hubiese oído lo que estaba grabado en la cinta.
—¿Jan…? —llamó la señora van der Zee desde la puerta del salón.
Se volvieron y la vieron delante del sargento Bixby y del policía Rydell. El doctor van der Zee los observó con creciente preocupación.
—Me llamo Bixby —dijo el pelirrojo, con voz agradable—. Hemos venido para escoltar a usted, a su esposa y a la señora Bradford hasta Connecticut.
—¿Connecticut? —preguntó el físico—. No sea ridículo; no tengo motivos para trasladarme a Connecticut.
—Doctor van der Zee, comprendemos que se trata de una imposición, pero…―apoyó sugerentemente la mano en la pistolera.
Helen se puso de pie y dijo suavemente:
—Doctor, haga lo que le dicen.
—¿Alguien tendría a bien explicarme…?
—Todo le será explicado en Shandy —le interrumpió Bixby, con voz menos amable—. Afuera tenemos dos coches. Y hemos traído un chófer para que conduzca su coche, señora Bradford. Les agradecería que se movieran con la mayor rapidez posible.
Helen se acercó al sargento.
—Veo que ha cambiado de idea con respecto a mi historia —dijo.
—Su marido quiere recuperar el arma —fue su única respuesta.
Extendió la mano. Helen vaciló, pero luego sacó el Smith & Wesson del bolso y se lo entregó.
—¿Existe algún motivo para que mi esposa tenga que ir? —inquirió el doctor van der Zee.
El sargento Bixby asintió con la cabeza.
—Así es.
Marido y mujer cambiaron miradas de preocupación y confusión. Detrás ellos, Helen y los dos policías se dirigieron a la puerta de entrada.
* * *
Jack Bradford había apostado a favor de un sueño, y ahora que estaba a punto de convertirse en realidad, una docena de emociones en conflicto perturbaban su mente. Se dijo que Raymond debía ser lo que afirmaba ―más que lo que Helen había asegurado que era―, pues no había otra explicación posible para los milagros obrados en su mente. Pero Jack había cometido un asesinato… ¿Y si Raymond era del futuro, como decía Helen? ¿Y si sólo era humano, y si el comienzo de la Nueva Era sólo era una mentira, y Raymond no podía protegerlo a él y a los demás, y no estaban por encima de la ley?
Pero eso era imposible. Bixby y los otros dos policías estaban de parte de ellos. Al menos, parecían estarlo… Todo parecía. ¿Qué sería, realmente?
¿Quién era el Niño Estelar, ese dios falso? Raymond aseguró que lo había destruido, pero, de todos modos…, ¿quién era él? ¿Y si no era falso? ¿Y si la religión del amor-muerte no pasaba de encubrir una manía homicida? Lo que Raymond le había murmurado en sueños resultaba muy convincente. ¿Acaso la historia del mundo no era en realidad una historia de derramamiento de sangre, guerra y violencia? Como preguntaba Raymond, ¿por qué las otras religiones nunca habían prendido realmente? ¿Alguien podía hablar en serio del triunfo de la bondad cristiana, en un mundo dominado por el mal y la desdicha? ¿Y si se confrontaba con la pasmosa estadística de los cientos de millones de personas muertas en nombre del cristianismo y las demás religiones?
Por lo tanto, quizá Raymond percibía la verdad. Jack tuvo que reconocer que los delitos que cometió en nombre de Raymond habían sido casi tan embriagadores como él predijo. Pero al mismo tiempo, en la mente de Jack existía un poso de culpa, que se sumaba al temor de tener que pagar el precio de lo que había hecho, si aquella misteriosa fuerza que dominó tan rápidamente su vida no resultara todopoderosa.
Esa noche, cuando se reunió con Marcia y Jeremy Bernstein en la cima de Rock Mountain para esperar la llegada del dios que se había proclamado, el estado de ánimo de Jack era cualquier cosa menos sereno. Se protegió del fuerte viento y clavó la mirada en el centro del claro, preguntándose qué ocurriría con su vida a partir de ahora… y si toda la experiencia no habría sido una especie de sueño prolongado y estrafalario.
Fue en ese momento cuando notó que Norton no estaba allí.
—¿Dónde está Norton? —preguntó a los Bernstein.
Jeremy, cuyo rostro barbado parecía barnizado, se encogió de hombros y respondió que no lo sabía.
—Pero él no se perdería esto —agregó Jack, y una nueva idea lo sorprendió… o, mejor dicho, un viejo pensamiento regresó con renovada fuerza, ofreciendo una explicación alternativa—. ¿Y si yo estaba en lo cierto con respecto a Norton? —preguntó indeciso.
Los Bernstein lo miraron.
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si nada de esto ocurrió realmente? Si Norton sólo nos hizo creer que sucedió, hipnotizándonos…
—¡Oh, vamos! —intervino Marcia—. ¿Dónde pudo aprender a hacerlo? ¿Durante un viaje al Tibet?
—No lo sé, e ignoro cómo lo hizo, si es que lo hizo. Pero… ¿acaso no es, como mínimo, una posibilidad? Es psiquiatra, ha estudiado y, sin duda alguna, utilizó la hipnosis antes…
—Jack —le interrumpió Jeremy suavemente—, intentas negar la belleza de lo que nos sucede, la belleza de Raymond.
—¿Crees que lo que nos ha hecho es hermoso?
—La confirmación de que hay algo más allá, algo más grande que nosotros… Toda mi vida he querido creer en ello. Eso es hermoso.
El viento arreció, mientras Jack miraba a los demás.
—Entonces, ¿dónde está Norton? —insistió.
En ese momento, Jeremy señaló el centro del claro.
—¿Y qué me dices de eso? ¿Es una ilusión? —preguntó, y los otros se volvieron para mirar.
Un enorme cilindro cobraba forma. Los tres permanecieron transfigurados mientras el bloque de acero se materializaba en silencio. Después transcurrió casi un minuto hasta que la puerta se abrió lentamente. Apareció el hombre alto, de pelo dorado-blanco y túnica blanca con filigranas. Miró a su alrededor; después bajó del cilindro y elevó la mirada al cielo. La expresión de su rostro se tornó maravillada, al igual que la de sus apóstoles, mientras observaba el intenso azul del cielo nocturno y el sol que, gloriosamente dorado, se ponía tras las cumbres de las montañas, hacia el Oeste. Durante medio minuto permaneció con la mirada fija en lo alto, mientras el viento agitaba su pelo y su túnica. Luego dirigió la mirada a los apóstoles, sonrió y abrió los brazos.
—Amados cofrades —dijo—, os traigo nuevas de gran alegría: a vosotros ha llegado un nuevo dios.
Jack observaba con atención el rostro de Raymond.
—Eres humano —murmuró suavemente—, de carne y hueso como nosotros.
Raymond bajó los brazos.
—Hermano Jack —agregó—, ¿dudas de mí divinidad? ¿No comprendes que he asumido forma humana para predicar el evangelio aquí, sobre la Tierra? ¿Acaso mi predecesor no adoptó forma humana para predicar su evangelio de humildad y mansedumbre?
—Sí, pero…
—Mi padre, el Fuego Estelar, el Creador, me ha enviado a este mundo para mostrar la verdad. Si apareciera bajo mi auténtica forma, no quedaríais convencidos. Por lo tanto, he adoptado una forma de carne y hueso, para ser uno con vosotros. Y os conduciré a una gran alegría, poder y riqueza. Con el tiempo, viajaremos por el mundo y en todas partes seremos aclamados; levantaremos grandes templos en mi honor y en el de mi padre, y el mundo sabrá que es el principio de un nuevo tiempo…, el Nuevo Tiempo del Nuevo Dios.
»Y ahora, acercaros para abrazarme, y dejad que vuestros corazones se llenen de gozo. Porque el mundo es nuestro.
Volvió a abrir los brazos. Marcia se le acercó, bastante insegura. Él la rodeó con sus brazos y le besó los labios, con excesivo apasionamiento en opinión de Jack. Sin duda alguna, era un beso de carne y hueso. Cuando la soltó, Marcia temblaba y le miraba sorprendida. El dios Raymond sonrió mientras ella retrocedía. Luego se adelantó Jeremy y también fue abrazado. Cuando se apartó, Raymond se volvió hacia Jack.
—Mi desconfiado Tomás —le reprochó, sonriendo—. Acércate a saludarme y disipa tus dudas, porque yo soy lo que afirmo ser.
Jack vaciló un instante. El Raymond de sus sueños era tan distinto al Raymond de la realidad —si aquello era la realidad—, que apenas podía reconciliarlos. En sus sueños, Raymond había sido imponente, aterrador, mágico. ¿Y ahora? A pesar de su modo de hablar, supuestamente bíblico, el Raymond de carne y hueso había perdido magia.
¿Y el extraño cilindro de acero en el que había llegado? Bueno, era posible que un dios llegara en un cilindro de acero, pero a Jack el aparato le parecía una máquina. Ciertamente, una máquina extraordinaria, pero… ¿también celestial? Por otra parte, ¿y si venía de otro mundo, de un planeta que giraba alrededor de Tau Ceti, como había afirmado el Niño Estelar de Helen?
Finalmente, se acercó al hombre. Pero abrigaba más dudas que nunca.

2
El doctor Jan van der Zee se encontraba en el despacho lleno de libros y escuchaba con desconcierto la débil voz de la cassette. Hacía quince minutos que prestaba atención mientras la voz describía una ingeniosa teoría que combinaba algunos elementos de la tecnología existente de la fusión confinada por láser con otros del sistema de la máquina Tokamak rusa para formar un inmenso reactor de fusión denominado «infinitrón», que, según decía la voz, podía generar electricidad aprovechable directamente a partir del proceso de fusión, eliminando de manera total la necesidad de los grupos electrógenos convencionales. El hombre de la túnica blanca y dorada, que lo había observado en silencio desde detrás del escritorio de caoba, se puso en pie, atravesó el estudio y apagó el magnetófono.
—Supongo que ha oído lo suficiente para saber que la información es genuina —afirmó—. ¿Ha comprendido lo que se refiere a la física?
—Todo, no —replicó el ganador del Premio Nobel, mientras se quitaba los auriculares—. Pero lo suficiente. Tiene razón. No sólo es genuina, sino sorprendente.
—Para usted, no para nosotros —agregó Raymond, y cerró la tapa del magnetófono—. Para nosotros, esta información es tan conocida como la física atómica para usted.
Se encaminó nuevamente hacia el escritorio. Estaban en el estudio de la casa de Jeremy Bernstein. Una foto de Marcia sonreía desde su marco de plata, junto a la bonita lámpara de escritorio, torneada en bronce. Raymond se sentó y cruzó las manos sobre la escribanía de cuero fileteado.
—La cassette completa dura cuarenta y ocho horas —prosiguió—. Logramos un modo de compactar el sonido, por lo que podemos programar una gran cantidad de información en una cinta corta. Cuando escuche la totalidad de la cinta, verá que están los detalles completos, no sólo para la construcción de la cámara de fusión, sino también para adaptaciones menores que le permitirán construir automóviles, aviones, trenes y hasta hornos caseros propulsados por fusión… Todo aquello que ahora os plantea la necesidad de utilizar combustibles fósiles lo podréis mover mediante la energía de fusión, limpia y barata. Será una revolución total en vuestro modo de vida.
A través de sus gafas de marco juvenil, el doctor van der Zee observaba al extraordinario hombre sentado frente a él. En su opinión, el potencial de la cinta no era tan asombroso como la propia presencia de Raymond.
—¿Es usted realmente del futuro? —inquirió.
—Sí. En su condición de físico, apenas debería sorprenderse de que finalmente aprendiésemos a viajar a través del tiempo. Como sabe, se trata de una dimensión, igual que las tres del espacio. Llegamos a comprender la naturaleza del tiempo al estudiar los agujeros negros del cosmos.
—¿Qué relación puede existir…?
—La gravedad —le interrumpió Raymond—. Pero, doctor, no me propongo dirigir un seminario de física avanzada. Ya sabe que borré la otra cassette que la señora Bradford le entregó en Princeton, y le han dicho que dispuse la muerte de de Voe. ¿Comprende el por qué?
—No tengo la menor idea.
—El capitán de Voe se proponía regalar la cassette a su mundo. Y yo tengo la intención de vender la mía.
—¿Venderla? ¿A quién?
—Al mejor postor. El precio es de diez mil millones de dólares en lingotes de oro, que se depositarán en el Crédit Suisse de Zurich dentro de una semana a partir de hoy. Verá, he estudiado la economía del siglo XX… y sé dónde guardar mi recompensa. Le aconsejo que, en primer lugar, aborde al gobierno de los Estados Unidos. —Sonrió—. Doctor, parece sorprendido. ¿No cree que la cassette vale ese dinero?
—Probablemente sí, pero… diez mil millones en oro es más de lo que hay en Fort Knox. Arruinaría la economía del país…
—Pamplinas. Los costos energéticos se reducirían de modo tan tajante que sus productos se podrían vender a mucho menor precio que los del resto del mundo, y así multiplicarían por ocho los ingresos nacionales. De todos modos, la verdad es que no me importa quién compre la información. Si a Washington no le interesa, contacte a los petroleros árabes. Son lo bastante ricos.
—Pero… ¿por qué yo? —preguntó van der Zee.
Raymond se sentó en el borde del escritorio.
—Le he elegido como negociador porque es uno de los físicos más importantes del mundo, y porque los jefes de gobierno a los que se dirigirá en mi nombre le escucharán. No les dirá dónde estoy, ya que no me hago ilusiones con respecto a sus políticos. En lugar de pagar, me matarían para obtener la información gratis… si supieran mi localización. Pero hice grandes esfuerzos para formar mi grupo de protección durante las negociaciones. Es reducido, pero leal. Y, como ya expliqué, usted no dirá dónde estoy. Me encontraré relativamente a salvo.
—¿Por qué está tan seguro de que puede confiar en mí?
—Hemos traído aquí a su esposa. Ahora la tenemos en un lugar seguro. Puedo asegurarle que está cómoda, pero también he de decirle que, si se revela mi paradero, su esposa morirá… y no precisamente de un modo agradable. Soy algo así como un experto en ese campo. Sin embargo, no hace falta que seamos morbosos… Estoy convencido de que actuará como un excelente negociador en mi nombre. Al fin y al cabo, desea escuchar el resto de la cassette, ¿no es así? La curiosidad, sobre todo en un científico, debería ser una poderosa motivación. ¿Puedo suponer que nos comprendemos?
El físico meneó la cabeza.
—No le comprendo en absoluto. ¿Por qué se propone vender su mundo y nuestro futuro por diez mil millones de dólares?
—Las personas se han vendido por mucho menos, pero la respuesta es sencilla. No tengo intención de regresar a mi mundo. Aunque con la cassette lograra que los cielos del siglo próximo se volvieran azules, mi mundo sigue siendo horrible en comparación con el suyo. Los años de contaminación han devastado el paisaje, han matado la fauna, los árboles, las flores.
»Doctor, mis gustos son sencillos. Me agradan las flores… También tengo algunos gustos no tan sencillos, para los que necesitaré dinero. Por ejemplo, para comprar mujeres. Las mujeres de mi mundo ya no sienten ninguna emoción… Ni miedo, ni placer, ni nada. Pero las mujeres del suyo todavía experimentan, como mínimo, miedo.
—¿Y eso lo excita?
—Muchísimo. Nuestra sexualidad es tan distinta de la suya como nuestra física. De todos modos, necesitaré una inmensa suma de dinero para vivir como deseo…, para vivir como un dios. Cuando me eligieron para realizar este viaje en el tiempo, decidí que no sólo era una oportunidad única para escapar de mi deprimente siglo, sino también para hacer realidad la más apremiante de las fantasías, la fantasía de la divinidad. Convertirme en un ser todopoderoso, ser adorado y temido…
»El hombre necesita un dios al que adorar y temer, y yo estoy excepcionalmente calificado para ese papel. Como lo estaría usted si, con su sabiduría, pudiera remontarse en el tiempo hasta, por ejemplo, el siglo XIX. Los victorianos lo adorarían, pues usted sabría mucho más que ellos. Bien, su mundo me reverenciará de un modo semejante… porque puedo realizar lo que parecerán milagros.
Sacó un pequeño globo metálico del bolsillo de la túnica y lo sostuvo en la palma de la mano derecha.
—Como científico, este aparato debería interesarle. Se creó durante la segunda década del siglo XXI, por motivos sociopolíticos. Se denomina proyector de pensamiento. Cuando se le activa, emite un poderoso campo electromagnético que me permite manipular cualquier mente…, incluida la suya. En un santiamén podría convencerlo, o aterrorizarlo, para que creyese cualquier cosa. Por ejemplo…
Apretó un pequeño botón del globo y, con gran sorpresa de van der Zee, desapareció y en su lugar surgió una mujer desnuda…, rubia, de poco más de veinte años, con piel suave y figura cimbreante, que le tendía las manos.
—No tenga miedo, doctor —dijo la joven.
—Yo… yo no…
La muchacha sonrió y agregó:
—Tranquilo. Yo necesito amarlo y usted, amarme. Doctor, ¿me amará?
Él contempló la hermosa aparición mientras la muchacha pasaba junto al escritorio y se sentaba a su lado, en el sofá de cuero. Le quitó las gafas, se las guardó en el bolsillo de la camisa de él, le sostuvo el rostro entre las manos y le dio un prolongado beso en la boca. Él comenzó a responder. Extendió cautelosamente las manos y las apoyó en sus pechos suaves y llenos. En el mismo momento en que él notaba una erección, la muchacha se convirtió en una enorme serpiente que se deslizó entre sus manos y le silbó en la cara.
—¡Dios mío! —gritó el físico.
La apartó, mientras saltaba del sofá. La serpiente chocó contra la pared y se convirtió en un monstruo de dos metros que ocupaba el rincón del estudio. Su cabeza era la de un cadáver en descomposición y su cuerpo, una masa de tentáculos rosados que se retorcían. Abrió la boca y lanzó un chillido enloquecedor. Agitó sus cien tentáculos como un pulpo enloquecido y comenzó a caminar pesadamente en dirección al doctor van der Zee, al tiempo que emitía su lamento agorero. El científico corrió hacia el escritorio, cogió la lámpara de bronce y la lanzó con todas sus fuerzas contra la cabeza del monstruo. La lámpara atravesó la aparición, chocó con la pared opuesta y se hizo añicos contra el suelo.
El ser desapareció. En su sitio se encontraba Raymond, que sonreía mientras sostenía el proyector de pensamiento.
—Como ha visto, funciona bastante bien.
El doctor van der Zee se dejó caer en el sillón del escritorio, con una mano sobre el corazón y la respiración agitada por el temor.
—¿Qué fue eso?
—Una fantasía de mi mente, al igual que la serpiente y la muchacha. Fue una demostración breve, pero supongo que habrá notado que, con un poco de tiempo, yo podría convencerlo de cualquier cosa… o enloquecerlo.
—¿Eso les ha hecho a las personas de esta casa…, a los que usted llama seguidores? ¿Los ha enloquecido?
Raymond guardó el proyector del pensamiento en el bolsillo de la túnica y, durante un momento, pareció menos seguro de sí mismo.
—Es posible. Sospecho que uno de ellos ya me ha fallado, pero, por el momento, los policías parecen bastante estables.
—¿De qué mundo amoral viene, que tratan a los seres humanos de este modo?
Raymond se apoyó en el escritorio.
—Si pudiera leer la historia de su siglo con nuestra objetividad, comprendería que no está en condiciones de predicar. Con sus guerras, su Watergate, su afición a la violencia y el terror, su codicia…
—No niego nada de eso —le interrumpió van der Zee—, pero en nuestro mundo todavía hay algo de compasión.
—¿Dónde?
—En todas partes… El americano medio, así como el europeo, el asiático o el africano medios, odia la guerra y la violencia, desea alcanzar la paz y desterrar la pobreza. Queremos salvar nuestro medio ambiente…
—¿Y por qué no lo hicieron?
El físico titubeó.
—Lo estamos intentando. En todo el mundo hay grupos que se esfuerzan por resolver esos problemas…
—Hablan mucho, pero no son eficaces… y puedo asegurarle que, mientras tanto, el tiempo se acaba. Lo que usted denomina «moral» se desvanece; sus religiones, sus constituciones, sus civilizaciones, todo fracasa.
»Doctor, por mucho que le guste creer que es así, la verdad de su mundo no está en sus piadosas perogrulladas ni en las resoluciones de las Naciones Unidas. La verdad de su mundo reside en sus acuerdos corruptos, sus salas pornográficas, sus violadores, sus criminales y asesinos que matan por placer, sus egomaníacos ídolos del rock, el afán de poder de sus mentirosos políticos, la codicia de sus voraces sociedades anónimas, sus pobres descontentos y analfabetos y sus ricos aburridos… Mi mundo no es más que aquello en lo que se convirtió el suyo.
Sus ojillos parecieron penetrar en los del doctor van der Zee, y el físico se sintió avergonzado, pues realmente no tenía respuesta.
—Sinceramente, doctor, me ha decepcionado. Posee uno de los mejores cerebros de su época, pero carece de percepción o de sinceridad para mirar su mundo tal como es realmente. No es extraño que mi mundo se convirtiese en una pesadilla. Ahora márchese, ya no me interesa verle. Además, es tarde y mañana tendrá que madrugar para salir hacia Washington.
Van der Zee se levantó de la silla de escritorio.
—¿Y si ninguno de los gobiernos quiere comprarla?
—Ni siquiera los políticos serían tan estúpidos. Pero si lo fueran… Bueno, mi cilindro de tiempo ha tenido otra dificultad mecánica de poca importancia, pero podré arreglarla con bastante rapidez. Después, podré llevar fácilmente la cassette un poco más adelante en el futuro…; por ejemplo, a 1984. A esa altura, el mundo mostró tal necesidad de energía que en dicho año se libraron trece guerras por la posesión de los campos de petróleo, y en una de ellas se lanzó una bomba de hidrógeno. No tengo dudas de que en 1984 mi cassette se venderá. Dígales a los compradores en perspectiva que dispongo de otros mercados y que, si es necesario, estoy dispuesto a recurrir a ellos. Eso es todo, doctor, y… recuerde que tengo a su esposa en mi poder.
Atravesó el estudio hasta la puerta, la abrió e indicó a alguien que se encontraba en el salón que pasara. Jack apareció en el umbral de la puerta. Raymond le ordenó:
—Lleva al doctor van der Zee a su habitación. Luego prepara a tu esposa para la ceremonia.
Jack asintió con la cabeza mientras el físico se acercaba a él y lo observaba con curiosidad. Los dos hombres abandonaron el estudio, y Raymond cerró la puerta. Caminaron en silencio por el oscuro salón hasta la escalera y subieron. Al llegar al primer piso, Jack cogió al físico por la muñeca para detenerlo.
—¿Qué aspecto tiene el proyector del pensamiento? —preguntó en voz baja.
—¿Estuvo escuchando?
—Sí. ¿Cómo es?
—Se trata de un pequeño globo de metal. Lo lleva en la túnica.
Durante un momento, Jack guardó silencio. Luego murmuró torvamente:
—Demasiado para el Gran Dios Raymond.
* * *
Cuando la pequeña caravana de coches patrulla llegó a Shandy, a las nueve de la noche, Bixby y Rydell trasladaron a Helen hasta el desierto campus y luego a la capilla de la escuela. Los policías la condujeron hasta el sótano y luego a un almacén lleno de material de limpieza. Tenía esposadas las muñecas a la espalda, los tobillos atados con una cuerda y una apretada mordaza en la boca. Los dos hombres abandonaron el almacén, apagaron las luces y cerraron la puerta con llave. Helen se sentó en una caja de detergente sin abrir y aguardó a oscuras, escuchando el goteo de un grifo resquebrajado cuya agua caía en un cubo, al tiempo que se preguntaba qué nueva locura la esperaba.
Después de lo que le parecieron horas, oyó que la llave giraba en la cerradura y la puerta se abría. Alguien encendió la lámpara del techo. Marcia vestía una túnica de color, que Helen reconoció como perteneciente a la capilla de la escuela. En su pelo negro se entrelazaban margaritas blancas de plástico, que formaban una diadema virginal. Acarreaba una gran caja de cartón de Bergdorf Goodman. La presencia de la conocida caja de color púrpura de la casa de modas Bergdorf hacía que su disfraz pareciera aún más estrafalario.
—He venido a prepararte —anunció Marcia mientras se apresuraba a dejar la caja. Se inclinó hacia Helen y apoyó las manos en sus hombros—. ¡Él hizo el amor conmigo!
Se puso a bailar, giró y se abrazó a sí misma mientras tarareaba distraídamente. Después se detuvo debajo de la luz y se meció de un lado a otro como una perezosa alga marina de algún sueño cósmico.
—Soy la amante de Dios —agregó—. ¿No es fantástico? Antes de que llegara, tenía mis dudas. Jack también desconfiaba, pero Jeremy jamás perdió la fe. Ahora se acabaron las dudas. No puedes imaginar lo hermoso que fue… —se quedó quieta y la señaló, desde el otro lado del cuarto—. Y a ti también te ocurrirá. Oh, sí, te ocurrirá…
Volvió a tararear, se acercó a la caja de Bergdorf, que había apoyado en un cubo de basura, y la abrió. Extrajo una capa de noche de raso blanco con el borde en piel, del tipo que Carole Lombard pudo haber usado en Twentieth Century. La levantó, para que la amordazada Helen pudiera inspeccionarla.
—Me pidió que encontrara algo adecuado para que tú lo llevases durante la ceremonia, y pensé en esto. Perteneció a mi madre… Te quedará muy bien, Helen. Sabrás que siempre te consideré atractiva, aunque algo desgalichada; pero con esta capa te verás suntuosa, y al Maestro le agradan las mujeres suntuosas. Me lo dijo. Me dijo que yo era suntuosa… Lo bañé, le di masaje y me hizo el amor… ¡Oh, fue tan maravilloso! Ven, levántate. Pruébatela.
Marcia le acercó la capa, pero Helen continuó sentada, con la mirada fija en ella. El rostro de Marcia se tensó. Pateó con violencia las espinillas de Helen.
—¡Maldición, ponte de pie!
Aterrorizada, Helen se apeó.
—Así está mejor. —Le envolvió los hombros con la capa y luego retrocedió para observarla—. No está mal —comentó—. Y cuando acomodemos el velo nupcial…
¿El velo nupcial? En el momento en que la locura de lo que la esperaba comenzó a penetrar en la conciencia de Helen, el edificio tronó con la lejana música de un órgano. Marcia miró hacia el techo.
—¿Quién tocará durante la ceremonia? —se preguntó—. Sarah Blake está en Vermont. ¿A quién habrá conseguido Raymond a las dos de la madrugada? —volvió a mirar a Helen—. ¡Claro, qué estúpida soy! Él puede hacer cualquier cosa.
Se acercó a la caja de Bergdorf para coger un velo nupcial y un cepillo de pelo. Prosiguió con tono parlanchín:
—¿Sabes una cosa? Norton Akroyd ha desaparecido. Nadie sabe por qué, y el Maestro está furioso; Norton era uno de sus preferidos. —Se acercó a Helen y comenzó a cepillarle el pelo—. ¿Quién querría huir del Maestro? ¡Oh, Helen, no tienes idea de lo fabulosa que será mi vida a partir de ahora! Él me habló de todo ello mientras me hacía el amor… ¡Seremos ricos, fantásticamente ricos! Él dotará a su Iglesia con miles de millones, después viajaremos por el mundo y divulgaremos el Evangelio y levantaremos templos en honor de Fuego Estelar…
»Será todo un cambio en el viejo estilo de vida, ¿no te parece? Saldremos de esta espantosa aldea. Seremos… como estrellas de Hollywood —murmuró, tras meditar un instante. Luego dejó el cepillo y cogió el tul nupcial. Mientras lo colocaba en el cabello de Helen, acercó su rostro y sonrió—. Pero tú, tú serás la más afortunada de todos, porque te convertirás en la novia de Raymond.
Retrocedió y estudió a Helen, ataviada con la capa de raso y coronada por el velo de tul blanco, que caía sobre su boca amordazada y sus ojos incrédulos.
—Estás muy bonita. Oh, Helen, no te preocupes; yo cuidaré de Jack cuando te hayas marchado. Al fin y al cabo, ya lo he cuidado antes —añadió, riéndose—. En el River View Motel, exactamente. ¿Lo imaginaste alguna vez? ¿Sabías que él y yo fuimos amantes? No, creo que jamás lo sospechaste; eres demasiado ingenua, demasiado tonta. Bueno, ahora ya no tiene la menor importancia…
La puerta se abrió, y el sargento Bixby entró en el almacén.
—Estamos preparados —dijo.
—Nosotras también.
El policía sacó una navaja del bolsillo y cortó la cuerda que sujetaba los tobillos de Helen.
—Muy bien, señora Bradford, vamos arriba.
Helen intentó convencerse de que se trataba de otro sueño alucinatorio, del que pronto despertaría; pero últimamente los sueños se habían fundido con la terrorífica realidad. Marcia la agarró por el brazo y la empujó hacia la puerta.
—No te pongas nerviosa —aconsejó—. Será una boda espectacular. Ya verás.
Helen salió tambaleándose del almacén y pasó al sótano de la capilla. El sótano de la capilla. El sótano de Ben. El amor-muerte.
Oh, Dios mío, pensó. ¿Acaso todo el mundo ha perdido la cordura?

3
El órgano resonó con los majestuosos acordes preliminares del preludio coral de Sigfrid Karg-Elert titulado Demos gracias a Nuestro Dios…, pero no había organista visible en la caja del órgano. La capilla estaba vacía mientras la extraña procesión comenzaba a avanzar por el pasillo en dirección al altar. Primero apareció Jeremy Bernstein con una túnica de coro, de color blanco, y un cuenco de incienso humeante en las manos. Le seguía Jack, también vestido con una túnica y sosteniendo una vela encendida. Luego apareció Marcia, que llevaba la cabeza de búho de plumas blancas que Ben Scovill usaba cuando amó y mató a Judy Siebert. Detrás de Marcia iba la «novia», todavía amordazada y esposada, pero sus ataduras quedaban casi escondidas por el velo nupcial y la capa blanca. Iba flanqueada por los dos policías jóvenes, Highet y Rydell; tras ella, apuntándole con una pistola hacia la base de la columna vertebral, marchaba el sargento Bixby.
No había luces en la capilla; sólo estaba iluminada por una gran llama azul que resplandecía en el centro del altar como un gigantesco mechero de gas. Helen se dijo que tenía que ser una ilusión, semejante a las de sus sueños. Se dijo que era Raymond que inundaba la mente de todos con sus fantásticas imágenes…, pero ya no estaba segura. Quizá se encontraba en presencia de Dios. Sin duda alguna, el espectáculo de la llama era pavoroso. Tenía miedo, pero, en realidad, experimentaba una sensación de reverencia primitiva que desafiaba toda lógica: la sobrecogedora música, el bombardeo del grave y dominante pedal de Sol que estremecía la iglesia hasta sus cimientos, la mágica llamarada… Al fin y al cabo, ¿la presencia de Dios no debía de ser algo así? ¿Majestuosa? ¿Terrorífica? ¿Hermosa?
Cuando la música alcanzaba sus tonos más imponentes, la procesión se detuvo delante de la llama. Luego la música cesó, y sus ecos rebotaron con energía declinante en el edificio hasta que todo quedó en silencio.
Entonces apareció la calavera en medio de la llama, por encima de ellos, y una voz resonó en sus oídos:
—Soy Fuego Estelar, el Creador —entonó la voz—. Y he enviado a mi hijo, Raymond, para que habite entre vosotros. Temblad, y reverenciadle. Del mismo modo que mi hijo es vida, también es muerte. Así como es gozo, también es corrupción. Tiemblen aquellos que osen poner en duda su poder, pues la furia del Fuego Estelar llega más allá de la tumba… Existe una fría y lejana estrella a la que serán enviados, una estrella protegida por monstruos de maldad insuperada, y su destino eclipsa los delirios más locos de vuestras extraviadas mentes. ¡Tened cuidado! Y creed… Soy yo quien os lo dice… ¡Yo, Fuego Estelar, el Creador! ¡Fuego Estelar, vuestro Dios!
La voz calló entonces, y el cráneo desapareció de la vista mientras la llama azul se reducía rápidamente hasta convertirse en un leve resplandor, y luego se extinguía. Simultáneamente, surgió una nueva luz en el suelo, delante del altar; una luz blanca que iluminaba la figura de Raymond. Él estaba ahora sobre el altar, con los brazos abiertos y vestido con la túnica blanca. En la palma de la mano derecha sostenía el pequeño globo metálico: el proyector de pensamiento.
—Traed a la Novia de Raymond —canturreó.
La llama azul y la voz pudieron ser alucinaciones, pero Helen no se hacía la menor ilusión con respecto a lo que la esperaba. La culminación delirante de los sueños y de la religión ―no menos delirante― era su esponsorio con Raymond en un amor-muerte final. Final, al menos para ella. La «novia» de Raymond. La novia de Frankenstein. Volvía a vivir en una película de terror, y esta vez parecía ser realidad más que un sueño.
Se dijo que no debía mostrar miedo. Recordó la escena onírica del cuarto de acoplamientos, cuando Raymond se había quejado de la falta de temor de su víctima y había dicho cuánto anhelaba una respuesta emocional. Resolvió que no le daría esa satisfacción.
Los policías la empujaban hacia el altar. Pasó junto a Jack; él la observó sin inmutarse. ¿Era posible que poco tiempo antes hubiesen formado un matrimonio feliz? ¿Lo habían sido? ¿Acaso su felicidad fue otra ilusión? Ilusión y realidad… Quizá la realidad era ilusoria.
Mientras subía al altar y la empujaban hacia el novio, fijó su mirada en el brillante globo de metal que él tenía en la mano. En ese momento emitió una luz propia, una luz blanca que la hipnotizó. ¿Otra ilusión? ¿Qué era el globo? Descubrió que se perdía en la luz hasta que ésta cubrió su visión. Ya no podía ver a Raymond, a los policías que la empujaban hacia él, la iglesia, ni los celebrantes.
Lo único que veía era la luz.
* * *
Después se encontró de nuevo en el resplandeciente dormitorio de mármol blanco del sueño anterior, y los suaves acordes de obertura del Liebestod llenaron sus oídos. Otra vez estaba sentada en la cama gigantesca; al igual que en el sueño, vestía una túnica blanca de tela transparente. A través de la arcada apareció Raymond, con otra túnica blanca. Se detuvo al pie de la cama.
—He planeado esto —dijo— desde que mataste a mi primer apóstol, Ben.
—Maté a Ben porque, de no hacerlo, él me habría matado. Lo convertiste en un asesino.
Él caminaba de un lado a otro, a los pies de la cama.
—Ben fue quien tomó la decisión de matar. Yo sugerí; nunca ordené. Sin embargo, en el momento en que mató quedó vinculado a mí para siempre.
—No habría matado si tú no lo hubieses sugerido.
—Quizá, pero… ¿quién puede saberlo? Tu marido te mató en 1977. El doctor Akroyd tenía razón. Todos somos asesinos en potencia. El hombre no es un santo, sino un monstruo en su interior.
—Eso sólo es una parte de la verdad. Eso tan repugnante que llamas religión se compone de fragmentos de la verdad.
Ahora estaba a su lado y se sentó en la cama, junto a ella.
—¿De veras? Y dime, ¿no es ese el caso de todas las religiones? —preguntó, mientras observaba su rostro y su cuello.
—¿Por qué no intentaste sugerirme el asesinato a mí? —inquirió.
—Porque sabía que de Voe estaba en tu mente, y no quería que se enterase de lo que yo estaba haciendo. De hecho, le permití que te mostrara la verdad respecto de nosotros porque no importaba mucho; él estaba a punto de morir…, al igual que tú ahora. —Hizo una pausa—. Y morirás aterrorizada.
—Es posible que por temer a la muerte, pero… no a ti.
Él apoyó la mano en su brazo desnudo y sonrió.
—¡La valiente señora Bradford, que se ha mostrado tan segura frente a lo infinito!
—Esa mujer del cuarto de acoplamientos…, la presa, no te temía.
—Los funcionarios de la cárcel habían destruido su mente. Destruimos la mente de todos los criminales, para que no sientan odio ni temor. El problema consiste en que se convierten en seres emocionalmente nulos. Pero tu mente no ha sido destruida… todavía.
—Mientras tanto, no te temeré. Me inspiraste miedo una vez, pero nunca más. Te compadezco.
—¿Compadeces a un dios?
—Tú no puedes amar.
—Muy jesuítico lo tuyo —comentó—. Me pareces admirable. Pero, en mi mundo, amor y belleza son conceptos muertos, así como en el tuyo agonizan. La única emoción sincera que podemos sentir es el terror, y la alegría de producir terror…, lo que puede resultar más satisfactorio que el amor. El amor nunca dura. Pero el amor-muerte perdura eternamente.
Mientras pronunciaba estas palabras, el volumen de Liebestod creció y él se inclinó y la besó en la boca. Helen sintió repulsión, pero no tenía poder para rechazarlo. La luz volvió a inundar su mente durante un instante, por lo que quedó cegada; cuando la luz disminuyó, descubrió que estaba desnuda sobre la cama. Al ver lo que tenía encima de su cuerpo, haciéndole el amor, el grito recorrió su mente y los dolores del terror atravesaron su pecho.
La cosa corrompida que había entrado en su dormitorio la otra noche, después de que Jeremy abandonara la casa y ella oyera que Jack subía la escalera, la sostenía entre sus brazos; su cuerpo sacudía sus grotescas ancas, mantenía su rostro a unos centímetros del de ella, y sus amarillos globos oculares penetraban hasta su alma. En ese momento comenzó a comprender lo que quería decir Raymond, pues el horror que la recorría era electrizante y la revulsión que sentía era tan impetuosa que casi resultaba satisfactoria. Veía el rostro de la locura y de la muerte.
La luz volvió a inundar su cerebro. Al desaparecer, se encontró en el altar de la capilla. Raymond estaba delante de ella, con su túnica blanca, y le sonrió cuando apartó el velo nupcial de su rostro y le quitó la mordaza de la boca.
—Ahora me temes. Ahora sí que me temes.
Helen estaba transfigurada.
—Quitadle las esposas.
Sintió que los ganchos de acero liberaban sus muñecas y movió hacia adelante los doloridos brazos, levantando instintivamente las manos para rechazarlo.
Fue en ese preciso instante cuando sonó el disparo, y su estampido retumbó en la capilla. Vio el rostro tan próximo a ella retorcerse de dolor. Notó que algo de color gris rojizo salía a chorros de su cabeza, por encima de la oreja derecha, y le oyó gruñir al caer. Raymond era un hombre corpulento; su peso estuvo a punto de derribarla ante el altar, pero logró apartarse. Él se derrumbó en el suelo de madera, con un golpe seco, y permaneció inmóvil.
La luz desapareció. Con excepción de la llama de la vela de Jack, la capilla estaba a oscuras. Oyó que algo metálico rebotaba en los escalones del altar, y se preguntó si sería el globo que el muerto dios había sostenido en la mano.
—Enciendan las luces.
Era la voz de Jack, y esa orden mundana pareció llenar de realidad el vacío de las fantasías de Raymond.
—¿Dónde están las llaves? —preguntó Bixby.
—En el vestidor, al lado del altar.
Nadie abrió la boca mientras el policía se abría paso a trompicones en medio de la oscuridad hasta la puerta del cuarto. Luego se oyó el chasquido lejano de los interruptores eléctricos y las luces de la capilla se encendieron.
Raymond yacía en medio de un charco de sangre. Estaba muerto. Helen tenía la mirada fija en el cadáver, al igual que el policía joven que estaba a su lado y que parecía azorado. Marcia Bernstein corrió hasta el altar y se arrodilló junto al cuerpo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas cuando dijo:
—¡Está muerto! ¡Nuestro dios ha muerto!
—No era un dios —replicó Jack, y Helen vio que sostenía el Smith & Wesson y caminaba hacia el altar.
Marcia se irguió.
—Eso no es cierto. Era Dios, y era hermoso…
—¡Era un farsante! —gritó Jack, y recogió el proyector de pensamiento de debajo de un banco—. Un farsante que nos utilizó gracias a esto. Esta cosa, este globo de metal provocó todos los sueños, todo el terror, todas esas… —agitó la mano hacia el techo de la capilla— …esas llamas azules, y los cráneos, y las voces de Fuego Estelar y los efectos especiales.
Subió corriendo los escalones del altar, al tiempo que se guardaba en el bolsillo el proyector.
—Raymond nos convirtió en asesinos porque necesitaba esbirros, no apóstoles. Convirtió a Bixby, a Highet y a Rydell en secuestradores porque no quería una congregación, sino un ejército privado. —Se volvió hacia Helen—. Escuché a Raymond mientras hablaba con van der Zee.
Ella se quitó el velo nupcial y la capa de raso blanco, y en sus ojos cansados brilló un destello de esperanza.
—Entonces, ¿lo mataste para salvarme?
—Puedes creer en ello, si así te sientes mejor. —Se dirigió a los demás—. Lo maté para salvarnos a todos nosotros. Porque si Raymond no es Dios, no estamos por encima de la ley. Creo que ningún juez nos pondrá en libertad aunque insistamos en que nuestras mentes fueron manipuladas por un hombre del siglo XXI. Si no nos sentencian a cadena perpetua, terminaremos en una celda acolchada… Pero ahora podemos evitar ambas situaciones.
—¿Cómo? —inquirió Bixby.
—Si no hay cuerpos, no hay asesinos. Podemos meter a Raymond, a Ben y a los demás en el cilindro de tiempo que está en la cima de la montaña y enviar a todos al siglo próximo. Además, tenemos la cassette. Nada nos impide hacer lo que Raymond pensaba: venderla por diez mil millones, dividir el dinero y…
—¿Qué cassette? —preguntó, confundido, Jeremy.
—Te lo explicaré después. Pero hazme caso: vale mucho más que Fort Knox. ¿Qué opináis? Si sois ricos, no necesitáis un dios.
Helen observó sus caras. Mordían el anzuelo. Un instante después, Bixby preguntó:
—Pero… ¿quién sabe poner en marcha el cilindro?
—Yo —replicó Helen tranquilamente.
Todos se volvieron para mirarla.
—Me enseñó el capitán de Voe, el otro temponauta.
—No tengo ni puñetera idea de lo que es un temponauta —dijo Bixby—, pero me muero de ganas de hacerme rico. Vamos, saquémoslo de aquí.
Jack se quitó la túnica y la dejó caer al suelo. A continuación, él y los policías recogieron el cuerpo del dios caído y lo retiraron del altar mientras Marcia Bernstein limpiaba la sangre del suelo.

4
La cassette. Ahora a ella sólo le importaba una cosa: la cassette. Los amores-muerte, las delirantes pretensiones de Raymond, su propia seguridad…, todo era insignificante comparado con la información que contenía la cinta. Si la firma de Dios estaba en la naturaleza, la blasfemia final no eran las actitudes de Raymond, sino una tierra futura manchada por las arremolinadas nubes de contaminación que había visto en el sueño. Era necesario salvar a la Tierra.
Ahora la amenaza no la constituía Raymond, sino la codicia de su marido y los demás. La promesa de riquezas incalculables los había corrompido con la misma rapidez que la perversa religión de Raymond. Había visto que, mientras escuchaban a Jack, la temerosa expresión de sus rostros se convertía en codicia. ¿Y si el gobierno resistía, o regateaba? Los gobiernos también eran codiciosos. ¿Y si enviaban tropas para apoderarse de la cassette, en lugar de pagar miles de millones? Era posible. Y en la confusión que se desataría, ¿quién pensaría en el futuro, quién protegería la cassette? Acabaría quemada, destruida, perdida…
Nada importaba, salvo la cassette.
A su manera, el cortejo fúnebre que ascendía a oscuras por la montaña era tan estrafalario como durante la escena de la capilla. Uno por uno, retiraron los cadáveres de los féretros colocados en el sótano de la casa de Ben, los acarrearon escaleras arriba hasta la cocina, los llevaron al exterior de la casa, los subieron por la colina hasta el cilindro de tiempo, los metieron en su interior y allí los arrojaron sin miramientos al suelo.
Helen reparó en que los cuerpos se conservaban perfectamente, a pesar de que no habían sido embalsamados. Mientras permanecía de pie delante del negro ventanal de tiempo y observaba cómo alineaban a Ben y a los demás a lo largo de la banqueta, se estremeció. Pero tenían demasiada prisa para respetar a los muertos. Era necesario apartarlos a empellones, lanzarlos al océano del tiempo, hacia otra era, a fin de salvar a los vivos.
En un momento en que se quedó sola en el compartimiento metálico, caminó hasta el costado del ventanal de tiempo y abrió el panel de mandos. Movió los discos de tiempo y colocó el interruptor rojo en la posición de encendido. Luego cerró el panel y volvió ante el ventanal.
El último cadáver que subieron fue el de Doug, el camionero. Después, Jack, que sudaba debido al esfuerzo, miró a su esposa y preguntó:
—Y ahora, ¿qué? ¿Cómo funciona el aparato?
Ella paseó la mirada por la pequeña estancia: el sargento Bixby y los dos policías jóvenes, Highet y Rydell, Jeremy y Marcia, Jack. Todos la miraban.
—Tengo que ir al compartimiento de abajo —dijo—. Los mandos están allí. Esperad aquí. Luego nos marcharemos todos juntos.
Se abrió paso entre los vivos y los muertos hasta la escala y comenzó a bajar.
—Espera un momento —pidió Jack, desconcertado—. ¿Qué compartimiento de abajo? Yo no vi ninguno…
—Adiós, Jack —agregó, y desapareció por la escalera de mano.
—¡En nombre de Dios, detenedla!
Podía oír el pánico, sentirlo mientras abandonaba el cilindro de tiempo y quitaba la traba a la puerta abierta. Después los gritos, el ruido que alguien hacía al deslizarse por la escala de mano…
Cerró de un portazo; el alto cilindro de acero comenzó entonces a desmaterializarse.
Al rato quedó sola en la cima de la montaña, acompañada tan sólo por la suave brisa que agitaba las agujas de los pinos.

Epílogo
MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN
1
Regresó al campus en su Toyota, se dirigió a casa de los Bernstein y liberó al doctor van der Zee, encerrado en el dormitorio de la planta alta. Luego le explicó lo que había hecho.
—¿Los ha asesinado?
—No, me libré de ellos lo suficiente para que usted se lleve la cassette de aquí. Puse los discos de tiempo para dentro de dos días. El cilindro regresará a las ocho de la mañana de pasado mañana. Mi marido asesinó a Raymond para poder vender él la cassette, pero es demasiado importante para venderla. Ha de ser entregada al mundo, tal como se proponía de Voe. En cuanto tenga precio, Dios sabe lo que podría ocurrirle.
El doctor van der Zee consideró un instante sus palabras y después, con gran alivio de Helen, reconoció que, probablemente, había actuado con inteligencia.
—Pero… ¿estarán seguros? —inquirió—. ¿En el cilindro hay oxígeno suficiente?
—Recorre cinco años por día terrestre, de modo que un mes terrestre sólo equivale a veinticuatro minutos del cilindro y dos días terrestres equivalen a menos de dos minutos. Estarán perfectamente bien durante dos minutos. Y si se asustan, tampoco les vendrá mal. ¿Tiene idea de dónde está la cassette?
—Estaba abajo, en el despacho. Él la dejó en el magnetófono. ¿Dónde está mi esposa?
Ella comenzó a bajar la escalera.
—Vi luz en Beline Hall. Probablemente la encerraron en el laboratorio. Busquemos primero la cassette…
Pero había desaparecido. Revisaron el despacho y más tarde el resto de la casa, pero la cassette no estaba a la vista. Helen dijo que deberían registrar la capilla, pero el doctor van der Zee, comprensiblemente preocupado por su esposa, se dirigió primero al edificio del departamento de psicología donde encontraron, efectivamente, a la señora van der Zee dormida en la cama del laboratorio. No le habían hecho daño, pero estaba totalmente desconcertada con respecto a lo que sucedía. Mientras se dirigían hacia el edificio de al lado, la capilla, y buscaban la cassette, su marido y Helen le explicaron. Finalmente, poco antes de que amaneciera, Helen se dio por vencida.
—Raymond debía de llevarla encima —concluyó, suspirando—. En el bolsillo de la túnica. Puesto que todo dependía de la cassette, probablemente quería tenerla consigo.
—Entonces… ¿tendremos que esperar el regreso del cilindro? —inquirió el doctor van der Zee.
Helen asintió cansinamente con la cabeza.
—Supongo que sí. ¡Maldición, en ningún momento se me ocurrió pensar que podía tenerla consigo!
Estaban ante el altar, y ella miró la mancha de sangre en el suelo. Raymond la había aventajado tácticamente, incluso en la muerte. Raymond, el hombre que presumió de ser Dios y que había tenido una muerte mortal. Pensó en las monstruosas fantasías que él había albergado en su mente. ¿Era posible que la misma raza humana que erigió las catedrales medievales pudiera construir un mundo tan perverso, sórdido y espeluznante como el que había visto en sueños?
Ella lo había acusado de predicar sólo una parte de la verdad acerca de la naturaleza del hombre, pero quizá se engañaba a sí misma. Al fin y al cabo, había desatado monstruos en la mente de su marido, de los Bernstein y de Norton…, monstruos que ella jamás hubiera creído que existían si no hubiese visto el santuario lleno de sus víctimas. Al fin y al cabo, quizás él estaba en lo cierto…
—¿En qué piensa? —preguntó el doctor van der Zee.
—En Raymond —respondió ella, y levantó la mirada—. ¿Es posible que él fuera ejemplo de aquello en lo que nos estamos convirtiendo?
—Me dijo que su mundo es el resultado de lo que le sucedió al nuestro —explicó van der Zee—. Aunque no me gusta creerle, me pregunto si no he de hacerlo…
—Pero la información de la cassette, ¿no cambiará el futuro? —preguntó su esposa.
—Tal vez cambie la contaminación externa —respondió Helen—, pero… ¿qué pasará con la interior?
Ella levantó la mirada hacia el techo de la capilla y en su mente revivió la llama azul, y oyó la voz de Fuego Estelar. La egomanía monstruosa, la perversión, el amor de la violencia, la violencia del amor… Sabía que todo eso ya formaba parte de su mundo, pero detestaba tener que aceptar la idea de que era lo que iba a sobrevivir para finalmente triunfar.
Decidieron que los van der Zee, a pesar de su agotamiento, tomarían prestado el Volvo de Jack y regresarían a Princeton. El doctor deseaba informar a sus colegas del laboratorio de Física del Plasma de la existencia del fantástico tesoro de información que estaba a punto de pertenecerles; no sólo se trataba del secreto no revelado de la fusión termonuclear controlada que contenía la cassette, sino de la maravilla del proyector de pensamiento ―Helen recordaba que Jack se lo había guardado en el bolsillo―, así como del milagro del cilindro de tiempo. El físico regresaría la tarde siguiente a Shandy, con tres ayudantes y algunos miembros de la Facultad de Ciencias, que estarían tan deseosos como él de examinar el cilindro de tiempo. A la mañana siguiente acompañarían a Helen hasta la cima de la montaña para esperar el retorno del cilindro y de sus ocupantes.
El enigma consistía en qué hacer con ellos. El problema de su culpa era, en el mejor de los casos, espinoso: de no ser por Raymond, ¿habrían matado realmente? Pero, desde luego, habían matado. Además, existía el problema de que Jack encontrara la cassette, aunque durante los dos minutos que permanecerían encerrados en el cilindro tal vez no descubrieran que la cassette los acompañaba. Pero Jack tenía la pistola, los policías también llevaban armas y no era de esperar que cambiaran de idea con respecto a la venta de la cinta. Por este motivo, el doctor van der Zee deseaba que la policía fuera a la cima de la montaña para obligarlos a entregar la cassette.
Helen no estaba de acuerdo.
—Jack tiene miedo —dijo, mientras ellos subían al Volvo—. Ha cometido un asesinato, y ahora no cuenta con Raymond para que lo proteja. Si cuando salga del cilindro ve a la policía, puede asustarse y empezar a disparar. Creo que debemos tratar de convencerlos de que tienen que entregarse. Ahora que usted y la señora van der Zee pueden respaldar su relato, y con el cilindro de tiempo como prueba de que todo ocurrió realmente —le agradó decir esas palabras; hicieron que se sintiera mucho mejor—, existen muchas posibilidades de que recaiga sobre ellos una condena reducida.
—Es posible —admitió van der Zee—, pero necesitarán un abogado excepcionalmente bueno. Usted se equivoca con respecto a la policía: debe estar allí para que pueda ver la materialización del cilindro, dado que es el mejor modo de convencerla. Creo que no podemos correr riesgos con su marido. La cassette es demasiado importante. ¿Y si dispara contra nosotros porque la policía no está allí?
Helen meditó en ello y al fin cedió, aunque de mala gana.
—De acuerdo. Mañana por la noche, cuando lleguen, iremos en busca de la policía del estado. No me parece inteligente, pero supongo que no tenemos alternativa.
—Bien.
Van der Zee puso en marcha el coche y miró a Helen por la ventanilla abierta.
—¿Se divorciará de él? —preguntó.
—No lo sé.
—Después de lo ocurrido, no es posible que sienta lo mismo por su marido.
—No, no siento lo mismo. Pero…
Pensaba que tal vez, con Raymond muerto, la influencia destructora que éste había ejercido sobre la personalidad de Jack también moriría. ¿O acaso era una expresión de sus deseos? ¿Podían borrarse los asesinatos? ¿Existía la posibilidad de volver a encerrar el monstruo desatado en su mente?
—Ya veremos —murmuró.
El físico cambió de tema. Se despidió de ella hasta la noche siguiente, el Volvo dio media vuelta y se alejó, dejándola sola en la puerta de la casa blanca de la ladera de la montaña.
Estaba a mitad de camino de Nueva York cuando lo recordó.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué ocurre? —preguntó su esposa, que ocupaba el asiento contiguo.
—El cilindro de tiempo. Raymond dijo que había un problema…
—¿De qué se trata?
—No lo sé. Dijo que podía arreglarlo fácilmente, pero… —vaciló—. Quizás estoy demasiado inquieto. Si pudo desmaterializarse, cabe suponer que funciona bien…
No dijo nada más; el Volvo avanzaba hacia el sur por la Ruta 684, en dirección a White Plains, y cuarenta y cinco minutos después atravesó el puente George Washington y se cruzó con el tránsito madrugador de todas las mañanas, que iba en sentido contrario. Luego se dirigió hacia el peaje de la carretera de Jersey.
* * *
Anthony di Giorgio estaba nervioso por el cambio de viento.
Permanecía de pie en el borde de su vertedero de seis hectáreas en las afueras de Elizabeth, New Jersey, y miraba el humo negro que ascendía desde la basura que se quemaba. La pasión de Anthony por las pastas y el vino lo había cargado con unos cuarenta y cinco kilos de más en los treinta años transcurridos desde que regresara de la Segunda Guerra Mundial como un esbelto y condecorado ex miembro del batallón de construcción del Cuerpo de Ingenieros de la Armada. Ahora, con su camisa floreada de cuello abierto y pantalones grises, estaba tan rechoncho como su cuenta bancaria. Porque Anthony era rico. Su fortuna comenzó con un pequeño negocio de chatarra financiado con sus ganancias en el póquer de a bordo en tiempos de guerra, y creció hasta permitirle adquirir bloques de apartamentos y vertederos a lo largo de su camino hacia la riqueza, hasta que pudo alcanzar el más grande de todos los premios: disponer de una flota de camiones de basura. Anthony se alimentaba con los desperdicios del mundo y así florecía.
Estaba orgulloso de su triunfo, de su Fleetwood gris, de su casa de 200.000 dólares en Short Hills, de su mansión de veraneo en Sea Girt, de Carla, su rolliza y bonita esposa, de sus tres guapos hijos varones y de sus dos hermosas hijas. El mes de junio anterior, su hija mayor, Isabelle, había contraído matrimonio con el hijo «de un ejecutivo del negocio de los préstamos» ―tal era la descripción algo equívoca que los periódicos daban acerca de su profesión―, y la fiesta de esponsales, celebrada en uno de los clubes de campo más lujosos de Nueva Jersey, había sido espectacular. Anthony aún resplandecía al recordar la lista de invitados, que incluía tres diputados, un ex gobernador, cuatro alcaldes, la flor y nata de los concejales, un famoso profesional del golf, al menos una docena de millonarios y varias actrices principiantes… Fue una reluciente exhibición de su éxito, en la que mostró su riqueza e influencia ante el mundo.
Desde luego, Anthony tenía problemas, el menor de los cuales no eran las malditas leyes anticontaminación que los extravagantes ecologistas de la localidad habían logrado instaurar en el municipio. Amas de casa histéricas, intelectuales muertos de hambre, maricas, comunistas…, eso pensaba Anthony de los «chiflados del aire limpio», como los llamaba. Contrarios a la quema de desperdicios. Hombre, pero si la basura se había quemado durante siglos, ¿no? Querían que enterrase la basura con palas mecánicas… ¿Acaso tenían idea de lo que costaban las excavadoras? Además, no eran prácticas. El nivel hidrostático era demasiado alto. ¿No había llegado a pagarle a un experto de Nueva York para que escribiera un informe que demostraba que, si enterraba la basura, ésta podría filtrarse hasta el suministro de agua y contaminar los pozos locales? Pero no sirvió de nada. Los chiflados del aire limpio no quisieron atender razones. Se les había metido aquella manía en la cabeza. Aire limpio… Bueno, él no estaba en contra del aire limpio, pero… ¿por qué no perseguían a los verdaderos contaminadores, las empresas de servicio público y las fábricas? ¿Por qué se metían con él? ¡Si lo único que hacía era quemar un poco de basura!
En cierto sentido, había logrado soslayar las ordenanzas. Conocía a las personas adecuadas —todos habían asistido al banquete de su hija, ¿no?—, y la contribución adecuada, entregada discretamente al círculo político adecuado, obró maravillas, como de costumbre. Se habían realizado algunos cambios en la ordenanza anticontaminación. Bajo determinadas condiciones atmosféricas, se permitiría la quema de basura en los vertederos de ciertas zonas… y no era necesario agregar que, casualmente, los vertederos de Anthony di Giorgio se encontraban en las zonas mencionadas. Los chiflados del aire limpio se habían desgañitado, pero esta vez no lograron nada. La gente se hartaba de tanto revuelo. Además, a diferencia de Anthony, no eran lo bastante inteligentes como para realizar esas pequeñas y silenciosas donaciones políticas que obraban silenciosas maravillas.
El día anterior había comenzado a quemar basura, pues las condiciones atmosféricas eran las adecuadas. El viento llegaba del oeste, y arrastraba el humo negro y hediondo hacia el océano. Pero aquella mañana, al amanecer, el viento había cambiado perezosamente hacia el este, y el humo tomaba un mal rumbo hacia la autopista de Jersey, y Anthony di Giorgio estaba nervioso. Si el maldito viento no cambiaba pronto, las autoridades de la autopista empezarían a chillar, y ello podría causarle verdaderos problemas. ¿Con cuánta frecuencia soplaba viento de levante?, preguntaría él, a modo de explicación. Casi nunca, y él no podía saber… Pero sería difícil. La autoridad de la autopista tenía también sus manías con respecto a las nieblas, el humo y la reducción de la visibilidad en la gigantesca carretera, con su pesado tránsito de camiones. Si el viento no cambiaba pronto, se le echarían encima…
Ahora miraba la carretera, situada aproximadamente a trescientos metros de donde se encontraba. El lejano y constante rugido de los diesel amainaba cuando frenaban antes de zambullirse en medio del humo. Anthony calculó que éste cubría aproximadamente quinientos metros. ¡Si sólo el puñetero viento cambiara de dirección…!
También era mala suerte, pues en el resto del cielo no aparecía una sola nube; en cambio allí, para que todos lo vieran, relucía el smog de di Giorgio… y lo peor era que el humo se espesaba. ¡Cristo! En medio de aquella mierda, probablemente no se vería a cinco metros de distancia… Se alegró de que su limousine no estuviese allí, pues podría pasar un rato difícil. Las autoridades de la autopista se presentarían en cualquier momento, gritarían hasta desgañitarse… Bueno, la culpa no era suya. Él no podía controlar aquel maldito viento.
Fue entonces cuando oyó el chirrido de los frenos, seguido de un estrépito ensordecedor. Parpadeó y aguzó el oído. Un silencio momentáneo, el bramido de la bocina de un diesel, el chirrido de otros frenos, otro estrépito. Dos, tres… ¿cuántos más? ¡Cristo, aquello iba a ser infernal!
Echó a correr hacia su Cadillac. Tenía que llegar a la oficina, atender las llamadas telefónicas, ponerse en comunicación con el alcalde, con su abogado…
En el preciso momento en que llegaba junto a su coche, oyó otro bocinazo, chirriante pero débil, como de un Volkswagen u otro coche extranjero. Después, un nuevo estrépito. Si se tratara de uno de esos coches pequeñitos, tendrán que sacar al conductor con cucharilla, pensó.
Subió a su coche, dio un portazo, arrancó y se alejó a toda velocidad del vertedero, en dirección a su oficina y al teléfono.

2
Helen oyó la noticia por radio.
Los van der Zee habían sido su máxima esperanza con la policía, así como su único lazo con lo que todavía consideraba la normalidad. Ahora que estaban muertos —liquidados en un brutal e insensato accidente en cadena en la carretera de Jersey—, nada podía hacer sino permanecer en el salón y mirar por la ventana.
¿Qué debía hacer ahora? ¿Debía acudir a la policía, como van der Zee había aconsejado? Pero si existía alguna posibilidad de restablecer la antigua relación con su marido, la arruinaría para siempre si, cuando bajaran del cilindro de tiempo, sus pasajeros se hallaban frente a las armas de la policía del estado convocada por ella. Podía imaginar la mirada de odio que Jack le dirigiría… Sí, tenía muchas pruebas de que ya la odiaba, pero ahora Raymond estaba muerto y existía la posibilidad ―aunque ciertamente débil― de que el antiguo Jack regresara; y ella había amado al antiguo Jack, tanto que no era capaz de desestimar esa posibilidad.
Pero no llamar a la policía suponía correr un enorme riesgo. ¿Podía manejar a Jack por sí sola? Él y los demás bajarían del cilindro sin comprender que habían transcurrido dos días en lugar de dos minutos, y sólo ella estaría allí para tratar de convencerlos de que todo había terminado, y debían entregarse a la policía…
¿Y si Jack la mandaba al infierno? Al fin y al cabo, diez mil millones de dólares era una cantidad de dinero increíble. Y en cuanto a Marcia, que ya estaba al borde de la locura… ¿podría razonar con ella? Los tres policías, deseosos de convertirse en millonarios de la noche a la mañana, ¿estarían dispuestos a entregarse y exponerse a unas condenas a presidio probablemente largas?
Y ella misma… También había matado. ¿Podría demostrar que fue en defensa propia? Al fin y al cabo, cabía considerarla una esposa celosa… ¿Estaba dispuesta a ir a la cárcel, si no lograba demostrarlo? Difícilmente.
Vagabundeó por la casa durante el resto del día mientras intentaba tomar una decisión, y no lo consiguió. No lograba comer y, pese a estar agotada, tampoco dormir. En una ocasión se miró en el espejo del cuarto de baño, vio los círculos oscuros de sus ojos inyectados de sangre y comprendió, con asombro, que la espantosa experiencia vivida la había envejecido. Ya no parecía una joven sana de veintiocho años, sino una mujer cansada y frenética, al borde de la madurez, que no se preocupaba demasiado por su estado de ánimo. Luchaba con el fantasma de Ben y también con el de Raymond… Y Jack, ¿aún la consideraría físicamente atractiva? Jack, Jack… Lo deseaba, lo anhelaba, quería que ahora estuviese allí para hacerle el amor, para decirle que lo quería, que el amor no había muerto en el mundo, y para poner fin a la pesadilla.
A las seis encendió el televisor y miró el telediario. Una joven había sido brutalmente asesinada a cuchilladas en Greenwich Village, y la policía buscaba a su asesino. Violencia, la violencia nocturna que se proyectaba en el pensamiento en millones de salas de cine. ¿Nunca tendría fin? La policía estatal de Connecticut había hecho pública una alarma en cinco estados por la desaparición de tres agentes de la policía montada. ¿Desaparecidos? Se habían desvanecido en el aire. Literalmente, pensó.
Después, un informe especial sobre la oleada de desapariciones que había azotado el noroeste de Connecticut. Entrevistaron al señor Fredericks en su casa de Fairfax, mientras alimentaba a su hijo sin madre. El señor Fredericks, con aspecto macilento, dijo que aún abrigaba la esperanza de encontrar a su esposa… ¿Esperanza? Era un tonto al abrigar esperanzas. Ella estaba muerta. Yacía en el suelo del cilindro, que giraba en algún sitio fuera del tiempo.
Helen no pudo soportarlo más. Se levantó y cambió de canal. En la pantalla apareció una maraña de acero retorcido y creyó reconocer el Volvo de Jack, aplastado entre un camión y una camioneta. Luego pasaron una foto del señor van der Zee, que sonreía tras sus gafas demasiado juveniles mientras la voz del locutor, desapasionada y maquinal, comunicaba la muerte del eminente físico.
Se oyó a sí misma gritar. Quería destruir las noticias. Cogió un cenicero de cristal y lo arrojó con todas sus fuerzas contra el televisor. El cenicero se estrelló contra la pantalla y el aparato se incendió y saltó en pedazos con una explosión. Silencio y humo.
Temblaba ahora, y la cabeza le daba vueltas. Salió a trompicones de la casa, corrió por el jardín y cayó sobre la hierba. Permaneció allí, llorando quedamente mientras el cielo del atardecer resplandecía con sus matices rosados, dorados y azules. Necesitó cerca de diez minutos para serenarse. Luego se levantó y regresó cansinamente a la vivienda.
Clavó la mirada en el televisor hecho añicos. Tenía que resistir, tenía que hacerlo. No podía derrumbarse ahora; era demasiado lo que dependía de ella. Tenía que resistir.
* * *
Veinte minutos más tarde, un coche patrulla entró en el acceso privado y aparcó frente a la casa. Dos policías se apearon y caminaron hacia la puerta principal, mientras Helen observaba temerosamente desde una ventana. Cuando respondió a la llamada, el primer policía preguntó si el señor Bradford se encontraba en casa.
—No —respondió—. Soy su esposa. ¿Para qué deseaba verlo?
—¿Dónde está su marido?
Díselo, pensó. Esta es tu oportunidad. ¡Díselo! ¡Cuéntale todo!
—Está… fuera. ―¿Fuera? ¡Dios mío, vaya si lo está!―. ¿Hay algún problema? —inquirió.
—Bien, esta mañana se produjo un terrible accidente en Nueva Jersey…
—Sí, he oído la noticia.
—Y la policía de Jersey nos avisó. Parece que uno de los coches accidentados estaba matriculado a nombre de su marido.
—Exactamente. Yo se lo presté al doctor van der Zee y a su esposa. Me parece terrible lo que ha sucedido.
«Diles la verdad», gritaba su mente. Pero su boca mentía.
—Sí, fue un desastre. Han muerto diez personas. ¿El doctor van der Zee era un amigo íntimo?
—No…; es decir, vino aquí por… por motivos profesionales.
—Bien, de todos modos, queríamos comunicárselo e informarle que, dentro de unos días, recibirá una copia del informe del accidente. Su marido la necesitará para el seguro.
—Gracias, se lo diré.
El policía sonrió y se tocó la gorra.
—Creo que eso es todo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Los dos hombres regresaron al coche y, mientras bajaban por el camino, Helen cerró la puerta principal y se apoyó en ella. La decisión ya estaba tomada. Había tenido una oportunidad. No iría a ver a la policía. No podía hacerlo.
Subiría sola a la montaña.
* * *
Durante las siguientes treinta y seis horas, no abandonó la casa. Se encerró, comió galletas y queso, bebió vino, esperó. La casa estaba llena de fantasmas; empezaba a odiarla. Hubo un momento en que dormitó en el sillón de la sala y despertó convencida de que Raymond se encontraba en la cocina. Se obligó a cruzar el comedor para mirar. La cocina estaba vacía, pero recordó el aura y la nevera llena de serpientes que se retorcían, y comenzó a sudar. Luego la visión de Jack y Ben haciendo el amor, mientras Roger colgaba sin vida de la viga del sótano… Hizo un esfuerzo para caminar hasta la nevera y abrirla. No había serpientes; sólo media botella de leche, queso, unas uvas viejas, una botella de Chablis. Llevó el vino consigo a la sala, volvió a llenar su copa y aguardó.
A las siete y media de la mañana en que el cilindro regresaría, salió de la casa y comenzó a trepar por la montaña. Se había puesto un jersey; era un día frío y gris, que mostraba los primeros atisbos otoñales. Estaba tensa, temerosa. También se alegraba de que la espera hubiese prácticamente concluido. Al margen de la reacción de Jack a su súplica de que se entregaran, anhelaba verlo, anhelaba tocarlo. La casa, con sus fantasmas, había llegado a convertirse en una cárcel insoportable.
Llegó a la cima de la montaña a las ocho menos cuarto, y se sentó en un tocón para esperar el último cuarto de hora. Miró el cielo nublado y recordó el auditorio del futuro, con la cúpula que lo aislaba de la letal contaminación. Cuando reapareciera el cilindro de tiempo con el cadáver de de Voe, ¿volverían a tratar de cambiar el pasado? ¿Enviarían a otra persona? Decidió que si ella lograba su propósito, no tendrían por qué hacerlo. Tenía que hacerse de la cassette.
Los minutos transcurrían lentamente. Por último, a las ocho menos un minuto, se puso de pie. ¿Qué dirían cuando salieran del cilindro? ¿Qué diría ella?
Miró la hora. Las ocho. La invadió la tensión, en espera de que se produjera el fenómeno de magia.
Nada. Quizá su reloj adelantaba un poco.
Transcurrieron cinco minutos, en vano. Su reloj no estaba tan adelantado. Se preguntó si se habría equivocado de día… No. Imposible. Había sido muy precisa al accionar los discos de tiempo, y comprobó la operación por dos veces. No había error posible.
¿Acaso Raymond había manipulado el cilindro, antes de dejarlo? Quizá, pero no parecía demasiado probable.
¿Acaso ellos habían tocado los mandos? Encerrados en el macabro compartimiento, al descubrir que estaban recluidos allí con los cadáveres, acaso se habían aterrorizado, buscado el tablero de mandos y movido los diales… No, eso era difícil de creer. Recordó lo que el capitán de Voe le había explicado: una vez iniciado el viaje, nada podía modificarlo.
Entonces, ¿dónde estaban? Eran ya las ocho y cuarto.
—¿Jack…?
Lo dijo en voz alta y comprendió que hablaba con el viento, pero estaba tan asustada que no le importó.
Yo soy Fuego Estelar, el Creador… ―oyó la voz retumbante en su mente—. Existe una estrella fría y lejana, protegida por monstruos de maldad insuperada…
Se cubrió los oídos con las manos para alejar la voz, a pesar de que sabía que era un gesto inútil. ¿Era posible que Fuego Estelar los hubiese destruido a todos, como castigo por el sacrificio de su hijo Raymond? Era de locos… Fuego Estelar no existía, Raymond no era un dios. No debía pensar de ese modo, debía resistir.
Las ocho y veinte. Aún no había nada.
Imaginó el pequeño compartimiento metálico lleno de cadáveres… No, no todos eran cadáveres. Jack seguiría vivo, macilento, hambriento, alimentándose con lo que quedaba de Marcia Bernstein mientras la sangre de ella corría por su barbilla y el cilindro de tiempo se lanzaba a través de la eternidad…
—Jack. Oh, Dios, ¿dónde estás?
¿Era posible… el error en el funcionamiento? Algo había fallado en la nave de Raymond cuando inició el viaje, recordó. ¿Era posible que el fallo se repitiera?
En ese momento vio al Niño Estelar, al otro lado del claro. Estaba debajo de uno de los grandes pinos, como un ángel de Botticelli, con una dulce sonrisa en su rostro, sus cabellos dorados, su túnica inmaculadamente blanca…, como un ángel.
¡Qué estupidez no haberse dado cuenta desde el principio! ¡Él era su ángel personal, su ángel de la guarda! Al fin y al cabo, ellos habían tenido a Raymond y a Fuego Estelar. ¿Acaso ella no se merecía como mínimo un ángel? Claro que sí.
—¡Niño Estelar! —gritó, mientras cruzaba corriendo el claro hacia él—. ¿Dónde están? ¿Qué les ha ocurrido?
—Están en paz.
—No me propuse matarlos. Oh, Dios mío, no quise…
—No debes sentirte culpable.
—¿No debo? —Su voz era como la de una niña pequeña, indecisa, esperanzada—. Pero Jack… Amé tanto a Jack. ¿Crees que todavía me amaba o se había vuelto… como Raymond?
—No debes apesadumbrarte por él. Se había vuelto como Raymond. Todos eran malos, pero tú eres buena.
Sonrió, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Sí, soy buena, ¿no? —De repente se tensó y miró a su alrededor, moviendo desconfiadamente los ojos—. ¿Raymond está aquí? ¿Y Fuego Estelar? Ellos también son malos, ¿no?
—Muy malos. Pero no te harán daño. He venido a protegerte. Estaré siempre contigo. Alejaré a la gente mala… Te protegeré de tus temores y tus preocupaciones. Estarás a salvo conmigo.
La tensión de Helen desapareció. Estaba llena de serenidad. Se arrodilló ante el hermoso niño y le besó la mano.
—¡Cuánto te quiero, Niño Estelar! —afirmó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas regresado! ¿Me prometes que nunca me abandonarás?
—Te lo prometo.
Ella se puso de pie, sosteniéndole todavía la mano.
—Mi ángel —dijo, feliz—. Mi propio ángel. Creo que siempre quise tener uno, y no lo sabía realmente. ¿Vamos a casa?
Él sonrió con su atractiva sonrisa y juntos, de la mano, bajaron por la montaña hacia la casa.

3
Prácticamente cualquier psiquiatra hubiera diagnosticado el problema de Helen como un principio de paranoia. Mostraba los síntomas clásicos: sospechaba de una conspiración contra ella, sufría de una incapacidad para diferenciar realidad y fantasía, penaba por un sentimiento creciente de peligro físico y terror que la dejaba pasmada, y de una confusión entre sexo y violencia. La paranoia ―del vocablo griego que significa «fuera de la mente»― era la locura del siglo XX; llegaba hasta la Casa Blanca, las salas de juntas de las grandes sociedades, las iglesias, los museos de arte, los escondites de los terroristas y los conciertos de rock. ¿Era raro que también llegara a la mente de un ama de casa de Connecticut?
Pero Norton Akroyd no era un psiquiatra cualquiera, y sabía que, para Helen Bradford, Raymond significaba una diferencia total. Lo que en otros podía juzgarse como paranoia, en el caso de Helen era el devastador resultado del poder del Maestro para invadir y dominar las mentes. En ocasiones, Norton se preguntaba si él no estaría perdiendo su dominio de la realidad, e incluso si el Maestro —el dios Raymond— no era más que una manifestación de sus propios poderes… Pero luego su sensatez y su fe se reafirmaban, y sabía que el milagro de un nuevo Dios se estaba obrando de verdad y que esas ideas eran peligrosas y presuntuosas. Además de terroríficas.
Su fe era firme cuando acechó a una mujer en la calle Octava Oeste, en Greenwich Village, a través de la multitud nocturna formada por turistas, hippies y carteristas, hasta la esquina de la Sexta Avenida. Allí la mujer se dirigió hacia el centro, y Norton la siguió. Ella no había reparado en él; simplemente, formaba parte de la muchedumbre. Al pasar frente al mercado Balducci, giró hacia el Este por la calle Undécima y se encaminó hacia la Quinta Avenida.
Tal vez en ese momento la mujer reparó en él, porque la hermosa calle, con sus casas del siglo XIX ―afeada tan sólo por el espacio vacío donde, pocos años antes, unos estudiantes de meteorología que construían bombas en el sótano volaron uno de los edificios más hermosos―, estaba tan vacía como atestada había estado la calle Octava. Pero ella no se volvió para mirar al viandante de los ruidosos tacones Gucci, a pesar de que era casi medianoche. Ella siguió caminando normalmente, hasta que oyó que las pisadas que la seguían comenzaban a correr. Sólo entonces se volvió y vio al hombre bien vestido con el cuchillo en la mano; lo observó casi sin alarma cuando él se lo hundía dos veces en el estómago. Mientras la mujer se tambaleaba hacia la escalinata de un edificio de ladrillos rojizos, sin poder dar crédito a lo ocurrido, el hombre pasó corriendo a su lado en dirección a la Quinta Avenida y desapareció en la noche.
* * *
Mientras Norton conducía en dirección Norte, desde Manhattan hacia Shandy, se dijo que ahora podría mirar al Maestro con plena confianza. Al fin había encontrado valor para cometer un acto de amor-muerte. Ahora podía mirar al Maestro a los ojos, seguro de que su amor y devoción no serían puestos en duda. ¡Qué libro sobre el asesinato escribiría ahora! Y sus teorías acerca de la naturaleza humana…, todas ellas, ¿no quedaban así demostradas? Miró la hora en el reloj del tablero de instrumentos: la una y media. Ya hacía más de treinta horas que Raymond estaba sobre la Tierra. Norton se había preguntado brevemente por qué la nueva aún no se había divulgado… ¿Acaso no anunciaría su llegada con un milagro universal?
Sabía que el Maestro pensaba hospedarse en casa de los Bernstein hasta que pudieran construir el templo, motivo por el cual se dirigió primero allí. La casa estaba a oscuras cuando pulsó el timbre. Lo oyó sonar a lo lejos. Nadie respondió. Volvió a oprimir el pulsador. No apareció nadie. Siguió llamando, al principio impaciente y después con furia. ¿Dónde estaban? ¿Ignoraban cuan deseoso estaba él? ¿No querían ver a Dios?
Estaba confundido. Lo que pensaba era si no querían ellos que él viera a Dios…
Por supuesto. Debían de estar todos en el santuario de los mártires, donde el Maestro dirigiría las plegarias. Regresó corriendo y enfiló hacia la casa de Ben Scovill, al otro lado de Rock Mountain. ¡Qué gozoso ser apóstol de una nueva religión! Norton había estado solo la mayor parte de su vida, pero ahora conocería la alegría del compañerismo, la dulzura de pertenecer a una comunión de almas. Ahora la soledad quedaría desterrada para siempre, pues durante el resto del tiempo sería uno con el Maestro. Y el Maestro uno con él.
Mientras aparcaba frente a la granja, hundida y a oscuras, se preguntó si los demás habrían subido caminando a la montaña. No había coches a la vista. ¿Tal vez una peregrinación? ¿Una procesión a la luz de las velas, hasta la cima de la montaña? ¡Si se la había perdido, jamás se lo perdonaría! Cogió una linterna de la guantera, bajó apresuradamente del coche y corrió hasta el destartalado porche.
Tocó la puerta de entrada y ésta se abrió lentamente con un crujido. Siguió el haz de luz de la linterna y caminó hasta la cocina. Se detuvo un instante cuando los ojos de una rata le devolvieron la luz. La rata se deslizó en las sombras y Norton abrió la trampilla.
Accionó el interruptor de la luz y recordó el placer que Jack y él habían experimentado al preparar el santuario, amortajar los cadáveres, colocar las rosas en manos de las mujeres… Comenzó a bajar la escalera. Pero… ¿dónde estaban? ¿Dónde estaban los apóstoles? Y, además, ¿dónde estaban los mártires? Los féretros se hallaban tan vacíos como el sótano.
Él no había dado la orden de que retiraran a los mártires.
—¿Jack? —exclamó, mientras miraba a su alrededor—. ¡Jeremy!
Era muy extraño. Deberían estar allí. Al fin y al cabo, él estaba allí y… ahora volvía. Decidía enviar a sus mártires al paraíso…, a sus mártires. No recordaba exactamente haberlo hecho, pero debió de hacerlo, pues ahora, al fin, lo veía todo con tanta claridad… En los últimos tiempos había estado cada vez más recluido en su mente, sobre todo desde que los sueños cesaron con brusquedad; pero ahora el hecho de que los mártires se hubiesen desvanecido lo demostraba.
Desde el principio, Jack había tenido razón con respecto a él… Había impuesto su voluntad sobre Jack y sobre Jeremy. Sobre todos ellos. Sólo un hombre de suprema inteligencia como él, con unos conocimientos tan vastos y tan capacitado, pudo lograrlo… Por supuesto, siempre había pensado que poseía una inteligencia superior; pero ahora comprendió el pleno significado de sí mismo y de aquello en lo que se había convertido.
—Yo soy Raymond —se dijo, casi como una prueba, como si se demostrase una nueva y maravillosa identidad—. Yo debo serlo.
Una sonrisa iluminó su rostro mientras miraba los féretros vacíos. Maravilloso, pensó. Ya no tendría que envidiar el poder de Raymond. Él era Raymond, había sido Raymond en todo momento. Y lo más dulce era que —oh, sí, al fin podía reconocerlo ante sí mismo— había querido ser Raymond.
—Yo… —y su voz era más firme, más serena, más dichosa de lo que jamás lo había sido en su solitaria existencia—. Yo soy Dios.
No había nadie para contradecirlo.
* * *
La tarde siguiente, mientras le servía el té al Niño Estelar en el salón, Helen oyó que alguien llamaba a la puerta principal.
—Discúlpame un momento —pidió a su ángel, sentado en una silla ante la chimenea.
El Niño Estelar le dijo que subiría a la otra planta por un momento. Mientras él se dirigía a la escalera, Helen se acercó a la puerta y la abrió. Lyman Henderson estaba allí. El corpulento director tenía el rostro pálido.
—Helen —dijo—. ¿Está Jack en casa?
—No. Jack me ha abandonado.
—Ah. —Titubeó y agregó—: ¿Puedo hablar contigo un momento? Ha ocurrido algo bastante desagradable.
—Por supuesto, pasa.
Retrocedió mientras él entraba en el alargado salón de techo bajo. Lyman le dirigió una mirada inquisitiva.
—Tú… ¿te encuentras bien?
Ella sonrió.
—Que yo sepa, sí. ¿Y tú?
—No estoy seguro. Ya no estoy seguro de nada… —Miró las dos sillas vacías delante de la chimenea y la mesa de té colocada en medio—. Veo que estás tomando el té. ¿Puedo quedarme?
—Oh, me encantaría. Buscaré otra silla.
Se acercó a la pared y cogió una silla con respaldo de cuerda, que trasladó hasta la mesa y colocó ante ella. Lyman miraba las dos tazas llenas.
—¿Hay alguien más en tu casa?
—Sí, él ha subido un momento, pero en seguida bajará. Me muero de ganas de que lo conozcas.
Helen volvió a ocupar su sitio y sonrió. Lyman cogió indeciso la silla de respaldo de cuerda.
—¿Se trata… —bajó diplomáticamente la voz— …de alguien a quien conozco?
—No, pero es alguien muy especial. Alguien que me trae una gran felicidad.
Lyman levantó las cejas.
—Oh. ―Ya tiene un amante, pensó.
—¿Azúcar? —preguntó Helen, mientras le servía una taza de té.
—Sí, por favor. Un terrón. Y un poco de crema. Esto… ¿Jack y tú estáis tramitando el divorcio?
—Estamos separados —respondió, mientras le pasaba la taza.
—Comprendo. Norton me dijo que había algunos problemas… Helen, sé que has visitado a Norton. Quiero decir, que has sido su paciente.
—Sí, lo fui a ver en busca de ayuda. Sospecho que no recibí mucha.
—Dime, ¿en algún momento intentó hipnotizarte?
—¿Porqué?
Lyman carraspeó.
—Bueno, esta mañana encontraron a Norton en la capilla de la escuela. Robó una oveja en una granja y la degolló en el altar. Le dijo a la policía que…, en fin, que la sacrificaba en honor de… de sí mismo.
—¿Cómo? ¿Acaso está un poco alterado?
—¿Alterado? ¡Está más loco que una cabra! Supongo que todo comenzó con ese maldito libro que publicó sobre esa delirante teoría del asesinato y del sexo…
Helen tomó un sorbo de té y le reprendió.
—¿Sabes una cosa? El futuro lo considera excepcionalmente clarividente. Al fin y al cabo, nos guste reconocerlo o no, el mundo entonces se ha vuelto así. Matan por placer.
—¿Qué dices?
—Digo que en el futuro se mata por placer.
Lyman se removió inquieto mientras la miraba atentamente.
—Bueno, es posible que lo hagan. Sólo Dios sabe a dónde llegará este mundo de locos. De todos modos, la conducta de Norton se ha vuelto… excéntrica, por decirlo con delicadeza. La semana pasada, Jack le acusó de que intentaba «manipular» su mente, lo cual no tuvo ningún sentido para mí hasta el otro día, cuando fui a su apartamento. —Se inclinó hacia adelante y bajó la voz—. Helen, podría jurar que quiso atacarme… ¡Matarme! —Se irguió—. Como puedes imaginar, me marché tan rápidamente como pude, pero, desde luego, no podía permitir que siguiera en el campus. Por eso llamé a un amigo mío de Hartford y él dispuso que recibieran a Norton en Fairfield Hills, en observación. Sin armar jaleo, por supuesto, para que no hubiera publicidad negativa para la escuela. No quería hacerlo, pero comprendí que no tenía otra alternativa. Sin embargo, cuando fueron a buscarlo, se había marchado. Preparó las maletas y desapareció. Y ahora… —meneó la cabeza, apesadumbrado—. Bueno, está delirando. Afirma ser un dios llamado «Raymond», o algo así.
—¿Que él es Raymond? ¿Eso dice ahora?
—Así se denomina a sí mismo. Dice que es todopoderoso y que puede invadir las mentes de otras personas, y obligarlas a matar en su nombre.
—¿Por eso preguntaste si había intentado hipnotizarme?
—Sí. Si he de serte sincero, tú te has estado comportando de un modo bastante extraño, y yo temía… —hizo un pausa—. Bueno, aunque te parezca una sorpresa, te diré que Norton ha confesado todos los asesinatos de por aquí: el de Ben Scovill, la señora Fredericks, de Fairfax, Judy Siebert y el camionero que desapareció de Wingdale. En realidad dice que provocó los asesinatos, aunque se supone que quienes en realidad los llevaron a cabo fueron Jack, Jeremy Bernstein y… bueno, también tú… El problema es que no hay cadáveres. El pobre Norton dice que los envió al paraíso, pero eso no le servirá de mucho ante el tribunal —concluyó, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque la policía viene hacia aquí para interrogarte y, como sé que últimamente has estado sometida a tensiones, quise advertirte para que no te alteraras demasiado.
—¿Por qué habría de alterarme? Al fin y al cabo, intenté decirle a la policía que maté a Ben, pero nadie me creyó. ¡Qué absurdo, Norton cree que él es Raymond! Me parece bastante presuntuoso, ¿no estás de acuerdo? ―había olvidado sus propias sospechas anteriores.
Lyman dejó la taza de té en la mesa.
—Helen, ¿quién es ese «Raymond»?
—Raymond somos nosotros, aquello en lo que todos nos convertiremos. Es como un espejo. —Miraba más allá de él, hacia la escalera, y ahora su rostro cansado sonreía—. Aquí viene el Niño Estelar —agregó—. Te lo explicará mejor que yo. Niño Estelar, ven y te presentaré a un viejo amigo mío, Lyman Henderson. Lyman, te presento al Niño Estelar, mi bello amigo, mi ángel.
Lyman se había puesto de pie y miraba el vacío que se abría a sus espaldas. Se volvió hacia Helen.
—¿No es adorable su pelo dorado? —preguntaba ella—. ¿Y su hermosa sonrisa? Cuando Dios me quitó a Jack, me envió a uno de sus ángeles para que ocupara su lugar. Y créeme, ha sido un cambio beneficioso. Jack se había llenado de odio, pero el Niño Estelar está lleno de amor. Lyman, la gente necesita amar, ¿no estás de acuerdo? Y me siento tan en paz y tan segura al saber que en el mundo queda algo de amor… —Se preguntó por qué el director parecía tan asustado. ¿O era tristeza? No pudo descifrarlo—. Lyman, tienes que hablar con el Niño Estelar. Él sabe tanto, y nosotros tan poco… Sabe de Dios, y de la belleza que se extiende más allá de las estrellas… —Dedicó una sonrisa de felicidad al Niño Estelar y agregó—: ¡Pobre ángel mío, tu té se ha enfriado! Te prepararé otra taza.
Cuando llegaron los policías, Helen insistió en llevar un jersey al Niño Estelar para que no pillara una pulmonía. Por lo demás, cooperó con ellos y todos pensaron que parecía excepcionalmente serena.
A partir de entonces, nunca más tuvo sueños.



FIN

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